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Enigmas oscuros: la desaparición del avión “Cuatro Vientos”

En junio de 1933, cientos de mexicanos aguardaban un nuevo milagro de la modernidad. Aterrizarían en la capital los españoles Mariano Barberán y Joaquín Cóllar, que, a bordo de una aeronave modernísima, cruzaban el Atlántico rumbo a México. Pero el Cuatro Vientos jamás llegó a su destino. Se convirtió en uno más de los misterios nacionales. Ocho años después, un grupo de reporteros se internaron en la selva, dispuestos a resolver el misterio.

historias sangrientas

Multitudes aclamaron a los pilotos del Cuatro Vientos, lo mismo en su despegue en Sevilla que en su llegada a Cuba. Si hubieran llegado a México, algo similar habría ocurrido.

Multitudes aclamaron a los pilotos del Cuatro Vientos, lo mismo en su despegue en Sevilla que en su llegada a Cuba. Si hubieran llegado a México, algo similar habría ocurrido.

Salieron huyendo, esa fue la verdad. No se iban a esperar a que les cumplieran las veladas amenazas de que, si seguían insistiendo en andar preguntando, en indagar acerca de esos restos humanos que habían encontrado, a fuerza de terquedad y de atar cabos. Pero no había dudas; era una de esas ocasiones en que el tesón de un grupo de reporteros se estrellaba con un oscuro enigma impregnado del aroma inconfundible de la muerte violenta.

Así, volvieron a la ciudad de México, donde miles seguían sus andanzas en la selva donde se funden Tabasco y Veracruz. Se decía que hasta el presidente Manuel Ávila Camacho no se perdía aquella aventura de los reporteros del semanario Hoy.

Y es que ese grupo de periodistas audaces, encabezados por Edmundo Valadés, intentaban resolver uno de los grandes enigmas del pasado reciente: iban tras los restos del Cuatro Vientos, el famoso avión español perdido en junio de 1933. Ocho años después, en septiembre de 1941, en una época en que numerosas publicaciones semanarias escribían páginas notables en la historia del periodismo mexicano, alguien en la redacción de Hoy discurrió la aventura. Muchas cosas, todas inciertas, se decían de la desaparición de aquel avión, que, como un golpe de modernidad, iba a aterrizar en tierra mexicana el 20 de junio de 1933, después de lograr la hazaña de cruzar el Atlántico y ser recibido con gran júbilo en Cuba.

La siguiente etapa era llegar a la ciudad de México. Los famosos aviadores españoles, Mariano Barberán y Joaquín Cóllar, se volverían héroes en estas tierras. Por eso, mucha gente quería verlos; por eso, la inquietud invadió a la capital cuando el Cuatro Vientos, con sus valerosos pilotos, jamás llegó a su destino.

LOS AUDACES AVIADORES

Mariano Barberán era capitán de ingenieros, héroe de la guerra de Marruecos. Dirigía la Escuela de Observadores de Cuatro Vientos, y fue él quien tuvo la idea de realizar un vuelo sin escalas de España a Cuba. Esa sería la primera etapa del vuelo, y el viaje de la isla a México coronaría la hazaña. Barberán asumió la función de piloto y navegante, y en calidad de primer piloto le acompañaba el teniente Joaquín Collar Serra. Tendrían un asistente mecánico en tierra, un sargento de apellido Madariaga.

La prensa, en ambos lados del mar, dio mucha publicidad al proyecto: se trataba de toda una hazaña, en tiempos en que, poco a poco, la aviación iba metiéndose en la vida cotidiana de la gente.

El Cuatro Vientos era un Breguet XIX GR Super-Bidón, con motor de la Hispano Suiza. Los pilotos se guiarían por un sextante y una brújula, por todo instrumental de navegación. Y, para hacer la nave más ligera, no llevaba equipo de radiocomunicación.

Entre grandes aplausos, el Cuatro Vientos levantó el vuelo en la madrugada del 10 de junio de 1933. Como finos y experimentados pilotos que eran, Barberán y Cóllar siguieron con tino la ruta trazada: despegaron en Sevilla, y pasaron por Madeira, San Juan de Puerto Rico, Guantánamo y Camagüey. Cuando tocaron tierra en Cuba, habían consumado su hazaña: sumaron cuarenta horas y treinta y nueve minutos de vuelo ininterrumpido.

En Camagüey fue grande la fiesta para recibir a los aviadores españoles. Todos querían conocer a aquellos hombres valientes, y no contentos con agasajarlos en el lugar de aterrizaje, se les comprometió para volar a La Habana, donde los festejos y los parabienes se multiplicarían. Así, la nave remontó nuevamente el aire, y aterrizó el 12 de junio, después de tres horas de vuelo. Se repitieron las fiestas, los discursos, los honores. Desde México, se seguía con atención el asunto: los aficionados a la aviación ya no veían la hora en que pudieran celebrar, por todo lo alto, la llegada del Cuatro Vientos a la capital del país.

LA DESAPARICIÓN Y EL ENIGMA

El Cuatro Vientos, con sus dos pilotos, jamás llegó a la ciudad de México. Habían despegado de La Habana a las 8:45 del 20 de junio de 1933, y se les esperaba en el aeródromo de Balbuena 12 horas después. Se les vio volar sobre diversas poblaciones: Ozita, Ticul, Sabancú, Villahermosa. Hubo un reporte, de las 11:35 de la mañana, según el cual, pasaron por Ciudad del Carmen. De repente, la aeronave se desvaneció. Nunca llegó a Balbuena, y nadie más supo de ella. La desaparición del Cuatro Vientos fue una tremenda noticia, y se ordenó una búsqueda intensa del avión. Se sabe que el gobierno de Guatemala también colaboró en la investigación.Pero el Cuatro Vientos se volvió aire, viento, arena.

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Nunca hubo resultados o indicios del paradero de la nave. Se volvió, así, uno de esos asuntos de la vida mexicana que nunca se resuelven y a partir de los cuales se empiezan a construir las leyendas.

No había sino especulaciones. Tres días después de que la nave desapareciera, ocurrió un hallazgo: una cámara de marca Pirelli, arrojada por el oleaje, en una zona conocida como la Barra de Chiltepec, cerca de la ciudad tabasqueña de Frontera. Se supo que era del Cuatro Vientos porque el sargento Madariaga, que viajaba aparte, la identificó.

Las especulaciones se multiplicaron. ¿Habían caído al mar? ¿Se habían estrellado en tierra? Y, de ser así, ¿Qué había sido de Barberán y Cóllar? ¿Estarian con vida en algún punto de la selva veracruzano-tabasqueña? Por más que en aquellos días de 1933 la búsqueda fue intensa y prolongada, no hubo manera de obtener nuevos indicios del paradero definitivo del avión y sus tripulantes. Era, sí, un misterio, un enigma. Hasta que en la redacción del semanario Hoy se decidió, ocho años después, emprender la búsqueda.

Barberán y Cóllar eran pilotos experimentados. El primero era un héroe de guerra. En el pasado reciente investigadores españoles aseguran que la historia periodística publicada en México en 1941, según la cual fueron asesinados, no era concluyente, y sostiene que la aeronave se hunidó en el mar.

Barberán y Cóllar eran pilotos experimentados. El primero era un héroe de guerra. 

Se armó un pequeño equipo, encabezado por el jefe de redacción, Edmundo Valadés. Los mexicanos de la segunda mitad del siglo XX conocimos a Valadés como un importante escritor y editor de la célebre y longeva revista El Cuento. Pero en los años 40 del siglo pasado, Valadés era un activo reportero y un buen editor. Junto con muchos otros periodistas de la época, escribieron páginas de buena investigación y gran escritura en los legendarios semanarios de aquella época. Eran tenaces y atrevidos; no les daba miedo ir a sumergirse en la sierra mazateca. Sabían preguntar y escuchar, cualidades de buenos periodistas. No había más que decir.

Se marcharon en tren: tomaron el Ferrocarril Mexicano hasta Córdoba. Se tomaron un café rápido, y saltaron al Ferrocarril del Istmo, rumbo a Tezonapa. Viajaban maravillados de la vegetación. Valadés empezó a escribir: “Todo se da allí: café, cacao, maíz, todas las frutas”. Pero también decía que la gente era dada a malbaratar tanta riqueza. Era una tierra de gente pobre, azotada por el paludismo y la miseria.

En un camión lograron moverse a un lugar llamado Monte Alto. El camión se los habían conseguido para evitarse la cabalgata por caminos malísimos. Así se fueron internando en la sierra.

A medida que avanzaban, los periodistas empezaron a experimentar una vaga inquietud. Valadés no sólo hablaba del avión perdido. Contó a sus lectores de la pobreza de la región, de la exuberancia de la selva, de la explotación de los peones. Pero no era solo eso.

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“Algo pesa sobre el ambiente, algo que callan todas las bocas”. La expedición de reporteros se internaba más y más en la selva, e iba tocando comunidades donde la gente no hablaba español. Los guías actuaban como intérpretes, y así avanzaban. Pero el olfato del reportero le tocaba el corazón a Valadés y a sus compañeros. Algo se decía que no alcanzaban a entender y que no llegaba a convertirse en español. Los guías eran correctos, discretos y cumplían su cometido. Pero algo en las miradas, en los gestos de los ranchos, de los pueblos diminutos por donde pasaban, decían algo que no alcanzaban a comprender.

Desde luego, iban siguiendo pistas, habladurías: aquellos habían visto el avión; a ese de allá le habían contado cómo lo vieron caer. ¿Los pilotos? Nadie daba razón de ellos. Una vez más, las preguntas se estrellaban en el muro del silencio y de los gestos ambiguos.

LA MUERTE Y EL ENIGMA

En lo más hondo de la selva, trabaron conocimiento con un hombre, Julio Díaz Ordaz, que los contactaría con otros, los Avendaño, a los que, a fuerza de insistir, algunos lugareños señalaron como los que pudieron acercarse al avión, recién caído. Si alguien sabía qué ocurrió con Barberán y Cóllar, eran ellos.

Es inevitable que los Avendaño se hayan enterado de la llegada de los periodistas. Buscan al Cuatro Vientos, buscan a los pilotos. Los escritos de Valadés trasmiten inquietud y algo de angustia. ¿Saben esos hombres lo que se cuenta de ellos? Llegan los periodistas a ese encuentro con retazos de historia: los Avendaño llegaron al avión, lo desvalijaron, quedándose con dinero, incluso con un arma, con un reloj de los aviadores. ¿Barberán y Cóllar? Los habían asesinado, contaban los rumores, y ocultaron sus restos, en una especie de agujero, un “sótano” en las entrañas de los montes cercanos. Claro, también hay invenciones, chismes. Uno de ellos asegura que viajaba en el Cuatro Vientos el ex presidente republicano Manuel Azaña, y que todo fue un complot para asesinarlo, derribando el avión.

Valadés y sus compañeros saben todo eso cuando se encuentran frente a los Avendaño, Julio y Antonino. Son educados y cordiales con los lugareños, pero por dentro la duda y un miedo sordo empiezan a devorarles el corazón: ¿son ellos unos asesinos? ¿saben en realidad qué ocurrió con el Cuatro Vientos y sus ocupantes?

Es el olfato del periodista el que los guía. A medida que avanzaron y hablaron del avión es, cada vez, menos lo que les cuentan; la gente no quiere hablar. Nadie les dice nada, pero los miran con desconfianza, casi con hostilidad. Llevan más de dos semanas en la búsqueda, y encontrarse a los Avendaño, por fin, les da gusto, pero también les recuerda que están muy lejos de la capital, y que, como siempre, los reporteros de la ciudad se encuentran casi en estado de indefensión. Están en Mazotzongo, y les hablan de un cerro de la Guacamaya, donde, probablemente, hallarán los indicios que buscan.

Pero ya están en lo alto de la Guacamaya, y Julio Avendaño les cambia la historia. Nada hallarán del Cuatro Vientos aquí. Son historias, figuraciones. Los periodistas reclaman. ¿Por qué nadie les dijo nada antes? Otra vez, el misterio. Otra vez esa vaga inquietud. Pero los lugareños son gente de compromisos, les insisten, ayudarán en la búsqueda. Se enteran los periodistas que llaman “sótanos” a pozos excavados en los cafetales que abundan en la zona. A machetazo limpio, los guías y los acompañantes abren brechas en la selva. De pronto, Antonino Avendaño se lanza hacia la espesura, y señala un “sótano”. Insiste en bajar, a pesar de las advertencias de su hijo.

Luego contará Valadés que en ese pozo hay restos humanos. El miedo le pega en el alma, pero se impone el valor del periodista. No le acaban de dar razón de la repentina decisión de Antonino. ¿Serán estos, se pregunta, los despojos de Barberán y Cóllar?

Lo que sigue apenas lo intuyen; escuchan diálogos en una lengua indígena; reclamos, pequeñas frases. Valadés reconstruye: los pilotos fueron asesinados para robarles todo, y luego el avión fue desmantelado, poco a poco, y bajo la dirección de los Avendaño. Los cadáveres fueron arrojados al “sótano”. Les empiezan a contar historias raras para sacarles de la cabeza lo que han visto: que la madre de los Avendaño arrojó a ese pozo un par de perros muertos. Que no se imaginen cosas ni hagan caso de habladurías. Pero Valadés está seguro de que lo que ha visto es un fémur humano. Tiene también más historias. En Mazotzongo hay quienes señalan a un antiguo policía, llamado Bonifacio Carrera, como el asesino material de los pilotos. Hay quien asegura que hará unos años se vio a Bonifacio con un insólito reloj de pulsera.

Repentinamente, Julio Avendaño decide que no puede soportar que se le señale como probable criminal, y anuncia que se va, que deja la expedición. Los periodistas saben que sin él no pueden continuar. Mientras, Bonifacio admite que supo del extravío del avión, y que, incluso ayudó en una búsqueda. Pero no suelta nada más. Eso sí, dice que gente a la que no identifica, torturaron a su madre para que contara lo que supiera del Cuatro Vientos. Pero ellos, remacha, nada supieron.

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La presión crece: Julio Avendaño insiste en que deben volver por donde vinieron. En lo que entienden los periodistas como una amenaza no muy velada, les cuenta que ya hay mucha gente incómoda por su presencia, por sus preguntas, por el hallazgo de los huesos. Les conviene, les dice, volver a la capital.

El miedo puede más que todo; los periodistas vuelven sin encontrar al Cuatro Vientos. Pero la última entrega de Valadés se convierte en un golpe noticioso, cuando entrevista, con intérprete, a un peón, Maximinio Acosta.

Maximino le cuenta muchas cosas: que Bonifacio Carrera y un hombre llamado Agustín Reyes encontraron a los pilotos vivos y que los españoles les ofrecieron un fajo de billetes para que los ayudaran a salir de la selva. Pero Carrera y su suegro, Reynaldo Palancares, decidieron robar a Barberán y Cóllar y matarlos a machetazos. Les habían quitado anillos, relojes, ropa, un par de pistolas.

Valadés, conteniendo la impresión, le mostró al peón imágenes de pistolas diversas; escribiría después que Maximino identificó una escuadra española. “El corazón quería salírsenos del pecho”, escribió el periodista.

Valadés y su equipo salieron huyendo. Algo les decía que, si insistían o pretendían confrontar el testimonio del peón con los de los Avendaño y el de Bonifacio Carrera, no vivirían para contarlo.

Así terminó aquella aventura. No quedaba claro si habían resuelto el enigma. Valadés, un poco por oficio y otro poco por la emoción del hallazgo noticioso, así publicó aquel tremendo viaje.

DOS EPÍLOGOS

Nunca se han encontrado los restos del Cuatro Vientos. En los años 70 del siglo XX, Jacobo Zabludovsky envió reporteros en busca del avión perdido, aunque poco hubo de concluyente. Hace 14 años, el historiador español Manuel Ruiz mostró una amplia investigación documental que concluía que el avión cayó en el mar. Barberán y Cóllar habrían perecido ahogados. Las historias de Valadés, afirmó, eran quimeras, especulaciones. Los pilotos, afirmó entonces, no llevaban a bordo nada de lo que contaron los periodistas mexicanos, según los reportes del sargento Madariaga.

¿Se aclaró ya el enigma del Cuatro Vientos? Barberán y Cóllar, ¿murieron ahogados o fueron asesinados? La violenta historia publicada en 1941 sigue siendo brutal, de gran valor periodístico. Y, si finalmente, fue recuperado el avión del célebre autor de “El Principito”, Antoine de Saint-Exupery, después de décadas de misterio, nada impide que, en algún lugar, en el mar o en tierra, un día se revele qué pasó en realidad con el avión español.