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Los castigos inquisitoriales: fuego, cárcel y tortura hasta por bailar

Si algo tenía bien instrumentado el Tribunal del Santo Oficio de la Nueva España, era su aparato burocrático. Escribanos, copistas y archivistas al servicio de los señores inquisidores hicieron tan bien su trabajo, que hoy día, cuando se vuelven a leer esos papeles, viejos de siglos, es posible ver el alcance de las penas corporales y los castigos públicos que pretendían que hombres y mujeres escarmentaran en cabeza ajena, a la vista de la sangre y la hoguera.

Historias sangrientas

El gran castigo inquisitorial era la hoguera, etapa final de todo el proceso: detención, interrogatorio, a veces aderezado con tortura,
confiscación de bienes, y finalmente la muerte, rápida cuando era por garrote, muy lenta y dolorosa cuando era en la hoguera.

El gran castigo inquisitorial era la hoguera, etapa final de todo el proceso: detención, interrogatorio, a veces aderezado con tortura, confiscación de bienes, y finalmente la muerte

Los cuidadosos archivistas del Tribunal del Santo Oficio, que funcionó en estas tierras durante 249 años, jamás se dieron cuenta de la contradicción que entrañaba su tarea: al resguardar papeles y edictos que proscribían pensamientos y conductas, dejaron la huella de sus fracasos y constancia de la violencia de los castigos corporales que aplicaban en la larga batalla que los inquisidores libraban en defensa de su fe.

La Inquisición de la Nueva España, fiel a los principios dictados por su “casa matriz” al otro lado del mar, se erigió, originalmente, en perseguidora de los delitos contra la fe. Así, desde su establecimiento, en 1571, juzgó y castigó herejes, brujos y judaizantes. Pero, a medida que corrieron los años y los siglos, su encargo como censora de conciencias, creció y abarcó otros ámbitos de la vida cotidiana de los habitantes del reino. En consecuencia, la forma de castigar varió de una forma de violencia corporal, claramente identificada con interrogatorios y castigos por pecados mayores y mortales, a otra, acaso menos sangrienta pero igualmente despiadada.

LOS MECANISMOS DEL CASTIGO

Primero, fue el deber de consolidar la fe católica en todos los reinos de la América española lo que movía al Santo Oficio, aún antes de haberse establecido formalmente en estas tierras. Por definición de índole práctica y operativa, en los años inmediatamente posteriores a la caída de Tenochtitlan, el arzobispo de México asumía las funciones de inquisidor general. Esto, a la larga, se reveló como un asunto controversial: el primer arzobispo, el franciscano fray Juan de Zumárraga, el mismo al que la tradición señala como receptor de las peticiones de la virgen de Guadalupe mediante la voz del indio Juan Diego, no se andaba con rodeos en eso de la carga adicional de trabajo, y no le tembló la mano para mandar quemar en la hoguera a un descendiente de Nezahualcóyotl, don Carlos Ometochtzin, cuando se enteró de que en una cueva alejada, todavía conservaba el culto a los “ídolos de la gentilidad”. Después de regañar al arzobispo, la iglesia española puso más diligencia en establecer al Santo Oficio de manera formal.

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Como la maquinaria de la Inquisición echaba a andar mediante denuncias, a lo largo de los siglos, se afinó la maquinaria: todo empezaba con denuncias, y el recurso siguiente era la detención y reclusión en las cárceles inquisitoriales, cuyos restos hoy pueden visitarse. Quienes se asomen a ellas verán espacios donde la luz del sol del presente borra la huella de la oscuridad del pasado. Quienes entraban a esas celdas solían sufrir la confiscación de sus bienes, y pasaban largas temporadas encerrados, entre la humedad, la oscuridad y los bichos -piojos, ratas y otras alimañas- que compartían el lugar.

Las indagaciones proseguían con interrogatorios que eran sinónimo de horror para los detenidos: jamás sabían quién era el denunciante, y el pavor les soltaba la lengua. A veces, cuando se resistían al interrogatorio, se les administraban algunas dosis de castigos que los desgastaban psicológicamente y les arrancaban el decoro: mujeres desnudadas del torso se sentían infamadas, y las “vueltas de potro” son herramienta común para los que no quieren hablar de compañeros de pecado. Porque finalmente, todo ese aparato de violencia estaba encaminado a borrar al pecado, en todas sus variantes, de la faz de la Nueva España.

Y por último, estaban las penas corporales públicas: los azotes, cuando bien le iba al condenado, aunque una tanda de diez o quince azotes dejaba muy mal parado a quien los recibía. Y, desde luego, para quienes eran culpables sin remedio o eran reincidentes en el pecado, estaba la muerte: el método rápido, la aplicación del garrote, ligazón que al apretarse le rompía el cuello a la víctima y la mataba en segundos, y la hoguera, muerte larga y dolorosa, que , con frecuencia, hacía que los pecadores sentenciados prefirieran, en el último instante, arrepentirse de sus pecados, y morir en un instante, por garrote, casi sin enterarse.

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CAMBIAN LOS PECADOS, CAMBIAN LOS CASTIGOS.

Poco a poco, la Inquisición dejó de preocuparse por los delitos contra la fe, que fueron disminuyendo. Se volvió la encargada de ejercer la censura en todas las tierras que componían el imperio español. Cuando se trataba de bailes y canciones lesivas a la moral, a la religión y al modelo de costumbres en la España absolutista, nunca faltaban las denuncias. Así se detectaba quiénes cantaban o bailaban las obras prohibidas; en qué consistían y de dónde provenían. Los oficiales inquisitoriales se daban a la tarea de recolectar la letra denunciada y cuantas variantes encontraran. Se emitía la prohibición con detalle y se pregonaba por todo el reino.

En el caso de impresos, la tarea consistía en examinar y dictaminar sobre las obras publicadas, de los más variados géneros. El resultado de ese dictamen y la relación de las obras prohibidas se daban a conocer por medio de edictos, avisos de gran formato que solían pegarse en las puertas de los templos, para que todo mundo se enterase de la prohibición.

Uno de los grandes instrumentos de este tipo de censura era el famoso Index o Índice, catálogo de obras prohibidas por la Iglesia católica, cuya institución se remontaba al Concilio de Trento. La primera de las muchas ediciones del Index se publicó en Venecia en 1564. Naturalmente, la Inquisición española trabajaba con las traducciones respectivas, enriquecidas con lo que los tribunales de la América Española recolectaban en los territorios de su jurisdicción.

El mecanismo demostró ser contradictorio e ineficiente: los edictos eran tan detallados en cuanto a lo que se censuraba, por qué, en qué páginas, cuáles párrafos y hasta en cuáles renglones, que solamente generaba una gran expectación y una formidable publicidad hacia las obras prohibidas.

CANCIONES, BAILES, POEMAS Y COMEDIAS

Las razones de la censura inquisitorial eran múltiples y tocaban variados resortes de la vida cotidiana y emocional de los novohispanos. Las canciones podían ser censuradas por las letras, que, o bien ofendían la doctrina católica o hacían pícaras alusiones a cortejos, a encuentros sexuales o a las andanzas de curas y frailes poco castos o profundamente enamorados.

Así, en 1798, Fray José Ignacio Troncoso, franciscano de Puebla, fue sentenciado a 10 años de enclaustramiento en diversos conventos. ¿La razón? Le hallaron apasionadas cuartetas dirigidas a la mujer que amaba: una religiosa poblana: “No lloréis, hermosos ojos / no lloréis que os hacéis mal /es lástima que dos soles / queden turbios con llorar.” Ciertamente, la falta de vocación religiosa era un problema real en la Nueva España. Alguna otra cuarteta decomisada a otro fraile coincide en apasionamiento: “Si no me quieres volver /¡ay, desdichado de mí! / Cómo he de decir a Dios /que el alma la tenéis vos / cuando Él me la pida a mi”.

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Los bailes que se consideraban “escandalosos”, usualmente se prohibían porque en los pasos se incluían “tocamientos deshonestos”. Fandangos y jarabes, en los cuales los danzarines se tocaban o abrazaban estrechamente eran proscritos. Algunos, con alusiones claramente sexuales, como el “jarabe gatuno” que imitaba el encuentro amoroso de dos felinos –con todo y maullidos- era uno de los peor vistos por la buena sociedad novohispana.

El “Pan de Jarabe”, censurado por su letra, se refería al inminente encuentro sexual entre un “chino” (una de las numerosas castas novohispanas” y su amante: “Esta noche he de pasear /con la amada prenda mía / y nos tenemos que holgar / hasta que Jesús se ría”

El “Baile de los panaderos”, caso raro porque en el expediente se consigna la letra y la manera de ejecutarlo, se habla de “una mujer cantando y bailando desenvueltamente”: “Esta sí que es panadera /que no se sabe chiquear / quítese usted los calzones /que me quiero festejar”. Lo interesante de esta letra es que tanto el panadero como la panadera, externan sus deseos eróticos sin rubores. Muchas otras de las letras prohibidas suelen referirse, más bien, a un hombre que busca amante o compañera.

Pero no se crea que todas las obras prohibidas remitían al erotismo. Podían referirse a cuestiones políticas o ideológicas. En el siglo XVIII, una obra de teatro, una “comedia” titulada “El Negro Sensible” fue prohibida por contener ideas y “proposiciones acerca de la igualdad de todos los hombres”. En una sociedad estratificada por el color de piel, la obrita resultaba más que subversiva.

A medida que el pensamiento crítico nacido de la Ilustración llegó a la América española, la censura de libros se politizó: los índices se llenaron de hojas sueltas, papeles, folletos y periódicos que fueron tachados de “sediciosos” por combatir el absolutismo español, exigir igualdad de derechos para los criollos y peor aún, llamar a construir la independencia de los virreinatos.

LA ESCANDALOSA Y FORMIDABLE HISTORIA DEL CHUCHUMBÉ

Si el Tribunal del Santo Oficio hubiera imaginado la resonancia que tendrían sus censuras, habría quemado sus archivos en 1819, cuando la institución dejó de funcionar en la Nueva España. El mejor ejemplo de ello es la canción prohibida más famosa de la historia de nuestro país: “El Chuchumbé”.

El Chuhumbé fue denunciado por primera vez a la Inquisición por Fray Nicolás Moreno, quien envió el aviso, del puerto de Veracruz a la ciudad de México en 1766. Se refería a la pieza como “un canto que se ha extendido por las esquinas… sumamente deshonesto”. Agregaba el escandalizado fraile que las coplas se bailaban “con cuatro mujeres y cuatro hombres, con ademanes, meneos y zarandeos todos contrarios a la honestidad y mal ejemplo, por mezclarse con él manoseos de tramo en tramo y dar barriga con barriga”. Agregaba Fray Nicolás, que El Chuchumbé se bailaba “en casas ordinarias, de mulatos y gente de color quebrado”, es decir, entre castas.

El Chuchumbé durmió siglos en los archivos inquisitoriales. En los años 90 del siglo pasado, la agrupación Nesh-Kala lo rescató e hizo en 1995 una primera grabación. En 2008, Guillermo Zapata, “El Caudillo del Son”, lo convirtió en movidísimo son al estilo cubano. En 2010, Susana Harp rescató en otra grabación una de las variantes del canto. Una cuarta versión, probablemente muy parecida a como debió sonar hace 350 años, se grabó para la película de Antonio Serrano “Hidalgo, la Historia Jamás Contada”. Todo un éxito, después de tantos años.

EL FRACASO DE LA CENSURA

Con los años, los censores de impresos se volvieron cada vez más lentos e ineficaces. Jamás pudieron frenar el mar de papeles subversivos que circulaban clandestinamente, o que entraban a la Nueva España de contrabando. Nada ayudó la cortedad de miras de los alguaciles del Santo Oficio. Cuando Fray Servando Teresa de Mier regresó de su exilio europeo en 1817, la Inquisición lo atrapó en Soto la Marina y le decomisó tres enormes cajas de libros, donde solamente un par eran prohibidos.

En su enorme tontería, los revisores de los impresos resumieron de un plumazo que en las cajas venían “multitud de papeles, cartas, periódicos y hojas sueltas”. Torpes entre los torpes, no se dieron cuenta de que allí estaban los materiales verdaderamente peligrosos: impresos subversivos que defendían la causa independentista.