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Carranza y Zapata: devorados por la furia y la revolución

El sentido social de los movimientos revolucionarios costó muy caro a los mexicanos que habitaron las primeras décadas del siglo XX: los grandes líderes de esos días pagaron con sangre sus momentos de gloria.

historias sangrientas

Durante muchos años corrió en Morelos la leyenda de que el cadáver recogido en Chinameca no era Emiliano zapata.

Durante muchos años corrió en Morelos la leyenda de que el cadáver recogido en Chinameca no era Emiliano zapata.

Nadie de los que, en su momento, fueron los grandes líderes revolucionarios, dejaron de pagar su cuota de sangre. Más tarde o más temprano, las causas políticas los arrastraron en espirales de sangre y violencia de las que no salieron indemnes. Sus nombres son conocidos: Venustiano Carranza, Emiliano Zapata, Francisco Villa. Hasta Felipe Ángeles, conocido por su curioso perfil de militar con sentido humanista, cayó muerto, delante de un pelotón de fusilamiento. Abatida la oscura corriente del huertismo, la terrible combinación de poder e ideas políticas se convirtió en una fatal tentación. La traición, el cambio de bando, las rivalidades enconadas se convirtieron en el instrumento de la muerte.

ZAPATA: LA TRAMPA DE CHINAMECA

En 1911, cuando la revolución maderista empezaba a incendiar al país, Emiliano Zapata sostuvo un combate, en las cercanías de la hacienda de Chinameca, que estuvo a punto de costarle la vida. Algunas versiones cuentan que Zapata, hombre creyente, estaba convencido de que le debía a su fervor católico haber librado aquel trance. Pero Chinameca tenía mala fama: su propietario había sido un hombre malvado, cuyo gran entretenimiento era criar perros de gran bravura, a los que les mezclaban sangre en el alimento, para volverlos despiadados cazadores. Por las noches los soltaban para que atacaran sin piedad al que se atreviera a merodear por los terrenos prohibidos para los peones.

Corría 1919 y el zapatismo llevaba ocho años en pie de guerra. Nadie los había doblegado: ni la ferocidad del ejército porfirista, ni la blandura del presidente Madero, ni el oscuro Huerta, y tampoco la autoridad del primer jefe revolucionario, Venustiano Carranza. Pero el desgaste era inevitable, y algunos de los líderes del movimiento estaban muertos.

La dimensión social de otras corrientes revolucionarias miraba hacia adelante y tenían proyectos que querían ser nacionales; Zapata seguía teniendo como prioridad los antiguos reclamos morelenses, y la reivindicación de los títulos virreinales que les garantizaban las tierras por las que peleaban. Nunca pudo entenderse con Venustiano Carranza, que consideraba el empecinamiento de Emiliano como una actitud de guerrillero, de individuo habituado a moverse fuera de la ley. Zapata no tenía mejor opinión del Primer Jefe: era, pensaba el morelense, el “viejo pachorrudo” que alguna vez dijo Madero, pero además era un hombre con fuertes tendencias dictatoriales. No haba puente de negociación ni vínculo que les permitiera entenderse. Simplemente, eran enemigos: el hombre de Morelos no entendía a aquel individuo de largas barbas, nacido en el desierto de Coahuila. Eran igualmente firmes, pero pertenecían a dos mundos distintos, que perfectamente cabían en el México diverso.

Habían intercambiado insultos y sospechas. Zapata no había vacilado en calificar a los hombres de don Venustiano como vulgares delincuentes, y Carranza, su principal encubridor. Despectivo, el Primer Jefe tachaba al morelense de “cabecilla” de un movimiento de bandidos.

Tal era el estado de cosas en 1919. Carranza decidió acorralar a sus opositores, y autorizó a uno de sus subalternos, el general Pablo González, a tenderle una trampa al caudillo de Morelos.

El instrumento de la traición se llamaba Jesús M. Guajardo. Andaba en las fuerzas del constitucionalismo carrancista de 1913. Pablo González hizo correr el rumor de que sus desencuentros con Guajardo eran muy grandes, y que su subordinado planeaba desertar con todos los hombres a su mando y con abundantes pertrechos.

Zapata cayó en la trampa: entabló comunicación con Guajardo, pensando en aprovechar la circunstancia. El presunto desertor dio señales claras de amistad: le interesaba unirse a las filas zapatistas, y garantizaba la disponibilidad de miles de cartuchos. La situación de Emiliano no era precisamente de fuerza; su movimiento padecía debilidad. Acaso esa fue la razón por la cual le escribió, dándole pruebas de confianza: “lo juzgo como hombre de palabra y caballero”, le escribió Zapata. Un rescoldo de desconfianza anidaba en el alma del caudillo, y como prueba de buena fe, le pidió la vida de un antiguo zapatista, Victoriano Bárcenas, que se había pasado al carrancismo y al que muchos recordaban por atacar con fiereza a sus antiguos correligionarios.

El plan debía funcionar a la perfección, de modo que Guajardo no vaciló en darle a Zapata la prueba de lealtad que requería: fusiló a 59 hombres de Bárcenas. 

Satisfecho, Emiliano decidió confiar sin reservas en el desertor, quien le envió un regalo espléndido, el “As de Oros”, un bello corcel. Además, ´prometió la pronta entrega de las municiones que tanta falta hacían a los zapatistas, nada menos que en la hacienda de Chinameca.

La mañana del 10 de abril de 1919, Zapata, con un grupo de seguidores, llegó a la hacienda que tan malos recuerdos le traía. La reunión se interrumpió: llegó el mensaje de que los federales se movían por la zona. Los zapatistas se retiraron. Emiliano decidió regresar al filo de mediodía, mandando de avanzada a uno de sus hombres. Le salieron al encuentro dos subordinados de Guajardo. El jefe no tardaría en llegar, dijeron. Seguramente, un trago refrescaría al general Zapata mientras aguardaba. Confiado, Emiliano accedió, y montado en su caballo, penetró en la hacienda.

Sobre el As de Oros, y con una escolta de diez hombres, Emiliano Zapata se acercaba a la muerte, pero él no lo sabía. Sonaron las cornetas de la tropa, como si fueran a presentarle armas al general, que estaba en el dintel de la puerta.

Pero los soldados, lejos de rendirle honores, apuntaron sus carabinas contra Zapata. Cada uno de ellos hizo dos disparos. Emiliano Zapata cayó herido de muerte.

Los hombres de Guajardo se quedaron con el cuerpo, que luego llevaron ante el general Pablo González, y mientras Venustiano Carranza enviaba sus felicitaciones, González ascendía a Guajardo al rango de general y le obsequiaba nada menos que cincuenta mil pesos en plata.

El cuerpo del general Emiliano fue exhibido parea que a nadie le quedara duda de que estaba muerto. Se le fotografío y se le filmó, para que nadie pensara que el “Atila del Sur”, apodo puesto por la prensa, había sobrevivido. Claro que nadie aclaró que había sido víctima de una emboscada. Los morelenses lo lloraron con largueza, y entre ellos nació la leyenda según la cual no era Emiliano el muerto. Hasta se llegó a decir que un “compadre árabe” que tenía el general, lo había sacado de Morelos, y habían escapado hacia Acapulco. De ahí, el compadre -uno de los encargados de conseguir armas para el movimiento- lo habría llevado “a Arabia”, donde murió muchos años después, retirado y en silencio.

Naturalmente, no hay pruebas sólidas de tal fuga, aunque se conocen fotografías del compadre árabe. Durante años, no fueron pocos los morelenses que imaginaban al general Emiliano, disfrutando una vida sin sobresaltos, en algún extraño confín del planeta.

VENUSTIANO CARRANZA, O MORIR EN TLAXCALANTONGO

Poco más de un año sobrevivió Venustiano Carranza al general Zapata, y como él, habría de morir víctima de traición.

En mayo de 1920, tanto Palacio Nacional como la residencia del Primer Jefe convertido en presidente de la República, estaban dominados por un intenso trajín: esa misma noche el gobierno que encabezaba don Venustiano, se disponía a embarcarse en una riesgosa aventura, para intentar sobrevivir, refugiado en Veracruz. Todo mundo corría, cargando los vagones de ferrocarril en los que se haría el viaje.

¿Cómo se había llegado a esto? Los trenes salieron de la estación Colonia, y viajaba don Venustiano, esperando repetir la hazaña de 1915, cuando, establecido en el puerto de Veracruz, pudo rehacer sus fuerzas y seguir siendo el gran líder revolucionario que había encabezado en 1913 la oleada opositora contra Victoriano Huerta.

Siete años después, las cosas eran muy distintas. Aunque Carranza confiaba en su suerte, no las tenía todas consigo. El vendaval sonorense lo perseguía. La culpa, dijeron sus contrincantes, era el empecinamiento, la terquedad del viejo: en lugar de propiciar una sucesión diríase “natural”, dejándole la presidencia a aquellos militares victoriosos que habían combatido a su lado, pero que se habían rebelado a la hora de disputar las grandes decisiones para la vida pública, como lo había sido la discusión de la Constitución, en 1917, se había empeñado en promover la candidatura del ingeniero Ignacio Bonillas, un personaje de tal debilidad política que las desvergonzadas revistas músico-teatrales no habían vacilado en acomodarle el remoquete de “Flor de Té”, en alusión a una pastorcita de la que no se sabía de dónde venía ni cuáles eran sus gracias.

Así, la rebelión contra Carranza se generalizó. Al ver la traición, don Venustiano pensó en volver a Veracruz: ahí podría rehacer fuerzas, consolidar un ejército leal, vencer a los traidores.

Pero la suerte le fue adversa: en el viaje por ferrocarril, continuamente fueron atacados. Apenas llegaban a la Villa de Guadalupe, y ya empezaban los tiroteos. El intento de fuga en tren era un fracaso.

A la altura de la estación de Aljibes, en Puebla, Carranza decidió que no había caso en empeñarse en viajar por ferrocarril. Acompañado de un puñado de leales y unos cuantos cadetes del Colegio Militar, resolvió internarse en la sierra, a caballo, para llegar a Veracruz. Todo había cambiado: ya no había optimismo, y sí mucha incertidumbre. Don Venustiano ordenó a los jóvenes cadetes volver. No quería sacrificarlos, pues, aún cuando seguía empeñado en llegar al puerto, en su fuero interno sabía que se trataba del último viaje de su vida.

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El pequeño grupo avanzaba trabajosamente, siempre alerta, esperando la emboscada. Se les unió un general llamado Rodolfo Herrero, que se dijo decidido a compartir la suerte del presidente Carranza. Quienes sobrevivieron, contaron después que Herrero se esforzó por ganarse la confianza de don Venustiano.

Caía la tarde del 20 de mayo de 1920 cuando el grupo llegó a un pueblo minúsculo, Tlaxcalantongo. Ahí pasarían la noche.

Carranza escogió la choza donde se alojaría. “Este será, por esta noche, su Palacio Nacional”, dicen que dijo Herrero. Luego, pidió permiso para abandonar el lugar. Iba a atender a un hermano, herido, que se encontraba no lejos de ahí. Don Venustiano lo dejó partir. 

¿Entendería que aquel hombre era la encarnación de la traición? Si así lo comprendió el otrora Primer Jefe, nada dijo aquella noche.

Todos se retiraron a dormir, y repentinamente, comenzó la balacera. En la oscuridad, nadie podía identificar a sus atacantes. Eran decenas, calculó un sobreviviente, Vito Alessio Robles. Otro que vivió para contarlo, Manuel Aguirre Berlanga, escuchó el quejido de don Venustiano: le habían dado: “licenciado, me quebraron una pierna”.

Venustiano Carranza ya no volvió a hablar. Aguirre Berlanga escuchó su respiración entrecortada, jadeos, luego estertores. Cuando todo pasó, encontraron en su cuerpo cinco heridas mortales. Llegó la mañana. Los enemigos habían desaparecido. Trabajosamente, los sobrevivientes, que eran casi todos, cargaron el cuerpo de don Venustiano, y con él llegaron a otro poblado, llamado Villa Juárez, donde le hicieron la autopsia al cadáver y lo embalsamaron.

En derrota, regresaron a la ciudad de México. Las hijas de don Venustiano recibieron el cuerpo, y atendiendo a las instrucciones que les dejó antes de irse para siempre, lo sepultaron en una fosa de tercera clase del Panteón de Dolores. Sin boato, sin grandes ceremonias, devorado por el torbellino de la guerra.

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