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El año terrible: la muerte de José Francisco Ruiz Massieu

México ha pasado por épocas oscuras y aciagas. Pocas, en el pasado reciente, como los agitados años noventa del siglo pasado. Muchos de los habitantes de nuestro presente todavía recuerdan aquel 1994, lleno de incertidumbres, de temores, de amargas sorpresas, entre las cuales se dieron dos magnicidios.

historias sangrientas

A pesar del azoro generalizado, que paralizó a quienes rodeaban a José Francisco Ruiz Massieu, su asesino material fue capturado con prontitud.

A pesar del azoro generalizado, que paralizó a quienes rodeaban a José Francisco Ruiz Massieu, su asesino material fue capturado con prontitud.

Los sucesos que agobiaron a México en 1994 pesarían mucho sobre el ánimo nacional. No hubo semana de calma ni de serenidad. Las largas polémicas en torno al fenómeno del neozapatismo apenas habían sido la primera página de una historia donde el suspenso, la inquietud y las preguntas sin respuesta eran la constante. Luego, el asesinato, en el mes de marzo, del candidato del PRI a la presidencia, quebró la vida colectiva como la habían conocido la mayor parte de los mexicanos adultos, con una relativa estabilidad. ¿Podían estar peor las cosas?

Sí, podían.

Otro crimen político, otra vida segada, le reiteró al país que las historias de grandes personajes de la política, colocados en el escalón más alto del poder y sacados del escenario por medio de la muerte violenta, no eran cosa de las viejas novelas de Martín Luis Guzmán; que las balas podían alcanzar a quienes menos se pensaba y que eso ponía en riesgo las muchas esperanzas con que la década había iniciado.

No podía ser de otra manera cuando el hombre asesinado el 28 de septiembre de 1994 era, nada menos, que el líder del Partido Revolucionario Institucional.

TIROS EN LA CALLE LAFRAGUA

José Francisco Ruiz Massieu era, en ese año aciago, uno de los modelos de algo que podría llamarse el “político moderno”. Apenas el año anterior había dejado la gubernatura de Guerrero, y, a finales de septiembre, apenas había transcurrido un mes desde que se habían realizado las elecciones federales en las que el candidato emergente priista, Ernesto Zedillo, había ganado la presidencia de la República. Era, Ruiz Massieu, por tanto, un hombre triunfador, en cuyos discursos se anunciaba un propósito modernizador de la maquinaria del PRI.

Lo tenía todo: era abogado, llegó a dar clases en la UNAM, se interesaba por la administración pública, como era casi natural en los tiempos de la tecnocracia. Parecía que, a pesar de los sinsabores que había acarreado el asesinato de Luis Donaldo Colosio, la vida nacional podía ser mejor, y se podía mirar el futuro político del partido triunfante, con razonable optimismo.

Esas ideas y muchas otras eran las que José Francisco Ruiz Massieu compartió con 180 diputados recién electos, aquella mañana, en uno de los salones del hotel Casablanca, de los habituales para los eventos y actividades masivas del priismo de los últimos años del siglo XX. La sensación de triunfo era generalizada y era evidente en la actitud y el discurso del ex gobernador de Guerrero, que, en su calidad de secretario general del PRI, marcaría el rumbo a seguir.

Abandonó la reunión y salió a la calle de José María Lafragua. Él manejaría su automóvil. Ruiz Massieu se quitó el saco y abordó el vehículo. Todo era buen ánimo, conversaciones, despedidas. El dirigente del PRI se marchaba a seguiré con su agenda del día.

En medio del barullo causado por la salida de los diputados, un muchacho flaco, moreno, caminando por debajo de la banqueta, se acercó al vehículo de José Francisco Ruiz Massieu, concentrado en echar a andar el auto. Como ocurre en estas historias, quienes la presenciaron dijeron después que todo había sido muy rápido. Tanto que nadie atinó a reaccionar cuando vieron en las manos de aquel sujeto, una subametralladora que apuntaba al secretario general del PRI. Se escuchó al menos un tiro que le heló la sangre a todos.

Aquel hombre echó a correr. Quienes acompañaban a Ruiz Massieu se dieron cuenta, con espanto, que el tiro había roto el cristal del auto del dirigente, y lo había herido en el cuello. Un denso chorro de sangre empapaba la camisa blanquísima del secretario general del PRI, cuya mirada se perdía ya en la nada.

A toda prisa, Ruiz Massieu fue llevado a una clínica. Pero era tarde. Se había desangrado, y menos de una hora después de que el tiro resonó en la calle Lafragua, estaba muerto. Tenía 48 años y una muy larga carrera por delante.

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Una vez más, la información empezó a correr, poco a poco. Los primeros en tener la nota fueron los reporteros de la fuente política, que habían cubierto el encuentro de los diputados y el secretario general del PRI. No faltó quien se preguntara si aquella espiral de violencia, que se creyó apagada con la muerte de Colosio, tendría fin.

Un nuevo magnicidio había ocurrido, apenas seis meses después del asesinato ocurrido en Lomas Taurinas.

EL ASESINO

El tipo flaco, con el pelo casi al rape, echó a correr. Después declararía que, si no disparó varias veces contra su víctima, fue porque la subametralladora que empleó se atoró y ya no pudo continuar su encomienda. Pero había empleado balas expansivas, y esa fue la causa de que el tiro que penetró en el auto, hiriera de muerte al ex gobernador de Guerrero.

No fueron los guardaespaldas de José Francisco Ruiz Massieu, sino un humilde policía, el que corrió y logró detener al atacante del político. En cuestión de pocas horas, su fotografía, el momento de ser aprehendido, llegó a las redacciones de los medios de todo México.

Interrogado con prontitud, se vio que se trataba de un individuo poco avezado en aquellas oscuras tareas. Se llamaba Daniel Aguilar Treviño, tenía 28 años y era tamaulipeco. En los primeros interrogatorios empezó a hablar. Estaba alojado en un hotel de la calle de Puebla, en la colonia Roma, y lo habían contratado, junto con su primo, Carlos Cantú Narváez, para realizar ese “trabajo”.

El asesino ya no tenía nada qué perder, de modo que siguió hablando: lo había reclutado un hombre llamado Jorge Rodríguez González, hermano de Fernando Rodríguez González, entonces secretario técnico de la Comisión de Recursos Hidráulicos de la Cámara de Diputados. A partir de ese punto, la madeja que explicaba el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu empezó a involucrar a priistas de los más variados rangos.

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Surgían más nombres. Según el asesino, tanto Jorge Rodríguez como su esposa María Eugenia Ramírez Araúz, participaron en el complot del asesinato y estaban involucrados los hermanos de ella, José Martín y Roberto Ángel Ramírez Arauz. Aparecieron los nombres de dos diputados, Manuel Muñoz Rocha y Abraham Rubio Canales, a quienes el asesino señaló como los autores intelectuales. Ellos habrían dispuesto un pago de 50 mil nuevos pesos -unos 5 mil dólares- para los asesinos de José Francisco Ruiz Massieu.

La esposa de Fernando Rodríguez se entregó a las autoridades, admitió haber alojado en algún momento a los sicarios. Rodríguez, aprehendido, aseguró que el móvil del asesinato era evitar que el secretario general del PRI, quien también era diputado electo, llegase al liderazgo de la Cámara de Diputados, pues tenía en proyecto “reformas” que “no convenían” al diputado Muñoz Rocha y a otros priistas que tendrían algunos vínculos con el crimen organizado. El diputado en cuestión, en cuanto empezó a circular su nombre en las listas de los involucrados en el magnicidio, desapareció para siempre.

Un hermano de Fernando Rodríguez, Jorge, declararía que Ruiz Massieu era parte de una lista de otros priistas destacados a quienes Muñoz Rocha les había encomendado matar, dándoles medio millón de nuevos pesos como pago.

EL CAOS Y LA RED DE ESPECULACIONES

Tanto Aguilar Treviño como Cantú Narváez fueron sentenciados con relativa rapidez, a 50 años de prisión por el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu. El primer responsable de llevar adelante las investigaciones del crimen, para dar con los autores intelectuales, fue el hermano de la víctima, Mario Ruiz Massieu, quien abandonaría la fiscalía especial enfrentado a la dirigencia del PRI, y denunciando que “los demonios andaban sueltos” y que había fuerzas poderosas que se oponían a que se aclarara el homicidio. Los hermanos Rodríguez también cumplen sentencias por su participación en el homicidio.

La investigación prosiguió su controvertido curso, a pesar del cambio sexenal. Entonces se escribiría una de las páginas más esperpénticas y extrañas de la historia del crimen político en México.

(Continuará)