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Más historias y aventuras de la máquina de escribir

El padre del futurismo, Filippo Tomasso Marinetti, soñaba, en los albores del siglo XX, con el inicio del “reino mecánico” después del reino animal, humanos incluidos. Ese reinado de lo mecánico pasaba por los autos veloces y aerodinámicos, por una nueva forma de declamar poesía, adoptando gestos y movimientos acelerados y trepidantes y, finalmente, “que el hombre se identificara con la máquina misma, liberándolo del trabajo muscular”. Naturalmente, todos esos insólitos objetivos también pasaban por las teclas de la máquina de escribir, que en tierra mexicana inspiró novelas, poemas y hasta cuentos infantiles

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Lo que fue originalmente un cuento para la radio educativa, parte de la serie Troka El Poderoso, se convirtió en 1939 en un libro de cuentos con inspiración estridentista y racionalista.

Lo que fue originalmente un cuento para la radio educativa, parte de la serie Troka El Poderoso, se convirtió en 1939 en un libro de cuentos con inspiración estridentista y racionalista.

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Aunque desde los primeros años del siglo XX ya había periodistas mexicanos acostumbrándose a la máquina de escribir, el debut literario del artefacto se encuentra en las novelas de Mariano Azuela: en 1912, en su novela Sin Amor, el autor habla de una hermosa máquina marca Oliver, que corre de maravilla sobre la blanca hoja de papel, tintineando cuando llega al final del renglón.

Tres años después, otra máquina de escribir es destruida violentamente en una escena de Los de Abajo. Azuela narró cómo en un acceso de violencia, una máquina nueva, producto del saqueo, era arrojada contra el suelo, después de que la tropa acaba por considerarla un armatoste completamente inútil y pesado para andarla cargando por los campos de batalla. Ese trasto es cosa de porfiristas, es la idea que subyace: al pueblo en armas no le hace falta una máquina de escribir. Tal vez Azuela no lo sabía, pero precisamente las máquinas Oliver fueron las que, a partir de 1890 abundaron en las oficinas y despachos mexicanos.

Pero a medida que avanza el siglo, la máquina de escribir gana en respetabilidad y estatus; será objeto de poesías, de historias de avanzada para narrar a los niños modernos de los años 30. Se vuelve fiel compañera de los reporteros, hasta que, en la última década del siglo, sea desterrada por las computadoras personales, para ir convirtiéndose en una especie de objeto de culto para los entendidos, para los que una vez se ganaron la vida o hicieron las tareas de sus felices años de escuela, en una máquina de escribir.

EL “MELODIOSO ESTRUENDO”

Los encendidos manifiestos que en Italia lanzaba el padre del futurismo, Filippo Tomasso Marinetti, tuvieron un insólito eco en la inventiva de un joven escritor mexicano, exiliado en Nueva York. Martín Luis Guzmán, que en Estados Unidos aprendió los mecanismos del periodismo moderno y el oficio de editor de diarios, libros y revistas, escribe, en 1917 un texto que a la distancia resulta delicioso pero de título engañoso: “Mi amiga la credulidad”. Y el título es engañoso porque encubre un verdadero canto de amor a la máquina de escribir, equiparándola con un instrumento musical. Ese escrito, mezcla de crónica y juguete literario fue publicado por Guzmán en 1918 y más tarde lo integró en el libro A Orillas del Hudson.

¿Canto de amor? Como se lee. Guzmán se entera de que lo último de lo último en materia de máquinas de escribir son las Remington. Sin dudarlo, se deshace de su vieja Underwood y se compra una Remington que, asegura, produce un “melodioso estruendo”. La familia Guzmán se conmociona con la llegada del aparato: “…tanto mi mujer como mis hijos opinaron, después de una primera audición, que no existe instrumento superior a una Remington para evocar las ocultas armonías, hemos hecho a un lado la pianola y el fonógrafo, no nos acordamos ahora de Beethoven ni de Caruso, y ahora solo gustamos de escuchar, a mañana y tarde, a los grandes maestros de la máquina de escribir…” Juguetón, Guzmán asegura que logra frenar los berrinches de uno de sus hijos si, al comenzar la pataleta, corre a la máquina y teclea apresuradamente. Antes de terminar el segundo párrafo, dice, el pequeño ha recobrado la serenidad.

El texto es una pieza extraña en la muy amplia obra de Martín Luis Guzmán. Nunca más lo veremos ni coqueteando con las vanguardias que también cantarán loas a la máquina de escribir, ni empleando al aparato como personaje literario. En cambio, como ocurrirá con miles de periodistas, jamás se separará de la máquina para escribir. En su archivo personal, que se encuentra en la UNAM, abundan los textos mecanuscritos, desde notas administrativas de sus empresas editoriales y memos donde regaña a los reporteros de su semanario Tiempo, hasta los textos que fueron sus aportaciones personales a la primera generación de los libros de texto gratuitos.

Mientras tanto, en México, empiezan a aparecer rastros de las máquinas de escribir en el trabajo reporteril. Un reportero, Fernando Ramírez de Aguilar, mejor conocido por su nombre de batalla, Jacobo Dalevuelta, tiene por apodo “Machín”. Existen dos versiones acerca del sobrenombre: una alude al carácter atrevido del periodista. Otra asegura que Dalevuelta fue el primer reportero mexicano en poseer una máquina de escribir portátil -portátil de hace un siglo- y que de la palabra inglesa para “máquina”, “machine”, se derivó el asunto.

“SENTIMIENTOS RÁPIDOS TECLEADOS”

Mientras los periodistas mexicanos, sin hacer ruido ni alardear, se iban haciendo de las máquinas de escribir como herramientas y compañeras inseparables, los poetas las hacen suyas y las llevan de nuevo al tratamiento literario. Aquello empieza en 1921, con el Manifiesto Estridentista de Manuel Maples Arce, quien señala a la máquina de escribir como el símbolo, veloz, mecánico y dinámico, de la literatura que sueña producir. De hecho, confiesa un “apasionamiento decisivo” por las máquinas de escribir.

Los estridentistas aman con locura a la máquina de escribir. Un colega suyo, brasileño, Mario de Andrade, con el que se carteaban, produce un poema que, naturalmente se llama “Máquina de escribir”:

B D G Z Remington

Para todas las cartas de la gente

Eco mecánico

De sentimientos rápidos tecleados.

Aunque el estridentismo tiene corta vida, la máquina de escribir ya no se irá. Mientras se vuelve un indispensable en las redacciones de la prensa nacional, su siguiente momento de gloria se lo debe a otro estridentista, Germán List Azurbide, que en 1933 escribe los cuentos de Troka el Poderoso, que se transmiten por la radiodifusora de la Secretaría de Educación Pública y que están pensados para los niños de la época, que serán beneficiarios de una educación racionalista.

Troka, el enorme robot construido a partir de todas las máquinas fabulosas que ha construido el hombre, y que se erige como vocero el progreso, lleva consigo a varios de sus amigos: las lavadoras, que ayudan a las mujeres a tener una vida menos dura, la máquina de sumar, que da precisión y confiabilidad a las necesidades de la vida diaria, a la máquina de escribir, que, presuntuosa e inmodesta, le recuerda a la concurrencia que sin ella, la gente tendría siempre los dedos llenos de tinta. Ella, pulcra y eficaz, será la compañera del sabio que escribirá libros útiles y buenos, hermosas novelas o geniales poemas.

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Nunca más la máquina de escribir tendrá tanto protagonismo literario. Seguirá siendo un personaje de la vida periodística. Proliferarán las escuelas secretariales, donde las clases de mecanografía exigen manuales y cubreteclados, para que las estudiantes aprendan a escribir velozmente, sin errores y empleando los diez dedos de las manos.

Los periodistas y los escritores serán igualmente leales, aunque no dominen el arte de los diez dedos. Será fama que Carlos Fuentes escribió toda su producción con un dedo de cada mano, escuchando a los Beatles a todo volumen. Las cosas cambian en 1990, cuando la primera redacción de periódico, la de Excelsior, se renueva por completo, y sustituye las máquinas de escribir por computadoras. Lo mismo ocurre en algunas escuelas de periodismo. A partir de ahí, las máquinas empiezan a entrar en el mundo de la memoria, los recuerdos y la nostalgia.

No obstante, alguna huella queda. Si alguna vez, lector, lectora, ve a un o una periodista aporreando con fuerza y sin piedad las teclas de la computadora, y le llama la atención, sea compasivo con nosotros. ¿Sabe? Nos formamos en el oficio al amparo de una máquina de escribir.