
Aquel 19 de septiembre de 2017 la ciudad se partió en dos minutos. Entre el ruido de cristales y grietas, nació otra cosa: una red de manos, palas, linternas y coraje improvisado que, durante días y semanas, marcó la diferencia entre vida y muerte en aquel terremoto de 7.1 de magnitud en la escala de Richter, localizado en el límite estatal entre Puebla y Morelos.
Más allá de las cifras y los edificios derrumbados, la memoria pública del sismo está definida por hombres y mujeres que no esperaron órdenes oficiales para actuar. Esta crónica reúne noticias, testimonios y reportes que reconstruyen la historia de esos héroes anónimos: brigadistas, voluntarios, rescatistas profesionales y hasta perros que olfatearon la esperanza entre los escombros.
Las primeras horas tras el sismo fueron caóticas: en muchos puntos las comunicaciones fallaron, el transporte colapsó y la cuenta de daños era incierta. Lo que sí fue inmediato fue la respuesta ciudadana. Vecinos, estudiantes, trabajadores de oficina, integrantes de colectivos y brigadas ya formadas se movilizaron para auxiliar —a veces antes que las instituciones— con herramientas, agua y conocimiento improvisado de rescate. Ese impulso ciudadano fue retratado por crónicas y reportes que recogieron historias de personas que pasaron de transeúntes a rescatistas en cuestión de minutos.
Los Topos: Piezas clave en el 19S
En el corazón de la respuesta organizada estuvieron grupos como la Brigada de Rescate Topos Tlaltelolco, que no sólo aportó personas, sino metodología y experiencia en búsqueda y rescate. Nacidos tras el sismo de 1985, los Topos ya eran un referente y en 2017 pusieron en práctica protocolos —incluida la autosuficiencia y organización logística— que fueron cruciales en sitios de derrumbe complejos. Su papel demuestra cómo la memoria colectiva y la profesionalización ciudadana salvan vidas cuando las estructuras colapsan.

Las narraciones personales muestran el lado humano del desastre: el bombero voluntario que recuerda meter la mano hasta casi tocar esperanza; la madre que escucha a su niña entre el polvo; el vecino que improvisa una rampa para evacuar a un anciano. Crónicas publicadas en medios recogieron relatos de agotamiento, de solidaridad y también de cicatrices emocionales que perduran años después. “No soy un héroe, soy una persona que quiere ayudar”, dijo uno de los voluntarios entrevistados por la prensa en aquellos días —una frase que resume el sentimiento de muchos.
El papel crucial de los perros de rescate
Los equipos caninos fueron otro capítulo de la operación: animales entrenados y sus guías localizaron sobrevivientes cuando todo parecía perdido. Informes periodísticos analizaron cómo esos perros, junto con rescatistas humanos, ampliaron las posibilidades de detección en pilas de concreto y madera. Su trabajo, además, se convirtió en símbolo de esperanza en las transmisiones y redes sociales de entonces.

Uno de los casos más representativos fue el de la perrita Frida, durante su carrera como rescatista ayudó a localizar 55 personas; 12 personas con vida y 43 personas sin vida. Su labor se desarrolló en diferentes desastres como el terremoto de Haití de 2010, la explosión de la Torre Pemex en 2013, y los sismos de 2017 en Oaxaca y Ciudad de México.
“Frida no sólo ha motivado a nuestro diario actuar como mujeres y hombres de mar, también ha dado esperanza a miles de familias mexicanas en los momentos más apremiantes”, dijo el almirante José Rafael Ojeda Durán, Secretario de Marina cuando acaeció la muerte de la perrita.
La magnitud del desastre
Los daños fueron cuantiosos y no sólo afectaron viviendas: más de 12,000 estructuras resultaron dañadas en la Ciudad de México, según reportes científicos y técnicos que han estudiado la zona del lago y otras áreas afectadas. El drama humano —muertos, heridos y desplazados— convivió con debates técnicos sobre normas de construcción, planes de reconstrucción y la capacidad institucional para responder a desastres de gran escala.
La respuesta ciudadana no estuvo exenta de tensiones. Organizaciones civiles y colectivos señalaron omisiones, demoras o fallas en la coordinación institucional y en la protección de derechos de las víctimas durante la fase de reconstrucción. A la par, la experiencia empujó cambios: mayor atención a simulacros, impulso a la educación sísmica y cuestionamientos sobre cómo diseñar una reconstrucción que priorice a las personas, no sólo al mercado inmobiliario. Estudios posteriores han evaluado esas modificaciones y los retos pendientes para que la prevención sea eficaz y equitativa.

Las voces de brigadistas y voluntarios no sólo sirven para narrar hazañas: son una lección viva sobre la resiliencia social. Enseñan que la preparación ciudadana (capacitación, redes locales, brigadas) reduce daños y acelera la respuesta. También recuerdan un riesgo: confiar sólo en la solidaridad voluntaria sin fortalecer la protección civil institucional deja a la sociedad en una posición de vulnerabilidad estructural. Diversos informes y proyectos de reconstrucción han recomendado —con cifras y mapas— combinar la fuerza ciudadana con políticas públicas sólidas.
Pero, sobre todo, el terremoto del 19S dejó nombres sin apellido en los recuerdos colectivos: mujeres y hombres que con manos callosas o con la única herramienta de su voluntad se convirtieron en la diferencia entre la vida y la muerte. En cada simulacro posterior, en cada brigada formada, en cada perro que sigue detectando a una persona entre escombros, está la huella de esos héroes anónimos.
