Cronomicón

Perro triste

Perro triste

En el parque hay un perro triste, de tanto en tanto se levanta del piso y abandona la pose fetal que delata su agonía. Lentamente da vueltas sin rumbo como si buscara algo, olfatea con ansias, mueve la cola de un lado a otro y continúa el círculo vicioso con la cabeza caída. No busca comida, no está herido, solo está triste.

Es de mañana, los árboles aún guardan en sus hojas el rocío del amanecer, los pájaros cantan y anuncian el inicio del día, el parque está en calma y el perro está triste, los aullidos profundos se oyen desde lejos, pero nadie atiende el sonido desgarrador, es solo un perro triste.

Una transeúnte, cuyo nombre se desconoce, detiene su caminata y se acerca en un acto de compasión, o quizás morbo, ve al animal, él la mira con ojos cristalinos y se pega a sus piernas relamiéndola como si buscara hogar o consuelo. La transeúnte mira al piso, hay un cuerpo boca arriba, sus ojos miran al cielo que está muy limpio, casi transparente.

Grita, su corazón se acelera.

En medio de los arbustos yace el cuerpo rodeado por las flores caídas de las jacarandas, el color morado resalta entre la tierra como pequeños brotes de vida que se extinguen lentamente. Es domingo, mal día para morir, los domingos son días tristes.

El perro sigue aullando, en su pecho guarda un dolor profundo, olfatea con desesperación, pero Sara no se levanta. La mañana corre lentamente, es primavera, los rayos del sol traspasan el espesor de las ramas de los árboles y hacen sombras amorfas, el clima es cálido y el cuerpo de Sara aún está blando, cubierto con su suéter naranja de siempre, sus pantalones de gamuza oversize y sus tenis desgastados azul marino. Su cabello canoso está seco, apagado y triste, lleno de tierra, la tierra que levantó el perro al rascar con desesperación para que despertará, los surcos de su piel morena apenas se distinguen entre los rayos de sol que la deslumbran y la iluminan toda, de sus manos cuelgan pulseras y anillos color oro de bisutería barata, las uñas mal pintadas con tintes de color rojo vibrante, su cuello se adorna con un collar de perlas que resaltan entre ese paisaje gris de la mañana.

Nada calma el dolor del perro, más personas detienen su marcha acelerada y se acercan al lugar en respuesta instintiva al grito de la transeúnte. Se repite la historia; ven a la mujer paralizada, agachan la cabeza, se encuentran al perro triste y ansioso, acto seguido, se estrellan con el cuerpo de Sara que tiene los ojos abiertos mirando al infinito, gritan de horror.

¡Está muerta!

¡Llamen una ambulancia!

Cuchichean en tercera persona, algunos dicen que vivía en el parque, que la habían visto varias veces caminar por los pasillos jalando su carrito de mercado y una maleta repleta y sucia, siempre a lado de su perro flaco, color miel que jalaba con un mecate.

Siguen mirando, se miran entre sí y hacen conclusiones, no hay más que hacer, el cuerpo inmóvil yace frente a ellos y solo queda esperar, qué, nadie sabe, pero se quedan ahí en el funeral improvisado del domingo triste. El círculo de espectadores se hace más grande conforme pasan los minutos, nadie la conoce, al menos no personalmente, comentan que la vieron alguna vez porque su rostro es familiar. Otros, igual en tercera persona, dicen que platicaba con los árboles y perseguía ardillas, a veces espantaba a la gente con sus saltos entre jardineras y los gritos al infinito que daba por las tardes.

Amelia a lo lejos escucha el bullicio que traspasa las jardineras y los árboles, abandona su puesto de tamales y se acerca, cuando se encuentra con el cuerpo boca arriba, se tapa la boca con las manos y un grito reprimido se atora en su garganta. Sus ojos se hacen grandes y resaltan de su cara como si fueran a salir de su órbita, al instante le brotan las lágrimas. Siente un dolor que se clava en su pecho y forma una piedra que lastima y hiere. Se pone triste.

Perro triste

La conoce, piensa en su nombre y las mañanas que pasaron juntas, se lamenta. Le habla en primera persona con un tono dulce mientras las lágrimas escurren por su cara y caen al piso mojando la tierra seca y las flores caídas.

Se conocieron en el parque, fue el año pasado en una mañana lluviosa, igual que todos los desconocidos, Amelia conocía a Sara solo de vista porque la veía pasar todas las mañanas con sus maletas de viajera y su perro que la seguía con paso fiel.

Siempre llegaba puntual al parque y se sentaba en la banca que daba de frente a la escuela primaria, entre semana, le gustaba estar ahí para ver el espectáculo estudiantil en primera fila. Madres, padres y niños corriendo desesperados para llegar a la puerta de la escuela antes de que la cerraran, coches haciendo tráfico y conductores histéricos tocando claxons insoportables, vendedores ambulantes de productos chinos de todo tipo y Amelia en la esquina con su puesto de tamales.

Ese día Sara llegó empapada, no traía paraguas y su equipaje lucía más pesado que de costumbre porque le costaba caminar. Cuando llegó a la banca de siempre, en lugar de ver la obra de teatro infantil, se puso a llorar y dar gritos al aire. Nadie le hizo caso, después de un rato, Amelia se acercó y le ofreció un tamal, Sara salió de su trance y en un instante se le pintó una sonrisa en la cara. No hubo palabras, solo miradas y gestos.

Los días siguientes continuaron como de costumbre, Sara en la misma banca y haciendo las mismas cosas. Amelia se aprendió su rutina, de vez en cuando le invitaba tamales y el acto se repetía, el diálogo era una sonrisa y la mirada perdida de Sara que la veía por instantes y le decía todo. Su nombre lo supo porque una vez la escena se modificó, le dijo su nombre a secas, sin ninguna introducción, ni saludo, solo dijo “Sara”, se levantó de la banca y caminó entre las jardineras hasta perderse entre los pasillos del parque. Amelia asumió que ese era su nombre y así la registró en su mente.

Sara se turnaba las bancas del parque según la hora del día. Leía el periódico de una forma muy particular, lo ponía en el piso y ella desde la banca se inclinaba para leer y cambiar las páginas en toma cenital, nunca se supo si leía periódicos distintos o era el mismo, si era el periódico del día o de otros días o incluso de años pasados. Lo que se sabe es que cuando leía, sollozaba, las historias del periódico en su mayoría son tristes, quizá por eso.

Otras veces se le vio bordando, otras más, tomando el sol con sus lentes negros y grandes que le cubrían la mitad de la cara, en esos momentos se transportaba a un lugar de playa y la banca era su camastro frente al mar, el cantar de los pájaros que se oía a lo lejos, eran las gaviotas aterrizando entre las olas.

Muchas veces se le vio durmiendo, la banca era su cama y una bolsa de plástico sus cobijas, su perro se echaba a lado de ella y así pasaban la mayor parte del día soñando. Quizá por eso nadie notó su tristeza, ni los dolores que cargaba en esa maleta pesada que llevaba a todos lados, muchos la vieron deambular por el parque, pero nunca le hablaron. Si tuvo familia, no se sabe, su nombre, solo el que Amelia dijo a los peritos porque no encontraron identificaciones entre sus cosas.

Según el reporte forense, murió por enfermedades crónicas que coincidieron ese domingo para que su cuerpo no resistiera más y se le parara el corazón. Según Amelia, murió de tristeza, llevaba días decaída, no hablaba solo deambulaba, dejó de leer por las tardes, no le pedía comida, pasaba más horas dormida que de costumbre.

Su corazón se fue apagando, la nostalgia y el dolor que cargaba se hicieron pesados y ya no cupieron en su maleta. La tristeza se apoderó de Sara y de su perro ese domingo.

Después de una hora, la gente se dispersa, desconocidos se llevan el cuerpo, los espectadores saben que ha terminado el espectáculo, abandonan el parque hablando de Sara en tercera persona como si la conocieran.

El parque se queda en calma, las flores de las jacarandas siguen cayendo lentamente al tiempo que la humedad de la tierra sube con los rayos del sol, Amelia jala al perro para llevarlo con ella. Los dos están tristes.

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