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El infierno en la tierra tiene nombre: San Juanico

Carlos Monsiváis escribió, alguna vez, que la expansión del narcotráfico y la delincuencia organizada que empezaron en los años 80, masificaron la nota roja: se empezó a hacer común la mención de masacres, de desapariciones y asesinatos colectivos. Pero esa masificación también se hizo evidente en la corrupción, en la mala gestión pública, en el olvido, en el descuido. Todos esos factores propiciaron tragedias como no las había conocido la megalópolis que, hace 40 años, ya era la ciudad de México.

historias sangrientas

Petróleos Mexicanos, al final de una larga investigación, fue señalado como el origen del desastre de San Juanico.

Petróleos Mexicanos, al final de una larga investigación, fue señalado como el origen del desastre de San Juanico.

Noviembre de 1984. Vísperas de las conmemoraciones del día 20 y los discursos, que ya huelen a formol y vinagre, de los logros y las promesas revolucionarias. Muchos empleados, de todos niveles, y muchos estudiantes, de diversas condiciones, están despiertos desde antes de las 6 de la mañana. Hay quienes checan tarjeta a las 8, a las 8:30, a las 9, y viven lejos del trabajo. Hay quienes tienen que llegar a clase de 7 a la prepa, a la universidad, o aquí a pocas cuadras, a la secundaria del rumbo. Los que habitan en el norte de la ciudad de México, contemplan, de repente, el diario espectáculo: el cielo clarea, anunciando el amanecer.

El problema empieza cuando de lo común se pasa a lo insólito: el sol NO sale por el noroeste. Los cerros de la sierra de Guadalupe, de la que forma parte el de la Villa, están arropados por un cielo rosado que tira a naranja.

La sorpresa es breve y la sustituye el miedo. Un trueno brutal se escucha en todo el norte de la capital mexicana. Por encima de los cerros, se eleva una inmensa columna de fuego. Sí, es fuego. Algo horrible ocurre del otro lado de la cordillera. Así se despierta la ciudad entera: los que no están ya escuchando Monitor, en aquellos días el noticiario radiofónico de mayor audiencia, encienden sus receptores, prenden la televisión. Con miradas incrédulas, con espanto contenido, los capitalinos empiezan a enterarse de que, en algún punto del Estado de México, brota una sucursal del infierno, y nadie habla en sentido figurado.

A ese primer trueno, siguen otros. Los curiosos del norte de la ciudad se dan cuenta, con miedo justificadísimo, que con esos truenos, y a pesar de que los cerros actúan como cortina protectora, se cimbran los cristales de sus ventanas. Uno de esos curiosos que nunca faltan, en alguna colonia cercana a las líneas del Metro del rumbo de la Villa, abre la ventana de su cuarto. Con todo y cerro, un calor semejante al que sentiría al acercarse a una fogata o a la flama de la estufa, le toca el rostro. Con un miedo que no deja de tener su gota de inocencia, vuelve a cerrar la ventana. La radio es ya una catarata de información: explosiones, gas, llamas, muertos, muchos muertos.

Todos los cuerpos de bomberos del entonces Distrito Federal y del Estado de México se dirigen a un solo punto: Tlalnepantla. Allí está lo que las rutas de microbuses que salen de la capital hacia el norte llaman familiarmente San Juanico. Las grandes avenidas de la ciudad se llenan de sirenas. Todos los cuerpos de atención emergente se dirigen a un solo lugar, que ese 19 de noviembre es, simplemente, el infierno.

DE LA ESPERANZA INDUSTRIAL AL DESASTRE

El nombre oficial de San Juanico es San Juan Ixhuatepec. Es un pueblo muy viejo. Algunas fuentes dicen que existe desde el siglo XVI. Alguna vez fue tierra de ejidos. Pero desde los años 50 del siglo XX, San Juanico está en la ruta de los corredores industriales que el alemanismo mira como factor de desarrollo.

Esa es la razón por la cual desaparecen, poco a poco, los ejidos de San Juanico. Las autoridades federales y estatales los expropian para dotar a Petróleos Mexicanos de terrenos donde levantar una planta de procesamiento de gas licuado de petróleo, necesario en muchas zonas habitacionales y en las zonas industriales de Tlalnepantla, Naucalpan y lo que se conoce como Industrial Vallejo. Desde 1961, la planta de Pemex opera con gas que viene de Minatitlán, de Poza Rica, de Coatzacoalcos; los reenvía a San Juanico el gasoducto de la Refinería 18 de marzo, que opera en Azcapotzalco.

Por inercia, porque es más cómodo, porque se gasta menos en operación, diversas empresas gaseras comienzas a establecerse ahí en San Juanico, a pocos cientos de metros de la planta de Pemex. De ahí, y durante años, salían, muy temprano, docenas de camiones con cilindros de gas para consumo doméstico, para satisfacer la demanda en todos los rumbos de la ciudad y el Estado de México. Pemex, como ocurre en todas sus plantas, tiene protocolos de revisión y de seguridad. ¿Qué puede salir mal?

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En 1968, San Miguel Canoa padecía un problema de autoridad. Desde 1962 había dejado de ser un municipio por sí mismo y había pasado a la jurisdicción de Puebla. El lugar se quedó un tanto en el olvido de las autoridades y propició que el párroco se convirtiera en el personaje principal del pueblo.

Pero las ciudades crecen; eso que de manera delicada se define como la zona conurbada de la capital mexicana es una mancha que se expande de manera continua. Comienzan como “asentamientos irregulares”, con casas de lámina, de alambre, de cartón. Luego, unos pocos tabiques, un corral. Al rato, eso ya parece una casa humilde, con piso de tierra. Meses después, ya no es una casita; son diez, doce, veinte. Luego serán cincuenta, cien, doscientas. A la vuelta de un par de años ya se nombran colonia. Y la existencia de empresas y plantas grandes, como la de Pemex y las gaseras, siempre albergan una promesa de empleo. Crecen las zonas habitacionales en torno a la zona gasera.

Para noviembre de 1984, aparte del pueblo de San Juan Ixhuatepec, son vecinas de las gaseras las colonias San José Ixhuatepec, San Isidro Ixhuatepec y Residencial El Copal. Son muchas las familias que creen haber hallado su casa, para toda la vida, en ese punto de Tlalnepantla.

No importa que, a veces, un intenso olor a gas se extienda por la zona. Como ocurrió, hacia las 3 de la mañana, ese 19 de noviembre. Es tan fuerte el olor, que algunos vecinos despiertan y hacen reportes. Nadie hace mucho caso. A esa hora, menos de un centenar de personas laboran en la planta. Claro que se revisará, claro.

Pero el destino y la muerte les ganan la carrera. Lo que sigue es el horror, las llamas, un fuego implacable que arrasará con familias enteras, que morirán sin darse cuenta, siquiera, lo que ocurre a unos pocos metros de las camas donde duermen.

LA REALIDAD SUPERA A LA NOTA ROJA

La escritura periodística de los hechos de sangre acuñó docenas de lugares comunes, frases hechas que, de repente, todavía se pueden leer en las notas policiacas. Una de esas expresiones es el calificativo “dantesco”, que quién sabe a qué reportero de hace muchas décadas, y con alguna cultura literaria, se le ocurrió que era adecuadísimo para describir asesinatos tremebundos, habitaciones llenas de sangre, cadáveres ultrajados por la furia de los seres humanos. “Dantesco” es el resultado del camión de pasajeros desbarrancado, “dantesco” es el cuarto donde han muerto tres niños, por mano de un padrastro violento y borracho. Quien usa “dantesco”, al escribir sus notas del día, tal vez se detenga, unos instantes, a pensar en que, al escribir el “Infierno” de la Divina Comedia, el pobre florentino Dante Alighieri, no se imaginaba, ni de lejos, que se convertiría en un referente de la nota roja mexicana, para querer decir algo así como “infierno en la tierra”.

Pero en noviembre de 1984, la realidad de San Juanico supera las imaginaciones de los reporteros de nota roja, y acaso hubiera exacerbado las del mismísimo Dante: la mortandad causada esa madrugada va a atormentar por años a los sobrevivientes y a quienes, como parte de los cuerpos de socorro, lleguen a intentar rescatar vida en una zona arrasada por el fuego.

Los cuerpos de rescate y los humildes patrulleros se jugaron la vida para rescatar sobrevivientes del infierno de San Juan Ixhuatepec.

Los cuerpos de rescate y los humildes patrulleros se jugaron la vida para rescatar sobrevivientes del infierno de San Juan Ixhuatepec.

Porque esos bomberos, esos socorristas, llegan a un terreno devastado las casas que quedan en pie, arden. Después se sabrá que familias enteras murieron sin haberse levantado de sus lechos. Jugándose la vida, algunos patrulleros se internan en las calles humeantes; algunos logran sacar, en brazos, a niños con severas quemaduras. Todo aquel que es rescatado en aquellos momentos, va prácticamente desnudo; el fuego le arrancó toda la ropa. Apenas algunos jirones van pegados a las pieles lastimadas.

Quien pudo escapar, lo hace, arrancando el auto de la familia, corriendo con la abuela, con los niños, cargando a los parientes más débiles, llamando a los perros para que no se queden atrás. A las 7 y media de la mañana, ya hay cámaras de televisión, compartiendo con el país entero la escena, sí, dantesca, si dantesco quiere decir que las llamas del infierno han salido a la superficie de la tierra.

Muy pronto se empieza a hablar de negligencia, de descuido. Porque es descuido el que permite que, apenas a ciento cincuenta metros de la planta de Pemex, haya casas habitación. Porque es descuido que las pequeñas fallas no se atiendan al cien por ciento.

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Del mismo modo que la cauda de sirenas anunció el movimiento hacia el lugar de a tragedia, poco a poco el sonido reaparece, en sentido contrario: todos los hospitales del Estado de México y de la capital se concentran en recibir heridos de San Juanico. Todos van graves. Todas las consultas están canceladas. Ni siquiera las de los pequeños recién nacidos. Algún padre primerizo, prudente, llama por teléfono para saber si atenderán la revisión de su bebé. “Mejor ni venga”, le responde una voz desde el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE. Todo, esa mañana, que ya es larguísima, se centra en los heridos de San Juanico.

LA VOZ DE LOS SOBREVIVIENTES

Las mujeres que estaban en la cola de la leche de la Conasupo; los que ya se iban a la capital a trabajar, fueron los primeros en darse cuenta de lo que venía. Escucharon el trueno, se devolvieron a sus hogares, vieron volar por los aires las “salchichas”, los enormes tanques cilíndricos de gas. Como pueden, van por la familia. Los zapatos se les deshacen en segundos, la piel de las plantas de los pies se va quedando en el suelo. Solamente el pánico hace que esas familias sigan corriendo. No razonan; su movimiento es mecánico. Habla el instinto de supervivencia. No pueden contar. De otra forma sabrían que, entre las 5:45 y las 7 de la mañana, por lo menos once explosiones destruyeron sus casas, sus colonias, el pueblo entero.

LAS RESPONSABILIDADES, EL ECO

Mientras se atiende a cientos de heridos, mientras decenas de ellos mueren a consecuencia de la gravedad de las quemaduras, mientras se reconoce que hay zonas donde nunca se podrán cuantificar las víctimas porque el fuego las desapareció, se empieza a hablar de responsabilidades, de olvidos, de desidias, de quejas no atendidas.

La versión oficial asegura que el desastre se origina en la ruptura de una tubería de 20 centímetros de diámetro que transportaba gas LP. De la ruptura sobrevino la fuga. Una chispa basta para detonar el horror. Un día antes, la bitácora señala una fuga en la estación de almacenamiento de Pemex.

Veinticuatro horas después, los afortunados que tienen un cuerpo al qué llorarle, lo llevan a enterrar al Panteón de Caracoles, a donde van a dormir la eternidad los muertos de San Juanico. Pero nunca habrá acuerdo en el total de víctimas: 498 muertos y cuatro mil 248 heridos, dicen unos. Fueron más de 500 personas fallecidas, 7000 lesionadas, 60000 evacuadas, 149 viviendas destruidas, 16 con daños mayores y 1358 con daños menores, asegura el reporte oficial del gobierno mexicano. Se reconoce la responsabilidad mayor en la planta de Pemex.

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Pasan los años. Muchos de los damnificados pasarán meses en rehabilitación, en y tratamientos para que su piel sane. Otros, lloran a los familiares que desaparecieron: son polvo, son cenizas. En San Juan Ixhuatepec, ahora hay un jardín que evoca a las víctimas. Pero también operan ahí media docena de gaseras. Los habitantes de la capital agregan un elemento más a su catálogo de miedos: el intenso olor a gas nunca trae nada bueno.