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Epitafios: historias de héroes, próceres y amores

De muchos personajes, mayores y menores, de la historia de México, solamente nos queda un puñado de polvo y algunas frases labradas en las lápidas que cubren sus tumbas. Algunas narraban hechos heroicos, otras contaban amores malogrados. Otras, simplemente, intentaban resumir el dolor de la separación o biografías sencillas de gente buena, sin grandes historias, pero que también dejaron huella.

Uno de los epitafios más famosos del México viejo es el de Dolores Escalante, joven muerta en una epidemia de cólera, antes de que pudiera cumplir su palabra de matrimonio a su prometido, el político liberal José María Lafragua

Uno de los epitafios más famosos del México viejo es el de Dolores Escalante, joven muerta en una epidemia de cólera, antes de que pudiera cumplir su palabra de matrimonio a su prometido, el político liberal José María Lafragua

Escribir epitafios era todo un arte, y los mexicanos del siglo XIX lo dominaron a la perfección. Las circunstancias de la vida nacional dieron ocasión al triste ejercicio de tal habilidad. Tristemente, las transformaciones de las ciudades desaparecieron numerosos cementerios, surgidos en el virreinato, y con ellos desaparecieron miles de pequeñas historias escritas en piedra, para recordar a los que ya estaban en el mundo de los muertos.

Quizá los epitafios famosos más conocidos estuvieron en algunos de los viejos cementerios de la ciudad de México. Eso no quiere decir que no los hubiera, y de gran valía, en otros cementerios, como el muy famoso Panteón de Belén de Guadalajara. Pero eran tan apreciados los epitafios, que a veces circulaban pequeños cuadernos donde se imprimían los mejores textos esculpidos en las tumbas. En ocasiones, los epitafios más contundentes y significativos no provenían de los deudos, sino de terceras personas, que sabían bien quién era el difunto en cuestión. Durante décadas se contó, en el puerto de Mazatlán, que en el cementerio antiguo estaba la tumba de un hombre llamado Juan Pasador, que se había suicidado, dándose un tiro en la cabeza, cuando malas operaciones comerciales lo dejaron en la ruina. La tradición oral añadía que, cuando Pasador fue enterrado -echando mano de quién sabe qué maniobras, pues es sabido que a los suicidas no se les entierra en suelo consagrado- alguien fue, y provisto de un lápiz graso y ancho -probablemente un lápiz de dibujo para litografías- dejó una anotación rotunda: “Aquí descansa el traidor Picaluga”, pues el verdadero nombre del suicida era Francesco Picaluga, marino genovés que durante todo el siglo XIX mexicano fue considerado el prototipo de la traición política en México, pues aquel hombre había secuestrado al presidente en desgracia Vicente Guerrero y lo había entregado a sus asesinos.

Pero otros epitafios hablaban no solamente de un duelo personal, sino de días aciagos para el país. Los héroes de la resistencia mexicana ante la invasión estadunidense fueron llevados, conforme iban cayendo, al enorme Panteón de Santa Paula, en la ciudad de México. Al general Lucas Balderas, que murió en combate, se le sepultó ahí. Su lápida era elocuente y breve: “murió combatiendo contra el invasor de México, el 8 de septiembre de 1847.

Otros héroes de la resistencia mexicana, también enterrados en Santa Paula, como el capitán Luis Martínez de Castro, muerto en la batalla de Churubusco. Aquel joven alcanzó a tener mejores despedidas que las del general Balderas:

Aquí descansan los restos mortales del capitán de cazadores del Regimiento Independencia, Don Luis Martínez de Castro. Murió a los 28 años de edad, de las heridas que recibió en Churubusco, al combatir en defensa de su patria, el26 de agosto de 1847:

Tu claro ingenio y tu valor pregona

La fama en sus anales duraderos;

Ceñiste de las ciencias la corona

Y el laurel de los ínclitos guerreros"

¿Acaso el capitán Martínez de Castro fue médico y luego se fue a pelear por su patria? Es posible. No todo cabe en un epitafio. Pero, en particular, Santa Paula había sido el lugar de descanso eterno de muchas de las víctimas de la invasión estadunidense, como podía verse en la terrible sucesión de fechas de los sepelios. Otro epitafio de un héroe de aquellos días es este, el de Amado Urbina, uno de tantos muertos al pie del cerro de Chapultepec:

“A los restos mortales del subteniente Amado Urbina, muerto en defensa de su patria en el Cerro de Chapultepec, el 12 (sic) de septiembre de 1847:

Valiente, fiel, honrado,

Patriota esclarecido,

De todos fue estimado,

Y de todos sentido”

En ocasiones, el difunto no alcanzaba epitafio, pero quienes le daban sepultura se sentían obligados de dejar consignadas las circunstancias en las que aquel personaje había muerto. Tal es el caso de un caballero llamado Pomposo, un humilde servidor público:

“La funestísima noche del 14 (sic) de septiembre de 1847, perdió esta ciudad a su fiel servidor, guarda mayor del alumbrado, don Pomposo [ilegible el apellido], cumpliendo con sus deberes: sus subalternos y su familia, profundamente conmovidos le dedican este recuerdo en señal de la alta consideración y respeto al que se hizo acreedor”.

Aquel buen hombre había muerto la noche del 13 de septiembre, cuando la ciudad de México se quedó sin alumbrado público, para que los invasores estadunidenses no pudieran orientar sus cañones hacia Palacio Nacional; Guillermo Prieto cuenta que en esa noche terrible, en las tinieblas se escuchaban gritos y tiros. Los guardas del alumbrado estaban a la expectativa, en sus puestos de trabajo, para mantener una iluminación mínima. Los invasores no se detuvieron por eso, dispararon a ciegas, matando a los pocos que estaban en la Plaza de la Constitución, como el pobre de don Pomposo.

En otras ocasiones, la vena poética de los deudos garantizaba piezas delicadas. También en Santa Paula, el poeta Guillermo Prieto y su esposa María Caso, dieron sepultura a dos de sus hijos, muertos en la infancia, una niña llamada María y un pequeño llamado Guillermo, muertos en 1847 y 1848. Su padre, con el corazón destrozado, les dejó una muestra permanente de amor:

“De nuestro mismo hogar, de nuestros brazos

Los arrancó la inexorable suerte.

Juntos un día y libres de muerte,

Dios hará eternos nuestros dulces lazos”.

Pero, ¿qué pasaba con quienes no tenían padre poeta, con quienes no eran héroes de la patria? ¿Para ellos no había bellas palabras? Sí, las había. Incluso para quienes, como Delfina Ortega, la primera esposa de Porfirio Díaz, muerta al dar a luz, en 1880. Delfina, que había sobrellevado la muerte de varios de sus hijos, siempre prefirió llevar una vida discreta, dedicada a su hogar. Cuando la sepultaron en el panteón del Tepeyac, en el cerro de la Villa de Guadalupe, al lado de tres de sus hijos, su epitafio reflejó, con tino, su biografía y el dolor de la muerte temprana:

“Delfina Ortega de Díaz

Abril 8 de 1880

Camilo, Francisca y María Díaz y Ortega

La naturaleza los hizo aparecer

Fugaces sobre la tierra.

Dios los destinó luego

Para su alcázar eterno.”

Paradojas de la vida: el poeta romántico más trágico del siglo XIX mexicano, el suicida Manuel Acuña, no tuvo epitafio. A su muerte, en diciembre de 1873, sus amigos intentaron cooperarse entre sí para costear la tumba. Pero lo reunido apenas alcanzó para sepultarlo en el panteón más pobre de la ciudad de México: el cementerio del Campo Florido. No hubo dinero para ordenar monumento y muchos menos una modesta piedra con epitafio. Mucho sentimiento les dio a sus amigos cercanos enterarse de que una joven lavandera, con quien Acuña tuvo amores -a pesar de Rosario- había puesto todo cuanto tenía para mandar a poner una modesta lápida con el nombre del poeta. Tener epitafio no solo requería sensibilidad literaria, sino algo de dinero. Solamente al paso de los años, cuando los despojos de Acuña fueron trasladados, tuvo una tumba más digna, como la soñaban sus antiguos compañeros.

Ninguna historia de epitafios mexicanos está completa sin mencionar el de Dolores Escalante, eterna novia del político liberal José María Lafragua, que todavía descansa en el Panteón de San Fernando, convertido hoy en museo. Víctima de cólera, en una tremenda epidemia, Dolores nunca pudo cumplir la palabra de matrimonio dada a Lafragua, quien jamás se casó, y en cambio encargó a Italia un enorme monumento funerario, donde mandó a esculpir las líneas que resumen sus amores fracasados:

“Llegaba ya al altar, feliz esposa

Allí la hirió la muerte,

aquí reposa”