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La accidentada vida y el escandaloso juicio de Magdalena Jurado

Los locos años veinte: fue una década en la que las mujeres rompieron en definitiva con el pasado porfiriano, que las había mantenido por décadas como los “ángeles del hogar”. Pero esa ruptura también llevó a algunas de ellas por la senda de la violencia y el crimen.

historias sangrientas

Toda la prensa mexicana fotografió así a Magdalena Jurado, como una mujer enlutada, que, aparte de lamentar la muerte de su hombre, tenía que defenderse de las falsas acusaciones.

Toda la prensa mexicana fotografió así a Magdalena Jurado, como una mujer enlutada, que, aparte de lamentar la muerte de su hombre, tenía que defenderse de las falsas acusaciones.

Movido estaba el país en el verano de 1920: los periodistas de la capital se reunían con el presidente interino, Adolfo de la Huerta, Francisco Villa y sus tropas entraban, en la madrugada del primer día de agosto a la ciudad de Torreón, y un audaz reportero, enviado por El Demócrata soñaba con lograr la entrevista de su vida. 

Nadie dudaba que Álvaro Obregón triunfaría en las elecciones, y se iba quedando en el baúl de los recuerdos, como un mal sueño, el desastre que terminó en el asesinato de Venustiano Carranza. Todo era política en los periódicos, y aún así, ganó espacio, en primera plana, el sonado crimen ocurrido en la habitación 28 del Hotel Reforma, en la avenida más importante de la ciudad de México.

¿Qué había ocurrido? Los hechos eran estos: un hombre, Carlos Félix Díaz -emparentado, desde luego, con el general de triste fama, sobrino de don Porfirio- había muerto la noche del último día de septiembre de 1920, con un tiro en el pecho. El administrador del hotel, según declaró, había irrumpido en la habitación cuando escuchó la detonación de un arma de fuego. Al entrar al cuarto, había encontrado a Carlos Félix Díaz y a su pareja, Magdalena Jurado, forcejeando por una pistola. 

La pechera de la camisa de Carlos tenía una gran mancha de sangre. El administrador intentó separar a la pareja. Repentinamente, él también participaba de aquella lucha enloquecida. Sonó otro disparo: el nudo se deshizo. La mujer tenía una herida en una muñeca y estaba como paralizada; el administrador advirtió un rozón en el dedo pulgar de su mano izquierda. Recogió el arma, una escuadra calibre veinticinco.

Carlos se desplomó; se quejaba suavemente. Alcanzó a declarar que Magdalena había disparado contra él. Ella reclamó: “¡No es verdad...! ¡Tú eres el que ha pretendido matarme…!

Asomó por la puerta un joven camarero. Al darse cuenta de que en esa habitación se desarrollaba una tragedia, salió corriendo escaleras abajo, en busca de un gendarme.

El policía Delfino Gama se apersonó en el Hotel Reforma; antes de subir las escaleras, desde la administración llamó a la comisaría para solicitar apoyo. Al entrar en la habitación 28, Carlos aún estaba vivo. 

Cuando las autoridades de la inspección de policía llegaron, alcanzaron a recoger de sus labios sus datos generales, y narró su versión de los hechos: había tenido una violenta discusión con Magdalena Jurado. La pelea subió de tono y ella le había disparado con la pistola. Después de reiterar la acusación, Carlos Félix Díaz pidió que llamaran a su madre, arrojó sangre por la boca, y falleció.

Aquel drama crecería hasta convertirse en uno de esos casos memorables, tanto por la tormentosa historia de aquella pareja, como porque Magdalena se convirtió en una de esas mujeres modernas, a las que los vientos de cambio habían enseñado a sobrevivir a todo, y ese “todo”, implicaba poseer, por ejemplo, un arma propia, el arma que había herido de muerte al hombre que decía amar.

LAS MUJERES MODERNAS

Así comenzaban en México los locos años veinte, llenos todavía de zozobra e incertidumbre por la agitada vida política y el mal recuerdo de la epidemia de influenza española. Sn embargo, hombres y mujeres esperaba el futuro con esperanza, y en particular las habitantes de las ciudades a donde ya llegaban los ecos de la cultura estadunidense y los embrujos del cine, hacían a un lado las tradiciones defendidas por las madres y las abuelas, y querían vivir, jugar tenis, ir a bailar, a pasear, cortarse el pelo, deshacerse de los corsés y de las odiosas faldas largas. En suma, tenían ganas de vivir.

El problema es que, en esa explosión de energía, se convirtieron, también, en protagonistas de sus propias historias de pasión, para bien o para mal. Las historias de violencia y sangre de los primeros años del siglo, donde a veces aparecían humildes mujeres del pueblo, o muchachas que desempeñaban las ocupaciones menos prestigiadas, se transformaron. En la crónica de la nota roja de aquellos años, empezaron a aparecer mujeres con otra biografía: una que otra estudiante, trabajadoras, oficinistas, una insólita reina de belleza. A lo largo de la década, ellas se transformaron en personajes sobresalientes de las primeras planas, estrellas oscuras de los juicios públicos, que impactaban tanto a la gente de a pie, que algunos de sus juicios se transmitieron por esa maravilla recién llegada a México, la radio, o se filmaron para exhibirse en las salas de cine.

Esa novedosa presencia femenina dio mucho qué discutir. A muchos varones no les gustaba que las mujeres exigieran derechos, que se miraran a sí mismas como entes autónomos y capaces de ganarse la vida sin defenderse de ellos. Ese disgusto estuvo detrás de muchas tragedias de aquella época.

“Es la ley del divorcio”, llegó a sostener un editorialista del joven diario Excelsior, que le echaba la culpa a las leyes que surgían de los movimientos revolucionarios, de aquel notorio cambio en la forma de pensar de las mujeres. Claro, insistía el editorialista. Como ahora pueden pedir la separación y el Estado se las puede conceder, se sienten capaces de hacer cualquier cosa…

No era solamente la ley del divorcio, apenas instituida en 1914. Es cierto que con aquella nueva norma muchas cosas cambiaron: por primera vez en la historia de México, efectivamente se disolvía el matrimonio civil -cosa que ni siquiera los mismísimos liberales radicales del siglo XIX se atrevieron a hacer- y se permitía que los cónyuges volvieran a casarse. Estas pocas líneas, hace 101 años, eran todo un mundo de diferencia. Muchas mexicanas del siglo XIX sufrieron malos tratos, violencia y abandono sin poder divorciarse de los que eran el origen de sus sufrimientos. La revolución trajo el divorcio y una cierta esperanza para aquellas que reunían el valor para cortar de tajo situaciones que las ahogaban.

Pero, más importante que la ley del divorcio, era, en definitiva, la constitución de 1917, que otorgó a hombres y a mujeres, por igual, las mismas garantías individuales, el mismo derecho a la educación laica, y a tener jornadas laborales máximo de ocho horas diarias. Eso sí sonaba a igualdad. Y se habían quedado cosas en el tintero: había fracasado la iniciativa de castigar con pena de muerte a los violadores.

El marco legal que construyó el México revolucionario sí empezó a cambiar la vida de las mujeres, en particular las que habitaban en las ciudades que empezaban a expandirse. Podían ir a la escuela, imaginar otra forma de vivir, discurrir maneras de ganarse la vida, que no fueran los quehaceres más humildes o la costura o la prostitución.

Magdalena Jurado era una de esas mujeres, decididas a sobrevivir, a costa de todo.

EL SONADO JUICIO

Magdalena confesó, aquella noche de 1920, que el arma que mató a Carlos Félix Díaz era de su propiedad. Aseguró que ella era inocente, y que la acusación del moribundo era el resultado de su agonía. Ocurría que los negocios de su pareja iban mal, y él estaba exasperado, angustiado, y que en un arranque decidió quitarse la vida, disparándose a sí mismo.

Al principio, la prensa se mostró un poco perpleja.  Carlos Félix Díaz era conocido por el mundillo periodístico, había prosperado en algunos negocios, defendiendo su fama de “revolucionario”, incluso ante el presidente De la Huerta y el general Obregón. Aquella habilidad para promoverse a sí mismo, había cristalizado en algunos encargos en materia de política exterior. De hecho, la prensa afirmaba que Carlos y Magdalena se encontraban en la ciudad de México el verano de 1920 porque él esperaba, en cuestión de días, un nuevo nombramiento diplomático.

Los periódicos no dejaron de señalar que la relación entre Jurado y Félix Díaz ya duraba varios años, y que la belleza de la mujer de 28 años, era conocida por buena parte de la “buena sociedad”, esa que “luce en Chapultepec finos caballos y lujosos carruajes”, agregó el cronista de El Demócrata, que se las arregló para narrar con finura que la pareja, si bien llevaba junta bastante tiempo, no estaba casada.

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Magdalena fue encarcelada, a raíz de la acusación de Carlos en trance de muerte. Poco ayudó a su defensa la aparición de la madre de Carlos, Haydeé de Félix Díaz, que, aparentemente, la odiaba cordialmente, y que fue la primera en desestimar las declaraciones de buena fe de Jurado.

En los primeros interrogatorios, Magdalena aseguró que se había tratado de un suicidio. “¿Cómo iba yo a matar a Carlos? ¡Si yo lo formé, yo lo ayudé en sus negocios y sus asuntos!” Aquella afirmación fue cuestionada con fiereza por la madre del difunto. “¡Seré la defensora de la memoria de mi hijo, y no permitiré que una cualquiera lo ultraje!”, dijo la enfurecida mujer a la prensa. “¡Ella mató a mi hijo! ¿Cómo iba a suicidarse, si tenía amistad con el presidente [Álvaro Obregón] y ya tenía un nombramiento para ser embajador en tres países?”

El proceso de Magdalena Jurado se alargó de manera insólita. Fue hasta 1922 cuando llegó al jurado público, entre la curiosidad general. Su defensor era un tipo peculiar, el abogado Querido Moheno, notorio antimaderista y canciller de Victoriano Huerta. Los años habían pasado, y después de un rato de exilio, Moheno volvió al país. Ser ganaba la vida litigando en los tribunales populares de la cárcel de Belem. Fue de él la idea de que Magdalena Jurado se presentara ante el jurado vestida de rigurosísimo luto, con cerrado velo y largas faldas. Quería el defensor que ella se viera como la pareja agobiada por la pérdida de su amado, y así la retrató la prensa.

En el proceso salieron a relucir los detalles que pintaban una relación, por decir lo menos, tormentosa, y a una Magdalena Jurado que, ante todo, era una sobreviviente, criada en el hospicio hasta los 18 años, a causa de la pobreza de su familia. Librada a sus propias fuerzas, había emigrado a los Estados Unidos, donde levantando pequeños negocios, había logrado hacerse de un pequeño patrimonio. Se había casado, y tuvo una hija, pero aquel matrimonio se separó. Entonces conoció a Carlos Félix Díaz.

Según Magdalena, ella había vendido sus negocios para apoyar el periódico revolucionario que Carlos hacía para el general Antonio Villarreal. Una y otra vez lo había apoyado, lo había respaldado, siguiéndole en ires y venires de México a Estados Unidos, y en aquellos días aciagos de 1920, Carlos temía un atentado, a manos de funcionarios de la aduana de ciudad Juárez, a quienes había incomodado. Por eso tenía el arma de Magdalena.

Mañoso, el abogado Moheno convirtió aquel juicio en un melodrama dirigido a conmover al jurado, mientras la prensa se seguía preguntado por “el misterio del Hotel Reforma”. La estrategia funciónó. “Para vivir se necesita una ilusión”, dijo la mujer en su declaración final. “Yo quiero vivir por alguien. En vida de Carlos, viví por él. 

Ahora, quiero vivir por mi hija”. Aquella frase le derritió el corazón a los jurados, Moheno entró en escena para subrayar la nobleza de aquella mujer, quien, quizá, solo era culpable de amar demasiado. Obtuvo un triunfo clamoroso. Magdalena Jurado fue declarada inocente, aunque la prensa siguió insistiendo, por mucho tiempo, en el enigma que encerraba aquella muerte.