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Crimen en el aeropuerto: así murió el cardenal Posadas

La última década del siglo XX fue oscura y dolorosa para México en más de un sentido. Algunos de los grandes casos sangrientos de la época revelaron lo mucho que había crecido la brutal red del narcotráfico, cuyos líderes perdieron el pudor para solventar sus pugnas en las situaciones que mejor les conviniera, no importaba si se trataba de un sitio público, a plena luz del día, y si, en esas relampagueantes acciones de venganza, se llevaban por delante otras vidas, completamente ajenas a sus luchas. No les importaba, aunque conmocionaran a México entero.

historias sangrientas

El asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en mayo de 1993, en el aeropuerto de Guadalajara no solo fue un magnicidio, sino que hizo aflorar la guerra soterrada que libraban bandas de narcotraficantes rivales.

El funeral del cardenal fue impresionante: ante el presidente Carlos Salinas de Gortari, miles de jaliscienses exigieron justicia. 

Los ecos de la violencia rompieron el calor de mayo de 1993. Desde Occidente, desde Guadalajara, llegaron noticias extrañas, sorprendentes, a la oficina del procurador general de la República, Jorge Carpizo, quien llevaba apenas unos meses al frente de la institución. Una balacera, “terrible”, había ocurrido en el aeropuerto de Guadalajara. Desde un principio se habló de “un problema entre narcotraficantes”. Naturalmente había varios muertos. Entre ellos, afirmaban los primeros datos, había un sacerdote.

De por sí, los hechos sonaban tremendos, de una violencia enorme. Cuando empezó a fluir la información desde el aeropuerto tapatío, el país se conmocionaría. Sí, había un sacerdote entre las víctimas, y se trataba del arzobispo de Guadalajara, el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo.

Nada sería sencillo en la investigación de los sucesos del 24 mayo de 1993. No era solamente un tiroteo con oscuras consecuencias. Era un aviso: el crimen organizado no temía resolver sus diferencias a tiros donde fuera, delante de quien fuera.

EL AEROPUERTO DE GUADALAJARA, ESCENA DEL CRIMEN

Siete fueron las víctimas de aquel mediodía de 1993, incluidos el cardenal Posadas y su chofer. Todo había ocurrido como en el ojo de un huracán: rápido, ruidoso, violento. Después, el silencio, el miedo, la histeria. Por espacio de unas horas, el aeropuerto de Guadalajara fue el centro del país, y, al mismo tiempo, el centro de una confusa maraña de información. Para las autoridades era primordial indagar el origen del enfrentamiento, pero el homicidio del cardenal complicó todavía más las cosas. ¿Qué hacía Posadas Ocampo en el aeropuerto?

El asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en mayo de 1993, en el aeropuerto de Guadalajara hizo aflorar la guerra soterrada que libraban bandas de narcotraficantes rivales.

El asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en mayo de 1993, en el aeropuerto de Guadalajara hizo aflorar la guerra soterrada que libraban bandas de narcotraficantes rivales.

Pocas horas después, el procurador Carpizo se enteró de que la tragedia pudo ser peor, políticamente hablando: en el aeropuerto se encontraba el nuncio apostólico, el representante de El Vaticano en México, Girolamo Prigione.

Por boca del propio Prigione, el procurador supo de las razones que llevaron al cardenal Posadas al aeropuerto: Prigione estaba invitado a bendecir la inauguración de una mueblería en Guadalajara. La mañana del día 24, recibió la llamada del cardenal Posadas, quien se había enterado de la visita del nuncio, y estaba listo para recogerlo en el aeropuerto. A pesar de los ruegos de Prigione, que no quería molestar a Posadas, este se mantuvo en su decisión. Tenía mucho tiempo libre aquel día, le dijo.

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Una vez más, el azar evitó que la tragedia fuera peor, y que adquiriera niveles de conflicto internacional: el vuelo que llevaba a Girolamo Prigione a Guadalajara se retrasó cerca de quince minutos. Quizá ese cuarto de hora le salvó la vida al nuncio. Entraba a la sala de llegadas cuando escuchó tiros. El piloto, que iba detrás de él, lo hizo volver al avión.

Cuando creyó que todo había vuelto a la calma, Prigione se dirigió al mostrador de la aerolínea que lo transportó, esperando encontra allí al cardenal Posadas. El arzobispo no estaba ahí. Un reportero se acercó a Prigione y, a bocajarro, le preguntó qué opinaba de la muerte del eclesiástico. “No es posible”, respondió el nuncio. “¡Hoy en la mañana hablé con él!” Por toda respuesta, el report6ero lo condujo al estacionamiento del aeropuerto.

Girolamo Prigione se encontró con una escena terrible. El automóvil del cardenal estaba deshecho a tiros: los cristales rotos, las llantas ponchadas. Ya no vio ahí los cadáveres de Posadas ni de su chofer, pero en los asientos había charcos de sangre. Agentes judiciales se presentaron ante el nuncio. Tenían, dijeron, instrucciones de protegerlo. Prigione insistió en ir a donde hubieran llevado el cuerpo del cardenal. Custodiado por policías y por el dueño de la mueblería a donde debería haber estado, se fue el Servicio Médico Forense de Guadalajara, y luego a la Cruz Roja, donde habían llevado el cadáver de Juan Jesús Posadas.

Si bien era el arzobispo de Guadalajara era una víctima de gran relevancia, había otras. Para la procuraduría de Jalisco apenas empezaba la pesadilla: desde un principio, empezó a correr, sin freno alguno, la versión de que se había tratado de una balacera entre grupos del narco que sostenían una sorda y oscura batalla entre sí.

EL HOMICIDIO, EL FUNERAL

Los médicos que hicieron la autopsia del cardenal Posadas identificaron catorce heridas de bala en el cadáver, provenientes de dos armas distintas, entre ellas, la famosa “cuerno de chivo”. A Girolamo Prigione, que insistió en presenciar la autopsia, jamás se le olvidaría la dolorosa escena: el cadáver del cardenal “rezumaba sangre”. Finalmente, la autopsia no se realizó; el procurador de Jalisco concedió la dispensa solicitada por el nuncio Prigione. Solamente identificaron las heridas de bala y se asentó que era suficiente para inferir la causa de la muerte.

Eran las 10 de la noche cuando el cuerpo del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo entró a la catedral de Guadalajara. Lo acompañaba el nuncio, los obispos auxiliares de la arquidiócesis y el presidente del Episcopado mexicano, el cardenal Suárez, de Monterrey.

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Empezó un funeral largo, impregnado de una tristeza que parecía inundar a toda la ciudad. No solo era la muerte de un personaje de la vida pública y religiosa del país. El tiroteo en el aeropuerto, las otras víctimas eran señal de algo mucho más grande; eran signo de que las rivalidades de los grupos del narco que vivían semiocultos en Guadalajara, estaban en un momento candente, y ya no importaban los disimulos. Se peleaban el poder, el mercado, los negocios de manera abierta.

La comunidad católica de Guadalajara reclamaba la muerte de un líder espiritual a quien todos tenían como un hombre conciliador. Se decía que la tragedia se empeñaba en enlutar a Guadalajara: apenas un año antes, la explosión de redes subterráneas de gas había causado numerosas muertes y daños cuantiosos.

Fluía un largo río de dolientes ante el ataúd del cardenal Juan Jesús Posadas. Hacia las once de la noche, ocurrió algo insólito: el presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, acompañado de algunos de sus principales colaboradores entró en la catedral de Guadalajara. Hizo una guardia ante el ataúd, habló con los dignatarios católicos. Empezó a escucharse un grito que se cerraba en torno al presidente: le exigían justicia. Alguien recordaría después, que parecía que la catedral iba a estallar: dentro de sus muros rebotaba el clamor.

Cuando Carlos Salinas ya volaba a la ciudad de México, una llamada de Guadalajara le informó de la detención de un hombre, ahogado en alcohol o drogado, que aparentemente, estaba involucrado en los hechos.

El funeral alcanzaba proporciones impresionantes: el enviado papal, un cardenal argentino llamado Eduardo Pironio, setenta y siete obispos, mil quinientos sacerdotes, estaban presentes; la gente hacía tres horas de fila para ver al cardenal muerto, que, tres días después, fue inhumado en la Cripta de los Obispos.

LA LUCHA DEL NARCO

“Queremos saber, tenemos derecho a saber quién y por qué, siquiera para saber a quién perdonar”, dijo el arzobispo Juan Sandoval Íñiguez al inicio de la misa dominical.

Las indagaciones de aquellos tiempos permitieron esclarecer, entre numerosas polémicas, lo ocurrido. Efectivamente, se había tratado de un enfrentamiento entre dos grupos de narcotraficantes: los Arellano Félix, encabezados por los hermanos Ramón y Benjamín, y los sinaloenses que lideraba Joaquín, “El Chapo” Guzmán.

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Fueron abundantes las críticas y las sospechas sobre las investigaciones. Se puso en duda la versión oficial, según la cual el auto del cardenal quedó atrapado entre el fuego cruzado de las bandas rivales. Uno de los médicos forenses aseguraría después que las heridas encontradas en el cuerpo del cardenal Posadas se había producido a muy corta distancia, sugiriendo de esa forma que no se había tratado de un azar desafortunado, o de una “confusión”, sino de un asesinato directo y deliberado. Hasta se llegó a hablar, sin que se hubiera podido demostrar, que Posadas llevaba un portafolios con “pruebas” de la complicidad entre el narco y funcionarios de gobierno.

Si se tuviera que definir en tres palabras aquella investigación, la expresión adecuada sería “incertidumbre y escepticismo”. Se formó un grupo interinstitucional para llevar la investigación, que cinco años después no terminaba y en la cual participaron autoridades federales, estatales, eclesiásticos destacados y diputados jaliscienses.

Durante años, diversos sectores de la sociedad han opinado que la investigación quedó coja, y sostienen que Posadas Ocampo tenía información acerca de los vínculos entre el narcotráfico y diversos funcionarios públicos. En aquella indagación, se llegaron a detener a unos cincuenta sospechosos, se decomisaron arsenales en manos del narco y se encontraron varias casas de seguridad.

Pero aquel suceso desdichado de mayo de 1993 era parte de una ruta de violencia: seis meses antes, en noviembre de 1992, en la misma Guadalajara, el grupo de los Arellano había intentado matar al “Chapo” Guzmán, tiroteanto su auto, en las cercanías de la avenida Mariano Otero. A su vez, “El Chapo” y “El Güero” Palma, su lugarteniente, habían organizado un operativo con 40 sujetos armados, quienes llegaron a bordo de un camión Torton, para dar muerte a Francisco Javier y Ramón Arellano Félix, que se encontraban en la discoteca Christine, el 8 de noviembre de 1992, sin lograr su objetivo, pero matando a seis personas e hiriendo a otras tres.

La larga cadena de las muertes causadas por las batallas del narco empezaba a aflorar.