Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los fundadores del Cártel de Sinaloa, aseguró en una entrevista que su incursión en el narcotráfico comenzó en 1969, y que desde entonces “pagaba a policías, comandantes militares y políticos que nos permitieron operar libremente”. Estas declaraciones no sólo evidencian su prolongada carrera criminal, sino también confirman que el problema del narcotráfico en México no es reciente, y que las organizaciones criminales han contado, históricamente, con el beneplácito de autoridades del Estado.
Durante gran parte del siglo XX, la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) facilitó sinergias entre poderes locales y el crimen organizado. En muchas regiones, los gobiernos permitían el funcionamiento de las organizaciones delictivas a cambio de estabilidad. Aunque no existen datos exactos sobre cuánto tiempo se mantuvo este equilibrio ni quiénes formaban parte del mismo. La muerte de Amado Carrillo, “El Señor de los Cielos”, fue un punto de quiebre que empezó los procesos de fragmentación de cárteles y uso de la violencia. Esta situación de inseguridad fue una de las razones, aunque no la única ni la principal, que contribuyó a que el PRI perdiera la presidencia por primera vez en más de 70 años.
Con la llegada del Partido Acción Nacional (PAN) al poder en el año 2000, esta frágil estabilidad se quebró. Los cárteles percibieron a las nuevas autoridades como una amenaza, lo que desencadenó una etapa de mayor confrontación. La transición democrática trajo consigo nuevos retos institucionales y de seguridad. Aun así, el número de homicidios se mantuvo relativamente estable durante los primeros años... hasta la llegada de Felipe Calderón a la presidencia.

Evolución de la violencia
La llamada “guerra contra el narcotráfico”, iniciada por Calderón con el Operativo Conjunto Michoacán en 2006, marcó un antes y un después. El país entró de lleno en una etapa de violencia armada sin precedentes. Las organizaciones criminales se fortalecieron, se fragmentaron, se expandieron territorialmente y diversificaron sus actividades. El número de homicidios se disparó: de menos de 10,000 muertes en 2007 se pasó a más de 36,000 anuales en 2020.
Las estrategias de seguridad implementadas por los distintos gobiernos no han dado resultados sostenibles. Durante el sexenio de Calderón (2006-2012) y su guerra contra el narcotráfico, el número de homicidios anuales pasó de menos de 9,000 a casi 26,000, un aumento de más del 300%. Fue el periodo con el mayor incremento porcentual de violencia.
En el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018), la estrategia se mantuvo sin grandes cambios, aunque el discurso oficial intentó alejarse de la retórica belicista de su antecesor. Esta modificación discursiva coincidió con una ligera baja en los homicidios durante la primera mitad del sexenio, que se redujeron a alrededor de 20,000 anuales. Sin embargo, los últimos tres años de su gobierno marcaron un nuevo repunte, superando nuevamente los 36,000 homicidios por año.
La captura de capos, como Joaquín “El Chapo” Guzmán, no se tradujo en una reducción sostenible de la violencia. Por el contrario, su caída alimentó la fragmentación de los grupos criminales. A ello se sumaron graves violaciones a derechos humanos. Casos emblemáticos como la masacre de Tlatlaya y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en Iguala, en 2014, evidenciaron los nexos entre fuerzas del Estado y el crimen organizado.
En 2018, Andrés Manuel López Obrador llegó al poder con el respaldo de mexicanos desencantados con las políticas de seguridad anteriores. Su lema “Abrazos, no balazos” prometía una nueva estrategia. Sin embargo, en la práctica, su gobierno consolidó la militarización de la seguridad pública. Durante su sexenio (2018-2024), la violencia persistió e incluso se intensificó en varias regiones del país. En su primer año, se registraron más de 36,000 homicidios; al cierre de su mandato, la cifra apenas se redujo a 33,000. A pesar del cambio de discurso, los resultados no mejoraron.
Lo más alarmante es que los últimos tres presidentes, pertenecientes a tres partidos distintos (PAN, PRI y Morena), no lograron revertir la tendencia ascendente de homicidios. En términos absolutos, cada sexenio acumuló más muertes que el anterior. Si se analiza el total de homicidios, el sexenio de López Obrador fue el más violento; si se mide el aumento porcentual, el de Calderón encabezó el deterioro.
Fragmentación criminal y expansión territorial
La guerra contra el narcotráfico provocó una fragmentación del crimen organizado. Estimaciones académicas indican que, antes de 2006, operaban menos de 10 cárteles en no más de 100 municipios. Para 2020, había más de 75 grupos activos en aproximadamente 1,000 municipios del país. Esta presencia expandida ayuda a explicar las dificultades que tuvieron los dos últimos gobiernos para contrarrestar a las organizaciones criminales.
Esta expansión ha generado dos problemas clave. En primer lugar, el crimen organizado funciona como una hidra: al eliminar una célula, surgen dos nuevas en disputa por el control. Ejemplo de ello son los enfrentamientos entre facciones como “Los Chapitos” y “La Mayiza”. En segundo lugar, al no poseer monopolios criminales, estos nuevos grupos buscan diversificar sus actividades criminales (extorsión, secuestro, cobro de piso, minería ilegal) afectando la vida económica y social de más comunidades.
¿Qué se puede hacer?
Las lecciones de los últimos sexenios son claras: la militarización no ha dado resultados. Las violaciones de derechos humanos y el incremento de personas desaparecidas han erosionado la confianza ciudadana en las instituciones. Además, la expansión y atomización del crimen organizado ha vuelto más difícil enfrentarlo.
Algunos analistas voltean la mirada hacia experiencias internacionales. El caso de El Salvador y su política de mano dura ha reducido la violencia y devuelto la seguridad a las calles. Sin embargo, esto ha venido acompañado de serias violaciones de derechos humanos, detenciones arbitrarias y reformas que ponen en entredicho la democracia. La estabilidad aparente depende de que el actual presidente permanezca en el poder, lo cual puede conseguir gracias a las recientes reformas políticas que garantizan la posibilidad de reelección indefinida.
Otra experiencia es la de Colombia, que firmó un acuerdo de paz con la guerrilla más antigua del continente. Pese a las críticas, la participación política de los excombatientes fue clave para lograr el diálogo. No obstante, en México, los cárteles carecen de objetivos políticos claros, lo que hace inviable una solución negociada en las condiciones actuales.
El reto pendiente
Frente a una violencia cada vez más descentralizada, persistente y brutal, el Estado mexicano enfrenta un dilema: persistir en una estrategia militar que ha mostrado sus límites, o diseñar un nuevo enfoque integral que combine fortalecimiento institucional, desarrollo regional y una reconstrucción del tejido social.
La historia reciente demuestra que, sin una transformación profunda en la estrategia de seguridad, el país seguirá atrapado en una espiral de violencia que amenaza no sólo la vida de sus ciudadanos, sino la viabilidad misma del Estado de derecho y la democracia.