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Historias de detectives: las hazañas de Valente Quintana

Ninguna historia de la criminalidad en el México de los años veinte del siglo pasado estaría completa sin incluir a este personaje, a quien, desde muy temprano en su carrera policial, la prensa apodó “el Sherlock Holmes mexicano”. Sus habilidades como investigador lo colocaron en las más diversas investigaciones, y persiguió ladrones ingeniosos lo mismo que interrogó magnicidas y se enfrentó a grandes farsantes.

historias sangrientas

Quintana era personaje de leyenda. En 1953 se filmaron dos películas basadas en sus hazañas. El actor Miguel Torruco encarnó al detective, y en ambas películas hay un

Quintana era personaje de leyenda. En 1953 se filmaron dos películas basadas en sus hazañas. El actor Torruco encarnó al detective

Ingenioso, atrevido, valiente, y, si resultaba necesario, no le daba resquemor sentarse a dialogar con Satanás. Para los locos años veinte, donde la vida marchaba a toda velocidad y algunos optimistas auguraban un mundo donde las bellas flappers se moverían por la ciudad no en ruidosos automóviles, sino en gráciles y coloridos aeroplanos, un detective sobresaliente era lo más adecuado para resolver los grandes crímenes del momento. Y es que a Valente Quintana, con muchas horas de vuelo, y un profundo conocimiento de los bajos fondos mexicanos, ningún reto le parecía pequeño.

En 1921, cuando comenzaba el gobierno de Álvaro Obregón, y muchos consideraban que los años de enfrentamientos armados ya habían pasado, la vida criminal del país era un complicado mosaico donde los crímenes pasionales, los asesinatos políticos y los robos de muy alta categoría, como se estilaban en las novelas europeas de Arsene Lupin o del famoso Raffles, eran el pan de todos los días en las páginas de los periódicos. Por muy político que fuese el diario en cuestión, jamás se sustraía al poder de la nota roja, que atrapaba a los lectores y vendía muchos, pero muchos ejemplares: “Los crímenes siempre van en la primera plana”, le escribía, en 1923, el director gerente del vespertino El Mundo, que respondía por Martín Luis Guzmán, a su corresponsal en Europa, llamado Alfonso Reyes. Las habilidades criminales se habían multiplicado, y en eso, cosas de la vida, también se reflejaba la modernidad. Para los años 20 hasta se habían dado ya casos de lo que hoy llamaríamos “delitos de cuello blanco”, como ingeniosos fraudes a compañías aseguradoras. Por eso, para grandes crímenes, se necesitaban policías de ingenio aguzado y sin miedo a nada.

Una de las facetas de ese mundo criminal tenía que ver, como mucho antes y como ahora, con los cuerpos policiacos. Siempre en contacto con los bajos fondos, siempre conocedores de las mañas y artilugios de los delincuentes sistemáticos, esos que hacen del delito su forma de vida, las instituciones policiacas habían evolucionado. Desde los tiempos de don Porfirio, se hablaba de la torva policía secreta, buena para deshacerse de opositores latosos, y en ocasiones se les empleaba para rastrear criminales, en las zonas más peligrosas de la ciudad. Desde entonces se empezaba a hablar de inspectores y detectives, como los que operaban en otras ciudades del orbe. Poner la inteligencia y los “métodos científicos” al servicio de la justicia, era imperativo: se requería mirada fina para detectar indicios y elementos insólitos; se necesitaban contactos y amistades en el bajo mundo para encontrar los oscuros caminos por los que caminaban los criminales.

UN DETECTIVE AL ESTILO NORTEAMERICANO

La vida en el norte mexicano no niega su vínculo con la cultura estadunidense. Como en tantas otras cosas, el combate al crimen también captaba ese espíritu, y el joven tamaulipeco Valente Quintana, nacido en 1890, lo supo bien pronto.

La leyenda del detective Quintana cuenta cómo, apenas con la primaria terminada, había cruzado la frontera, y allá se ganó la vida en los oficios mías humildes. La leyenda también aseguraba que, establecido en Brownsville fue acusado de robo un norteamericano, dueño de la tienda de abarrotes donde trabajaba.

Para probar su inocencia, el muchacho Quintana asumió su defensa, hizo la indagación y logró señalar al verdadero ladrón. Con eso, aquel jovencillo no solo limpiaba su nombre. También encontró su destino.

Dio cauce a sus habilidades en una escuela, la “Detectives School of America” y habría trabajado con las autoridades estadounidenses. Así fue ascendiendo y ganando experiencia. Parecía que Quintana estaba plenamente adaptado a los métodos de la policía estadunidense. Pero para nombrarlo comandante de grupo se requería que renunciara a su nacionalidad mexicana. Entonces, Quintana decidió volver a México.

Regresó en 1917. Tenía 27 años y solicitó empleo en la Inspección General de Policía, decidido a echar raíces en la capital. Hubo quien lo vio en esos tiempos, oficiando de humilde policía de crucero. Pero un par de años más tarde solicitó su cambio a las comisiones de seguridad, donde pudo mostrar sus habilidades como detective.

Cuatro años después de su ingreso a las fuerzas policiacas capitalinas, en 1921, llegó la fama para el detective Valente Quintana, al detener a los autores del atraco al tren de Laredo, que había causado un escándalo por el enorme botín -nada menos que 100 mil pesos en oro y en plata- y por la gran violencia con que se había cometido; los criminales mataron a 8 soldados y a dos civiles. Resolver el caso le valió a Quintana su ascenso a la jefatura de las Comisiones de Seguridad de la Inspección General de Policía del Distrito Federal.

Aquel, su primer gran caso había causado conmoción en ambos lados de la frontera. Fue casi natural que sus colegas estadounidenses comenzaran a llamarlo “El Sherlock Holmes mexicano”. Aquella fama se acrecentó cuando, un año después de su primer gran triunfo, Quintana logró detener a un banquero norteamericano prófugo, J.L. Armfield, culpable de un fraude por 300 mil dólares. Con la policía de su país pisándole los talones, Armfield había logrado escapar a territorio mexicano. Quintana lo atrapó aquí.

El detective mexicano resolvió numerosos casos: robos de toda índole, algunos muy sonados, como el cometido en el hogar de los descendientes del Marqués de Jaral de Berrio, o la oleada de robos perpetrados por un dueto de maleantes conocidos en el rumbo de Santo Domingo como “Los Burros”.

“Los Burros” eran un par de delincuentes con un buen arsenal de mañas: se movían por los barrios de dinero, con su silla de tijera y un par de canarios amaestrados: se plantaban en las esquinas, para que el pajarito leyera la suerte de las damas que caminaban por el rumbo, y ese pretexto, que daba una imagen sencilla e inocente, les permitía vigilar las casas en las que deseaban penetrar. 

En el curso de una mañana, aparte de ganarse unos centavos con las gracias de los canarios, Los Burros hacían su diagnóstico, y al caer las sombras, entraban a desvalijar. Quintana, gracias a sus conocidos del bajo mundo, tan o más criminales que Los Burros, dio con ellos en la zona de los portales de Santo Domingo. A la larga, logró atrapar a los delincuentes, aunque uno de ellos logró fugarse de la cárcel para continuar delinquiendo.

La figura del detective tamaulipeco fue dominante en el mundo policiaco de principios del siglo XX.

La figura del detective tamaulipeco fue dominante en el mundo policiaco de principios del siglo XX.

Los Burros fueron un expediente más en la carrera de Quintana. Otros ladrones y asesinos, igualmente famosos, cayeron en sus manos: “El Charrascas”, “El Flaco”, “El Gendarme” y muchos más, engrosaron la leyenda del habilidoso detective.

MANO A MANO DE ALARIDO: VALENTE QUINTANA CONTRA CARLOS BALMORI

Siendo estrictos, en los locos años veinte mexicanos se cometieron toda clase de audacias, políticas, criminales, sociales. Uno de los personajes más extravagantes del México de aquella época fue el muy rico, muy violento y muy enamoradizo don Carlos Balmori, compadre del rey de España, comandante de los tercios marroquíes y aguerrido combatiente en el Sahara hispano. De aquel caballero, conocido en el México elegante por la mala costumbre que tenía de retar a duelo a todo aquel que incurriera en una desatención con él, por mínima que fuera, se contaba que era brutalmente rico, y que su soberbia lo llevaba a regalar cheques con sumas de vértigo si el o la afortunada lograban caerle bien.

Pero en realidad, Carlos Balmori no existía. A tan atrabancado personaje le daba vida una ancianita que vivía en una vecindad de las calles de Cuauhtemotzin (hoy Fray Servando Teresa de Mier) que respondía por Concepción, Conchita Jurado. En realidad la buena señorita era amante de las bromas pesadas, y se valía de su personaje para jugarle malas pasadas a los integrantes de la buena sociedad capitalina: ofrecía trabajos con sueldos alucinantes, prometía matrimonios que, ahogados en dinero, transcurrirían en Madrid o en París. 

Cuando la víctima estaba enloquecida de felicidad, pensando en su futuro político o en la gran vida que se daría en Europa, don Carlos Balmori empezaba a quitarse el abrigo, el sombrero y los mostachos postizos: quedaba a la vista una dama mayor que se disculpaba por lo malo y grosero que era su personaje. Era tanto el ingenio de la culpable, y tan grande el chasco de las víctimas, que nadie quería armar escándalo mayor, y en cambio se armaba una red de complicidades para embromar a más gente. A aquellas bromas pesadísimas se les empezó a llamar “balmoreadas”, y a quienes apoyaban a doña Conchita en sus perversos proyectos se les llamaba “balmoreadores”. De aquello no se salvó, se decía, ni el mismísimo presidente Álvaro Obregón, quien llegó a prestar algunos automóviles para darle realismo a la tomada de pelo.

Conocido por su inteligencia y su audacia, el detective Quintana pasó a engrosar la lista de víctimas de Jurado-Balmori. Al coincidir en una reunión, el estridente millonario le confió al investigador que una mujer, vestida de hombre, le robaba cantidades escandalosas de dinero, cada noche, en una de sus fábricas mexicanas. 

Estaba seguro, agregó el magnate, siempre vestido con amplia gabardina, gazné y sombrero encasquetado, que esa mujer se encontraba en ese mismo salón donde conversaban. Prometió a Quintana convertirlo en un hombre rico, si desenmascaraba a aquella delincuente.

El detective puso manos a la obra: escrutó a detalle a cada uno de los invitados. Ninguno escapó a su cuidadosa observación. Pero por más que se esforzó, no encontró a la misteriosa mujer disfrazada. Terminaba la velada, y Quintana hubo de reconocer su derrota. Balmori actuó como siempre: a gritos. Regañaba al desconcertado investigador, llamándolo torpe e incompetente -algo que nadie se habría atrevido a decir a Quintana- al tiempo que iba despojándose del sombrero, de la gabardina y del mostacho: quedó ante el detective, desconcertado y desencajado, una viejecita que, muerta de risa, le anunciaba que era un balmoreado más.

En ese duelo formidable, Valente Quintana había sido derrotado.

ASESINOS, MAGNICIDAS.

En muchos otros casos Valente Quintana corrió con mejor suerte. En 1926 dejó la policía para establecer su despacho privado, el Bufete Nacional de Investigaciones Valente Quintana, con oficinas en la céntrica avenida San Juan de Letrán. A pesar de haberse retirado del servicio público, muchas veces fue llamado para colaborar en el esclarecimiento de casos importantes, como el asesinato del revolucionario cubano Julio Antonio Mella. Tocó al detective interrogar a Tina Modotti, fotógrafa italiana, pareja de Mella, aunque en aquel caso no llevó las de ganar. Hoy se sabe que “había línea” de las autoridades federales para orientar la investigación hacia la hipótesis del crimen pasional, y Quintana hizo cuanto pudo para consolidar aquella idea, echando mano, incluso, de falsos testigos.

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Precisamente porque era un policía al que no le importaba introducirse en los puntos más oscuros del hampa mexicana, y, porque, con los años se había vuelto un conocedor de las telarañas políticas nacionales, fue que Quintana recibió el encargo, del Centro Obregonista, de participar en las investigaciones del atentado contra el general manco, ya presidente reelecto, ocurrido en 1927. 

A Quintana le ayudó que se hubiese capturado a uno de los participantes en el atentado, a quien, herido, logró interrogar. Gracias a los elementos que halló el detective, las autoridades actuaron con celeridad; capturaron y fusilaron a los presuntos responsables, y, de paso, inculparon y llevaron al paredón al jesuita Miguel Agustín Pro. Pero los obregonistas no estaban satisfechos. Deseaban saber qué responsabilidades habían tenido cada uno de los fusilados y las razones por las cuales habían sido ejecutados con tanta prontitud. Quintana continuó su investigación: logró establecer la culpabilidad de todos, menos del padre Pro.

A la policía capitalina no le gustó la indagación paralela, y mucho menos que Quintana advirtiera que Álvaro Obregón corría peligro de ser asesinado. En desquite, comenzaron a perseguir al detective: le prohibieron trabajar en México, y cuando Quintana se disponía a marcharse a Sudamérica, en el verano de 1928, mataron a Álvaro Obregón. Entonces, el detective no se marchó: el presidente Plutarco Elías Calles deseaba que se hiciera cargo de la investigación.

Pero medio mundo quería estar en la investigación. Obregonistas y callistas ya habían maltratado al sujeto atrapado en el restaurante la Bombilla, y aquel dibujante se había encerrado en el silencio. Quintana, como si fuese un preso más, permaneció tres horas junto a José de León Toral, sin poderle sacar ninguna declaración. Solo al día siguiente, cuando todo mundo se había dado por vencido, el detective pudo empezar a trabajar, y así consiguió que el magnicida empezara a abrir la boca.

ASESINOS, MAGNICIDAS.

Valente Quintana siguió con su despacho, y durante la presidencia de Emilio Portes Gil volvió al servicio público como Inspector General de Policía del Distrito Federal. Creó el primer cuerpo policiaco femenil y un Escuadrón Selecto para vigilar el centro de la ciudad. Sus “Memorias”, publicadas en 1925, después de que el periodista Carlos Noriega Hope le ofreció transcribir sus recuerdos, fueron un best seller.

Aunque se le acusó de corrupción, y hubo casos, como el de Julio Antonio Mella, en el que fue evidente que no le interesaba demasiado esclarecer el crimen, jamás disminuyó su prestigio. Ocasionalmente, el lector puede ver a Valente Quintana en la pantalla de plata: en 1953 se filmaron dos películas “El Mensajero de la Muerte” y “”El misterio del carro express”, basadas en sus aventuras, y donde el actor Miguel Torruco se comprometía a encarnar de la mejor manera posible al detective, que, en un curioso “prólogo” visual, ofrecía a la audiencia las mil emociones de un México que se estaba desvaneciendo.

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