Queridos lectores: Como siempre, es un enorme gusto saludarles. Para mí, es un honor compartir con ustedes este pequeño espacio de información, conocimiento, divulgación y —por qué no— un pedazo de mi corazón. Tengo tantos temas que contarles, pero hoy opté por uno que me emociona profundamente: los secretos de la abuela. Quiero compartir con ustedes esta parte de mi vida que me encanta, con la esperanza de que también haga eco en su corazón; que se identifiquen, que le agreguen o quiten algo, que lo “guisen y sazonen” a su manera. Y que, al terminar de leer esta columna, recordemos el enorme valor de nuestras abuelas. Que corramos pronto a abrazarlas —a quienes aún las tienen en la tierra— o a mirar al cielo para enviarles una sonrisa, como es mi caso.

Las bendiciones
Alguna vez alguien me preguntó: —Oye, ¿y tú rezas mucho para que te pasen tantas cosas buenas en la vida? —Era una pregunta que jamás me había hecho. Respondí rápido que sí, pero al reflexionar comprendí algo más profundo: no eran solo mis oraciones, sino también las de mis ancestros, especialmente las de mi abuela. Recuerdo que, desde muy pequeño, a cierta hora del día me llamaba para rezar el rosario. Yo lo veía como algo “de adultos”, pero ella me tomaba de la mano y comenzábamos a rezar. Pedía por todos: por sus hijos, nietos y bisnietos. Me contaba que la oración era poderosa, que se transmite de generación en generación y que trasciende el tiempo. Decía que cuando ella era joven, al verla trabajar desde lejos, sus padres la persignaban y lanzaban oraciones. Hoy, estoy convencido de que esas bendiciones han llegado hasta mí. Esa persignada al llegar y esa bendición al despedirse me faltan ahora físicamente, pero han adquirido un poder distinto: viven en la eternidad. Las veo en el cielo, en las estrellas y en cada cosa buena que ocurre. Ya no hay una señal física, pero sí una encomienda espiritual que me acompaña siempre. Incluso en la tradicional copla “Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño?”, percibo la ternura y presencia de la abuela: Santa Ana, madre de la Virgen María, cuidando al pequeño Jesús por una manzana caída. Un gesto simple, pero lleno de humanidad y amor.

Las cocinas
Si hay algo que representa a las abuelas mexicanas, es la magia de la cocina. Pienso en personajes entrañables como “mamá Elena”, la abuela de Miguel en la película “Coco”. Hay una escena en la que, tras ofrecerle comida a su nieto, él dice no tener hambre. Ella, con su mirada firme, responde: “Yo dije, ¿vas a querer más?”. Miguel asiente, y ambos se funden en un abrazo. Así son nuestras abuelas: fuertes, amorosas y sabias.
En casi todas las casas mexicanas existe un protocolo no escrito que inicia antes del amanecer, cuando ellas ya están de pie diciendo frases como “A quien madruga, Dios le ayuda” o “Hay que ir temprano al mercado, porque si no, todo está escogido”. Ir al mercado con la abuela era (y es) un ritual: saber elegir el aguacate perfecto, ni tan duro ni tan blando; los plátanos verdes para que maduren en casa; los jitomates más rojos, los limones más verdes. Luego, el regreso a casa marcaba el inicio de la magia: el radio encendido con música de Juan Gabriel, Rocío Dúrcal o Vicente Fernández; el aroma del café de olla recién hecho, los frijolitos, las tortillas calientes y el guisado del día. En mi casa, el “platillo de fiesta” era sagrado: sopa de fideo con verduras en juliana, mole con arroz y frijoles, una hoja de lechuga orejona, y de postre, ate con queso. Todo servido con pan y un refresco de cola. Durante Semana Santa, las siete cazuelas eran tradición; y en Navidad, la cocina entera se llenaba de vida con tamales, buñuelos, ponche y hasta el guajolote en adobo. Esa es la herencia culinaria y amorosa de nuestras abuelas.
Amor, trabajo y fortaleza
Sin duda, lo que más me inspiró a escribir esta columna fue recordar esas cosas tan bonitas de mi abuela: su fuerza en las bendiciones, su sabiduría en la cocina y, sobre todo, su ejemplo de amor, trabajo y fortaleza, tres pilares que aún sostienen mi vida.
El amor, qué palabra tan grande. La Real Academia Española lo define como “sentimiento intenso de afecto, inclinación y entrega que impulsa al ser humano a buscar unión, alegría y plenitud con otro ser”. Pero mi abuela no necesitaba definiciones: ella vivía el amor en cada gesto. Lo practicaba sin límites. Desde su primer amor, hasta cuando se dio una segunda oportunidad, desde su entrega a la familia hasta su cariño por el entorno y el trabajo. Todo lo hacía con amor. Decía que amar era una forma de agradecerle a la vida, y que el amor auténtico no se mide en palabras, sino en acciones diarias, en paciencia y en cuidar, incluso cuando nadie te ve.
El trabajo, otra de sus grandes lecciones, fue el valor del trabajo. Siempre decía: “El trabajo dignifica”. Y vaya que lo demostraba. Era incansable, agradecida, comprometida. Me enseñó que el trabajo no solo se hace con las manos, sino con el corazón. Que hay que ponerle alma a lo que uno hace. Desde pequeño me repetía: “Cuando alguien diga: ¿quién sabe, puede y quiere hacerlo?, levanta la mano. Aunque no lo sepas del todo, aprenderás en el camino. Pero que te vean con algo que vale más que cualquier conocimiento: la actitud.” Con el tiempo entendí sus secretos: la actitud abre puertas, la amabilidad genera respeto, y la constancia convierte los sueños en realidades. Y su frase de oro, que me acompaña siempre: “¿Quieres que te pasen cosas buenas? Haz cosas buenas”.
La fortaleza, pero si hubo algo extraordinario en mi abuela, fue su fortaleza. Perdió tres hijos, y, aun así, cada día se levantaba. Sí, con tristeza, pero también con una fe inmensa. Decía que Dios la tenía aquí por una razón: para seguir siendo ese roble grande y fuerte que da sombra a los demás. Su dolor nunca la quebró; al contrario, la hizo más humana, más luminosa. Cada amanecer era para ella una oportunidad de servir, de agradecer, de seguir amando. Vivió con dignidad, con oración, y con una paz que solo tienen quienes han entendido el sentido más profundo de la vida.
Queridos lectores, gracias por leer esta columna donde abro mi corazón y mi alma para compartir los secretos de mi abuela. Deseo que también ustedes recuerden y celebren a las suyas. La mía estaría próxima a cumplir 95 años. Y aunque ya no está conmigo, no es un día de tristeza, sino de alegría, porque sé que vive en la eternidad, en el cielo, en la estrella más brillante del firmamento. Hasta aquí mi columna de hoy. Nos vemos en la próxima.
¡Vivamos y honremos a las abuelas mexicanas al máximo!

*Por Jorge Alejandro Peña Landeros / Director de Biblioteca / Universidad Panamericana (UP)