Desde mi punto de vista siento que nos hemos acostumbrado a pensar que el liderazgo es cosa de adultos y suele abordarse como una competencia que se activa en la adultez, una habilidad que se entrena cuando ya se ocupa un rol formal. Hemos visto que se invierte en programas de liderazgo para ejecutivos, en coaching para mandos medios, en diplomados para quienes ya están “en el ruedo”. Pero ¿por qué no sembramos sus raíces desde la infancia?
Cuando comprendemos el liderazgo como una forma de estar en el mundo entonces no deberíamos esperar a que alguien tenga un cargo para comenzar a desarrollarlo. “El liderazgo no es un rol, es una forma de estar en el mundo” y esa forma se moldea desde los primeros años de vida.
La infancia es ese gran terreno fértil donde se cultivan las habilidades que luego definen a los líderes: empatía, escucha, toma de decisiones, pensamiento estratégico, colaboración, resiliencia. Howard Gardner, creador de la teoría de las inteligencias múltiples, sostiene que “la inteligencia interpersonal e intrapersonal son esenciales para el liderazgo, y ambas comienzan a desarrollarse desde la infancia”. No se trata de enseñar liderazgo como una asignatura, sino de crear entornos donde se viva, se experimente y se modele.
En los juegos, en la resolución de conflictos, en la toma de decisiones cotidianas, los niños y niñas ejercen formas de liderazgo. Cuando los escuchamos, cuando les permitimos elegir, cuando los acompañamos en la reflexión sobre sus acciones, estamos sembrando liderazgo. Pero muchas veces esos momentos se subestiman o se corrigen desde la obediencia sin reconocer el potencial que tienen para formar líderes conscientes.
Si esperamos hasta la adultez para hablar de liderazgo corremos el riesgo de formar líderes técnicos pero desconectados de lo humano, líderes que saben gestionar procesos pero no personas, líderes que buscan resultados pero no propósito. Por eso es tan importante comenzar desde temprano, desde la raíz, desde el ser.
Simon Sinek, en su obra Start With Why, plantea que “los grandes líderes no motivan a través del poder, sino a través del propósito”. ¿Y cómo se construye ese propósito? A través de experiencias significativas, de preguntas profundas, de espacios donde se pueda explorar quién soy, qué me importa, qué impacto quiero generar. Todo eso puede y debe comenzar en la infancia.
En mi experiencia con mi programa Pequeños Grandes Líderes, me ha tocado ver cómo los niños y niñas pueden desarrollar habilidades de liderazgo cuando se les da el espacio, el lenguaje y la confianza para hacerlo. He tenido la fortuna de ser testigo de cómo una conversación sobre gratitud puede abrir puertas a la empatía; cómo una dinámica de juego puede revelar talentos estratégicos o cómo una reflexión sobre el entorno puede despertar conciencia social.
Quiero aclarar que no estoy hablando de formar “mini adultos”, me refiero a reconocer que el liderazgo no tiene edad, pero sí tiene contexto. Y ese contexto debe ser cuidado, diseñado y acompañado con intención.
Los adultos —padres, docentes, líderes comunitarios— tenemos un rol clave en este proceso. No como instructores, sino como modelos. Como afirma Brené Brown, autora de Dare to Lead: “Los líderes más valientes son aquellos que se atreven a ser vulnerables”. Mostrar vulnerabilidad, compartir aprendizajes, reconocer errores, invitar a la reflexión… todo eso enseña más sobre liderazgo que cualquier manual.
Cuando los adultos nos relacionamos con los niños desde la horizontalidad, desde el respeto y la escucha activa, estamos sembrando liderazgo. Cuando les permitimos tomar decisiones, resolver conflictos, expresar sus emociones, están entrenando habilidades que serán fundamentales en su vida personal y profesional.
La educación formal todavía tiene un largo camino por recorrer en este sentido. Si bien existen iniciativas que promueven el aprendizaje socioemocional, el liderazgo sigue siendo visto como una competencia para el futuro, no como una experiencia del presente. Es necesario integrar el liderazgo como parte del currículo, no desde la teoría, sino desde la práctica cotidiana.
Me gustó mucho la perspectiva de Ken Robinson, experto en creatividad y educación, y quien lo dice con muchísima asertividad “La educación debería ayudar a las personas a encontrar su talento, no a encajar en un molde”. Y el liderazgo es, precisamente, una forma de expresar ese talento en relación con los demás.
Me gusta hablar de una cultura donde el liderazgo se vive desde la infancia y eso implica repensar nuestras estructuras, nuestras creencias y nuestras prácticas. Implica dejar de ver a los niños como receptores pasivos y comenzar a verlos como agentes activos de cambio. Implica reconocer que el liderazgo no es una meta, sino un camino que se recorre desde el primer día.
Como sociedad tenemos la grandiosa oportunidad de sembrar liderazgo desde temprano y en lo personal me compromete y motiva enormemente, estamos listos para formar generaciones que no solo sepan liderar, sino que lo hagan con conciencia, con empatía y con propósito. Estoy convencida que los grandes líderes no nacen en las salas de juntas, nacen en los espacios donde se les permitió explorar, decidir y ser escuchados.
Para finalizar me gustaría compartir que el liderazgo no debería ser una conversación exclusiva de adultos. De hecho, cuanto antes la iniciemos, más posibilidades tendremos de formar líderes auténticos, humanos y transformadores. Impulsar el liderazgo en la infancia es sembrar un futuro más consciente, más colaborativo y más sostenible. Acompañemos a las nuevas generaciones desde hoy. Porque el liderazgo empieza mucho antes de lo que creemos.