
La democracia estadounidense, antaño referente global de libertades civiles y derechos humanos, atraviesa uno de sus momentos más oscuros. Bajo el segundo mandato de Donald Trump, se ha consolidado un modelo de gobierno que en lugar de dialogar, reprime; que en vez de incluir, segrega; y que ha convertido al migrante en chivo expiatorio de todos los males. Lo que ocurre en las calles de ciudades como Chicago, Houston o Los Ángeles no es una simple estrategia de control migratorio: es una ofensiva política contra la diversidad, la disidencia y la dignidad humana.
Las imágenes recientes de redadas masivas en ciudades como Nueva York, Houston, Los Ángeles y Chicago no son nuevas, pero sí más brutales. Son escenas que remiten a capítulos sombríos de la historia norteamericana, como la tristemente célebre Operación Wetback en los años 50. Sin embargo, lo que hoy diferencia al actual embate antimigrante es la carga de odio, cinismo y desprecio por el otro que emana de los discursos oficiales. No se trata solamente de una política migratoria dura, sino de una estrategia deliberada para sembrar miedo y fracturar el tejido social.
El discurso de Trump y sus allegados ha dejado de ser veladamente excluyente para convertirse en abiertamente persecutorio. Las redadas ya no distinguen entre quienes tienen o no papeles en regla. Ahora basta con parecer latino, hablar español o vivir en un barrio de inmigrantes para ser objeto de acoso, detenciones arbitrarias e incluso agresiones físicas. Así, el aparato del Estado opera como una maquinaria represiva que apunta no solo a los migrantes indocumentados, sino a todo aquello que desafíe la visión homogénea y excluyente de una minoría empoderada desde la Casa Blanca.
Lo alarmante es que este clima de hostilidad ha comenzado a institucionalizarse. El reforzamiento de las fuerzas de seguridad, la militarización de espacios urbanos y la criminalización de la protesta social son signos inequívocos de un ensayo autoritario. La narrativa oficial de “defensa nacional” se convierte en escudo para reprimir a quienes disienten, protestan o simplemente existen al margen del molde anglosajón que la ultraderecha estadounidense pretende reinstaurar.
No se trata, pues, de una crisis migratoria. Es una crisis moral. Una confrontación entre quienes defienden los valores fundacionales de libertad e inclusión, y quienes utilizan el poder para dividir, someter y silenciar.
Frente a este escenario, la respuesta ciudadana ha sido vigorosa. Las protestas han escalado en forma y contenido: desde bloqueos pacíficos en centros de detención hasta cadenas humanas para impedir arrestos. La sociedad civil —ese músculo democrático que tanto teme el autoritarismo— ha comenzado a levantar la voz. Pero el gobierno ha respondido con más represión, endureciendo la narrativa de “invasión” y blindando el Estado contra la crítica.
En este contexto, cabría preguntarse: ¿dónde están las voces responsables del Congreso estadounidense? ¿Dónde están los organismos internacionales que, con excepción de algunos pronunciamientos tímidos, han permanecido en un silencio cómplice? ¿Dónde están los gobiernos latinoamericanos que, salvo contadas excepciones, han fallado en defender a sus connacionales con firmeza y dignidad?
Los disturbios en ciudades norteamericanas no son meros brotes de violencia. Son expresiones desesperadas de una población que, ante la sordera institucional, ha optado por la resistencia. Y si algo ha demostrado la historia —incluida la propia historia de Estados Unidos— es que los cambios más profundos suelen surgir de la desobediencia civil cuando las instituciones fallan.
Desde luego, no se trata de justificar actos vandálicos, pero sí de comprender el contexto que los genera: la criminalización de la pobreza, el racismo estructural, el uso del aparato del Estado como arma contra los vulnerables. Esa es la receta del autoritarismo: comienza atacando a los sin voz y termina devorando a todos.
Trump busca construir un legado cimentado en el miedo. Pero podría estar sembrando la semilla de una revuelta que trascienda lo migratorio. Porque lo que hoy se ensaya con los indocumentados, mañana se aplicará contra quienes piensen distinto, se organicen o simplemente incomoden al poder.
La encrucijada es clara: o Estados Unidos recupera su vocación democrática, plural e incluyente, o se desliza peligrosamente hacia un modelo autoritario, excluyente y represivo. Lo que está en juego no es solo el futuro de los migrantes, sino el alma misma de una nación.