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Julio de 1872: muere Benito Juárez y sus leales lo vuelven eterno

Cuando el presidente oaxaqueño murió, hace siglo y medio, toda la prensa, inclusos sus críticos más duros, le rindieron homenaje unánime. El culto a Benito Juárez había empezado a germinar en los años de la guerra contra el imperio, y, aunque para 1872 existía ya una importante disidencia, aquel prestigio y el respeto popular continuaban vivos y acompañaron a la tumba a aquel hombre bajito, al que nunca se le tomó una fotografía sonriente, al que le encantaba bailar y que solamente sobrevivió un año y medio a la viudez, y que, al mismo tiempo, era uno de los constructores del moderno Estado mexicano.

Buena parte de la clase política y de los mexicanos sencillos veneraban a Juárez mucho antes de que muriese.

Buena parte de la clase política y de los mexicanos sencillos veneraban a Juárez mucho antes de que muriese.

La mañana del 19 de julio de 1872, la ciudad de México despertó con el sonido de cuatro cañonazos, seguidos por otros cada quince minutos. Se supo así que el presidente de la República había muerto durante la noche, hacia las once y media. Algún periódico apuntó que el deceso había ocurrido a las tres de la mañana. No faltó el malicioso que señaló que la muerte del presidente coincidía con el aniversario luctuoso de Agustín de Iturbide.

Empezó a circular el aviso oficial de la muerte de Juárez. A nombre del Estado mexicano, Sebastián Lerdo de Tejada, en su calidad de presidente interino, encabezaba el duelo:

“El Presidente interino, al participar a usted con el dolor más profundo, tan deplorable acontecimiento, le invita a que asista al funeral, que se verificará el martes 23 del presente mes, en el cementerio de San Fernando”.

Juárez reposaría al lado de su amada Margarita y de sus hijos fallecidos a edad temprana. El presidente apenas había sobrellevado la viudez por espacio de año y medio, consolado por la presencia de sus dos nietas, nacidas de la unión de Manuela, su hija, y el escritor y periodista cubano Pedro Santacilia. La anécdota familiar cuenta que, cada tarde, al retirarse a sus habitaciones de Palacio Nacional (donde hoy se encuentra un museo dedicado a él), después de la jornada de trabajo, las pequeñas salían corriendo a su encuentro, y se le abrazaban a las piernas, con el riesgo de derribarlo. Jocoso, el presidente Juárez decía: “estas niñas van a lograr lo que nadie más ha podido: ¡tirarme!”

Pero lo cierto es que desde enero de 1871, fecha de la muerte de su esposa, Margarita Maza, Benito Juárez cargaba un íntimo dolor, discreto, silencioso. Comenzó a tener quebrantos de salud desde 1870, y el agotamiento y el desgaste causados por tantas privaciones y sobresaltos, se acrecentó con la depresión que le causó la muerte de su esposa.

La campaña para su reelección en 1867, el levantamiento de Porfirio Díaz y los trabajos que hubo de desarrollar para contener el movimiento rebelde, no dejaron de generar cansancio y tensión. La primera crisis cardiaca de Juárez ocurrió en marzo de 1872. Y, si bien la superó, las dificultades de la tarea de gobernar le generaban tensión. Seguía, además, comiendo como comían tantos otros de sus contemporáneos, y eso era otro factor de riesgo.

El 8 de julio tuvo una nueva crisis cardiaca, pero en cuanto se sintió algo mejor, volvió a sus actividades normales. Todavía el día 16 de julio, comió y bebió como siempre. La relación de sus alimentos impresiona si se considera que la hizo un caballero que llevaba dos incidentes cardiacos en menos de un año: “media copa de jerez, [vino de] Burdeos, pulque, sopa de tallarines, huevos fritos [con aceite de oliva o con manteca], arroz, salsa picante de chilepiquín (sic) bifsteak [bistec], frijoles, fruta y café. Entre una y dos de la tarde. En la noche [da a entender que la cena fue similar a la comida]. A las nueve, una copa de rompope. Copa chica”.

Al día siguiente, trabajó como de costumbre. Le inquietaban dos temas, especialmente: una reforma constitucional y la conclusión de las obras ferroviarias para comunicar la capital con el puerto de Veracruz. Recibió por la tarde al ministro Lafragua, al general Alatorre. Quiso seguir su lectura: el Tours d’Histoire des Législations Comparées de M. Lerminier. Pero los dolores de pecho ya no se lo permitieron. Después el mal hizo crisis, y después de un tratamiento que aún impresiona por lo duro –a falta de una inyección de atropina o un carrito rojo de emergencia como los que hoy tenemos- la aplicación del agua caliente para intentar reanimar aquel cansado corazón, fue inútil.

Por mandato del gobernador del Distrito Federal, Tiburcio Montiel, todos los empleados públicos, locales o federales, debían de vestir de luto durante un mes. Se hicieron los preparativos para el sepelio, que se realizó cinco días después de la muerte del presidente. Desde luego, se le embalsamó con los mejores recursos de la época y por el mejor especialista de la capital.

La prensa, como muchos mexicanos de a pie, se asomaron a Palacio a contemplar el cadáver de Juárez, que se colocó en el Salón de Embajadores, e hizo notar en sus publicaciones la gran calidad del trabajo del embalsamador. Es cierto que algunos se quejaron de que los rasgos del presidente se veían alterados; otros, al contrario, aseguraban que se veía sereno. El Diario Oficial –muy diferente al que hoy conocemos—cronicaba: “el semblante [del presidente] había perdido su habitual severidad y expresaba la afable resignación con la que mueren los justos”.

El cadáver de Juárez fue fotografiado a distancia en el Salón de Embajadores de Palacio Nacional. En tiempos recientes ha llamado la atención el hecho de que, en el fondo del salón, se encontraba el retrato de Agustín de Iturbide.

El cadáver de Juárez fue fotografiado a distancia en el Salón de Embajadores de Palacio Nacional.

Desde San Pablo Guelatao llegó una comunicación dirigida al gobierno de la República. Los habitantes del diminuto pueblo oaxaqueño solicitaban que Benito Juárez fuese sepultado en su tierra. La secretaría de Relaciones Exteriores, que se hacía cargo del funeral no hizo caso a la petición.

El cortejo fúnebre salió de Palacio Nacional la mañana del 23 de julio, después de que muchos mexicanos se despidieron del presidente muerto. Los tribunales y oficinas públicas estaban cerrados y llenos de crespones negros. Muchas casas particulares también fueron puestas de luto.

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La comitiva fúnebre, enorme, compuesta por funcionarios públicos y diversos cuerpos militares, rodeó los portales de las Flores y de los Mercaderes, y avanzó por Plateros, la actual Madero. Tomó un tramo de lo que hoy es el Eje Central Lázaro Cárdenas y que en 1872 se llamaban calles de Santa Isabel y La Mariscala. Luego, avanzó por San Hipólito -hoy Avenida Hidalgo- hasta el panteón de San Fernando.

Fueron muchos y largos los discursos ante la tumba del presidente oaxaqueño. A las 2 de la tarde del 23 de julio, cuando Juárez quedó sepultado, sonó un último cañonazo. Desde el anuncio del fallecimiento del presidente, y cada quince minutos, habían disparado salvas en señal de duelo, y la ciudad de México se había habituado al peculiar lamento. En los días que siguieron, el gobierno mexicano recibió las condolencias de Bolivia, de Colombia, de Guatemala, de Perú, de Uruguay y de Venezuela.

EL CULTO A JUÁREZ

Buena parte de la clase política y de los mexicanos sencillos veneraban a Juárez mucho antes de que muriese. Su fallecimiento solamente escaló aquel culto laico que encontraba su origen en los duros días de la guerra de Reforma y los agitados tiempos de la lucha contra el imperio.

Durante años, los contemporáneos del presidente oaxaqueño le rendían homenaje en cada aniversario luctuoso, con publicaciones periodísticas. Juárez se volvió estatua, eternidad. Dejó de ocupar una tumba sencilla para pasar, con los restos de sus familiares, al sobrio pero imponente mausoleo que el gobierno de Porfirio Díaz mandó construir.

Fue Porfirio Díaz quien, quince años después de la muerte de Juárez, encabezó una ceremonia fúnebre en memoria de su antiguo rival. En 1890, también fue Díaz quien inauguró la estatua de don Benito que todavía hoy se encuentra en el Patio Mariano de Palacio Nacional y que, según la leyenda, fue fundida con el bronce de los cañones que derrotaron a los conservadores en Silao y Calpulalpan, finalizando de ese modo la guerra de Reforma.

Como extremo homenaje, Díaz también mandó a hacer el Hemiciclo que se encuentra en la Alameda Central, donde Juárez, con las piernas abrigadas recibe ya los laureles de la victoria eterna.

LAS LEYENDAS OSCURAS

Todavía, a fines de los años 60 del siglo XX y principios de los 70, en algunas escuelas católicas se estudiaba Historia de México en los libros escritos por el jesuita Joaquín Márquez Montiel, quien en su libro para segundo grado de secundaria, hacía un apunte que bien podría calificarse de venenoso, aludiendo al fallecimiento de Benito Juárez: “..Y el dictador cayó herido de muerte el 18 de julio de 1872, a las once y media de la noche, tal vez envenenado, tal vez de angina de pecho…” Con esa sola frase, Márquez Montiel llevaba, al último tercio del siglo XX un rumor muy viejo y muy malintencionado, que hace caso omiso los detallados informes que dejaron los médicos que asistieron al presidente Juárez

La conseja afirma que no fue una afección cardiaca lo que mató a don Benito, sino una dosis de veneno hábilmente administrada, burlando los cuidados en torno al presidente. En algunos ámbitos, y con el paso del tiempo, se agregó detalle a la leyenda del veneno: sería una infusión de una planta conocida como “veintiunilla”, de flores blanquecinas, llamada así porque, a los veintiún días de haberse ingerido, la víctima se iba al otro mundo, sin posibilidad de falla.

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Casi está de más decir que, al conservadurismo derrotado en 1867, la historia le encantó y se esforzó por atesorarla, enriquecerla y conservarla. Sin embargo, el rumor, el chisme, fue muy pronto juzgado y calificado como eso, como una conseja sin fundamento, que, con el paso de los años, se quedó en el baúl de los cacharros viejos e inservibles, empleado de vez en cuando por aquellos –afectados de rencor ideologizado- que decían tener en sus manos “la verdadera” historia de México.