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Un crimen brutal… e inexistente: el caso del bebé Cerelac

En los años ochenta del siglo pasado, México empezaba a formar parte de eso que todavía no llamábamos globalidad, pero que era ya muy perceptible. El sonido, la textura de otras tierras llegaba más allá de los discos de rock y de pop. Pero también el ejercicio de la violencia y la criminalidad tomó otros derroteros, empezaba a reflejarse la presencia de las mil rutas del narcotráfico: de ese oscuro bosque nacieron historias terribles que acaso no eran ciertas pero sí perfectamente verosímiles.

Historias sangrientas

Un aeropuerto es un sitio de paso permanente: todo es llegada, todo es salida. Es un espacio donde muchas cosas son posibles, como, por ejemplo, un crimen inexistente. Tal fue el caso del bebé Cerelac.

Un aeropuerto es un sitio de paso permanente. Es un espacio donde muchas cosas son posibles, como, por ejemplo, un crimen inexistente. Tal fue el caso del bebé Cerelac.

Fue una historia salida de quién sabe dónde, contada por el amigo de un amigo, por la señora que vendía la fruta, a la que se lo había contado su hermano, el que sí leía periódicos. A quien preguntó, no faltó quien le asegurara que una noche lo había revelado Jacobo Zabludovsky en su indispensable noticiero nocturno. Y si Jacobo lo había dicho, no había por qué dudarlo. Otros dijeron que lo leyeron en la sección policiaca de una especie periodística desaparecida ya en la ciudad de México: los periódicos vespertinos, esos que enganchaban a los transeúntes que los adquirían, o bien por la cartelera de los cines, o por los hechos de sangre o los sucesos escandalosos que rompían la rutina de los mexicanos que se acostumbraban trabajosamente a vivir con la brutal crisis económica.

De ese periodo de transición cultural y política, brotaron datos extraños, escalofriantes, que no se parecían a nada que la narrativa policiaca mexicana hubiese retratado en lo que iba del siglo XX. El problema con el crimen que nunca existió, el del llamado “bebé Cerelac”, es que, en la imaginación y el miedo de los mexicanos, resultaba perfectamente posible.

CRIMEN Y VIOLENCIA EN LOS OCHENTA: OTRAS LECTURAS, OTRAS EXPERIENCIAS

Para quien ya era adulto en esos años, acaso era perceptible una suerte de agobio, de cansancio moral. Parecía natural que los casos de nota roja reflejasen algo más que las pasiones humanas, los momentos de ofuscación o, simplemente las consecuencias de haber estado en el sitio erróneo en el momento equivocado. Aquellas notas ya no solo se consumían con curiosidad morbosa y con escándalo. Los movimientos feministas exigieron comprender lo que había detrás de la desdicha de Elvira Luz Cruz; la gente de a pie se asombraba, pero también se indignaba con las historias que exhibían lo negro del Negro Durazo. Algo cambiaba en el público que se enteraba de lo que seguía llamándose “la nota roja”.

Sí, era la corrupción impenitente, el cinismo de ciertos criminales, las verdades que llegaban de la frontera y de ciertas regiones del país, donde se empezaba a hablar abiertamente del fenómeno del narcotráfico, y con él de manifestaciones de violencia distintas a las que, a lo largo de los años, se habían acumulado en la memoria colectiva nacional. El recuento criminal de la época también reflejaba que algo diferente ocurría en los bajos fondos de la vida de todos los días. Había chismes, rumores extraños, diferentes, igualmente oscuros y violentos, pero a la vez distintos.

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Así empezó a hablarse de un bebé muerto en circunstancias terribles, asociadas al tráfico de drogas. Era una historia que corrió de boca en boca, y que, a la distancia, y a la hora de intentar asirla, de encontrar la fuente fidedigna, los datos seguros, el quién, el dónde, el cuándo y el cómo, todo se volvía humo. Había ocurrido, afirmaban los enterados. Pero nunca acababa de contarse completa aquella nota que, pensaría alguien con sentido común, debió aparecer en sitio destacado de aquellos periódicos ochenteros.

A pesar de aquella evidente falta de solidez, sonaba posible; parecía aterradoramente posible. La historia del “bebé Cerelac” perturbó, durante mucho tiempo, a las buenas conciencias; inquietó a las madres de familia que, tras escucharla, no soltaban ni un instante a sus hijos de corta edad o veían con recelo los juguetes y las chácharas que entusiasmaban a los más grandecitos.

Era el principio de los años ochenta y ya se hablaba de un crimen terrible cometido en la persona de un bebé de corta edad. Se terminaría la década, y como un mal sueño, como una pesadilla recurrente, aquel crimen contado por muchos, pero nunca probado, seguía ahí, como una llaga que se niega a cicatrizar.

UN RUMOR, UNA HISTORIA, UN ORIGEN INCIERTO

La historia empezó a correr en el salto de los años setenta a los ochenta, cuando uno de los novedosos productos alimenticios destinados al público infantil ganaba mercado: Cerelac, un complemento alimenticio que decía contener cereal y leche, y al que solo le hacía falta agregar agua hervida para convertirse en una papilla que, aseguraba el anuncio televisivo, le encantaría a los más pequeños de la casa: niños de uno o dos años.

Con el producto, la transnacional Nestlé le disputaba lealtades y compradores a marcas más tradicionales como la Gerber, que llevaban muchos años asentadas en la confianza de las madres mexicanas. En los anuncios televisivos e impresos de Cerelac solían aparecer adorables bebés sonrientes que se comían gustosamente su ración de papilla.

Entonces comenzó a correr aquello que parecía un rumor, salido de quién sabe dónde, pero que le puso los pelos de punta a muchas madres de niños pequeños. La narrativa de aquello es perfectamente coherente, verosímil en su horror:

¿Cuándo? No se sabía con exactitud, pero había ocurrido en el aeropuerto de la ciudad de México, en un vuelo que salía hacia Bogotá. En la fila para abordar, una mujer, con un pequeño en los brazos, aguarda el momento de entrar al avión. No lleva equipaje, solamente al bebé que descansa en su hombro.

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La mujer denota nerviosismo. Tal vez eso es lo que llama la atención de los funcionarios aeroportuarios que supervisan el abordaje. Le preguntan por el estado del pequeño. La presunta madre levanta un poco el cobertor con el que arropa al bebé. Está dormido, pero intensamente pálido. Le ofrecen ayuda médica a la mujer, que la rechaza. Solo está resfriado, explica.

Aquí, las versiones se multiplican: alguien cuenta que la mujer pierde el equilibrio y se le cae el niño; otros cuentan que la gente del aeropuerto insiste en atender al pequeño. El resultado es el mismo: todo mundo se da cuenta de que el bebé está muerto, y que el cuerpecito ha sido rellenado de droga. Unos dicen que es cocaína, otros aseguran que es heroína. La pequeña víctima es uno de esos bebés que aparecen, que modelan en los comerciales del novedoso cereal. A partir de ese dato, el crimen terrible comienza a ser llamado “el caso del bebé Cerelac”. Jamás se sabrá el nombre del pequeño terriblemente asesinado. Se ignora el nombre, dicen algunos que por no herir más a su familia. Con el tiempo es evidente que no hay nombre porque simplemente no existe.

La historia corre por toda la ciudad y tiene diferentes protagonistas: en una versión se asegura que la mujer es una madre falsa a la que narcotraficantes han contratado para que transporte al niño muerto, al que los criminales han secuestrado y asesinado para convertirlo en un macabro saco de droga.

Otra versión asegura que el pequeño es hijo de una argentina radicada en México, que le encarga el bebé a la vecina, que se dedica al tráfico de droga. Cuando la madre regresa por su niño, no hay nadie en el departamento de la vecina, que ha tomado un taxi para el aeropuerto, según afirma el portero del edificio. Desesperada, la madre llega a tiempo para ver a la mujer formada para abordar el avión, pero su hijo ya está muerto.

Pero para que una narración tan espeluznante funcione en un entorno donde la incertidumbre de la vida diaria, se necesita materialidad, referentes. De ese modo, la gente la hará suya, se estremecerá con horror callado y estrechará a sus hijos, sintiéndose afortunados de tenerlos consigo. Por eso es que, a falta de datos precisos se construye la referencia que vincula al bebé muerto con el exitoso comercial de cereal infantil.

Corren los primeros meses de 1980 cuando se empieza a contar, por aquí y por allá, la espantosa historia del “bebé Cerelac”. Aunque hay quien cree recordar que la historia comenzó en algún momento del año anterior, es en la primera mitad de la década cuando la narración se repite una y otra vez, en diferentes sitios, en diferentes momentos. Siempre igual de triste, siempre igual de aterradora.

LA PERMANENCIA DE LA LEYENDA URBANA.

Con el tiempo, hasta la referencia misma se desdobla. Habrá quien escuche la historia, pero el bebé muerto es el protagonista de un anuncio de Gerber o de los pañales desechables Kleenbebé. Se dice que el caso ha sido atendido por el noticiero 24 Horas, que conduce Jacobo Zabludovsky, pero nadie recuerda la fecha.

Calificado de rumor o de leyenda, el suceso, se repite en la frontera con Estados Unidos, aunque nadie puede dar el sitio exacto.

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En los estados del norte, la narración muta a extremos aún más oscuros y la narración es todavía peor: una familia estadounidense cruza la frontera, está de paseo. Un pequeño de dos años se suelta de la mano de la madre y da vuelta en una esquina.

Cuando la familia va tras él, el niño ya no está. La policía envía a los padres al aeropuerto. Allí verán a un hombre que lleva en brazos a su hijo. En cuanto ve a la policía, el sujeto tira al niño al suelo e intenta escapar. Pero la historia ya empieza a volverse imaginería desbordada: en poco menos de una hora, el secuestrador ha matado al niño, lo ha eviscerado y lo ha rellenado con droga. La narración, antes espeluznante, asume su naturaleza: surge una expresión que llega para quedarse. Leyenda urbana.

Por eso, y poco a poco, la historia, el rumor, se desgasta y es puesto en tela de juicio por estudiosos de los mecanismos de comunicación informal, por periodistas y algunos sociólogos. Y sin embargo, a pesar de todas las explicaciones, de todos los cuestionamientos, de la búsqueda de pruebas que nunca se localizan, la historia no solo no desaparece, sino que se multiplica y se repite. Cada tanto llegan nuevas versiones donde se ubican los hechos en aeropuertos de países sudamericanos, donde el narcotráfico es también un azote.

A la par que el narcotráfico se convierte en una industria criminal, la historia del bebé Cerelac, lejos de desvanecerse, se transforma y se cuenta, una y otra vez; cualquier aeropuerto mexicano puede ser el escenario. Cuando, andando los años, se sepa de las “mulas”, personas que el narco contrata para transportar droga dentro de sus cuerpos, la narración del pequeño asesinado cobra fuerza por temporadas. Durante décadas, la historia de este crimen inexistente resurge todavía, con vertientes aún más estremecedoras.

EPÍLOGO DOLOROSO

De repente la realidad imita a la invención. Algún eco del falso crimen del bebé Cerelac resonó en la memoria de algunos cuando, en enero de este 2022, el cuerpo de un bebé fue encontrado en el Centro Penitenciario de Puebla. El pequeño, fallecido días antes, había sido sepultado en un cementerio de la alcaldía de Iztapalapa, de la ciudad de México.

El escándalo obliga a las autoridades poblanas a actuar con rapidez, y anuncia la aprehensión de una veintena de probables involucrados en el suceso atroz. Se aproxima el fin de año y todavía no sabemos qué oscuros, terribles mecanismos llevaron a algunos de los procesados a facilitar esta historia de horror real.