
Cuando se terminaba el siglo XIX, una palabra, “higiene”, comenzó a llegar a los oídos de la gente de a pie, de esa que no sabía ni leer ni escribir, pero que era, a la larga, la que iba metiéndose en la cabeza, poco a poco una nueva idea de los médicos sabios, esos que estaban atentos a las cosas que, en materia de ciencia ocurrían en Europa, La ciencia servía para cambiar la vida de los ciudadanos más humildes, más sencillos: esa era la convicción de muchos personajes que estaban llamados a instrumentar medidas novedosas, hábitos diferentes que le permitirían a las familias vivir en mejores condiciones.
Uno de esos sabios afirmaba que la higiene era, nada menos, que el “arte científico de conservar la salud y aumentar el bienestar”. Muchas cosas estaban detrás de aquella frase rimbombante, que los educados en el espíritu positivista de la Escuela Nacional Preparatoria entendían perfectamente, pero que el resto del país veía como una completa extravagancia, como eso del baño frecuente, que, además de insólito, algunos veían como francamente peligroso.
Pero las autoridades de salud pensaban distinto. No podía ser de otro modo, si el caballero que, en los primeros años de la nueva centuria, presidía el Consejo Superior de Salubridad era el doctor Eduardo Liceaga, quien aseguraba que muchas enfermedades se combatían con eficacia con el sencillo procedimiento del aseo y la observancia de buenas normas de higiene.
Y de hecho, en la última década del siglo XIX empezaron a instituirse diversas normas de salud pública, que, complementadas con importantes obras públicas, como el sistema de desagüe de la ciudad de México, que se desarrolló entre 1896 y 1900, y el sistema de drenaje, que se construyó entre 1897 y 1905, deberían transformar la vida doméstica de los habitantes de la capital. Bueno… todo eso era verdad… si se daba por descontado que la ciudadanía cumpliría, al pie de la letra, las disposiciones que se encontraban en aquellos reglamentos.
Y ahí era donde, como decían las ancianas, la puerca torcía el rabo, porque una cosa eran las nuevas reglas, y otra muy distinta que se cumplieran. ¿Por qué? Porque suponían el cambio de costumbres centenarias, y tenía que ver con todos los ámbitos de la existencia. Las casas y las habitaciones requerían limpieza frecuente, ventanas abiertas, sol y aire fresco, y los ocupantes deberían usar ropas “saludables” y asearse con frecuencia. Eso del “aseo frecuente” tenía una referencia concreta: la gente, si podía, debería bañarse ¡a diario!
No era gratuita la insistencia: a los médicos de la época les preocupaba que las habitaciones oscuras, malolientes, húmedas, en las que nunca entraba un rayo de sol, eran el espacio adecuado para que proliferaran padecimientos como el cólera o la tuberculosis, y la poca limpieza corporal le daba acogedor hogar a los piojos, y con ellos venía el riesgo del tifo.
Los médicos de avanzada llegaron a intentar reglamentar las características que deberían tener las casas en México, pensando en construir un entorno saludable: techos con una altura no menor a 3.75 metros; cada individuo debería disponer de un amplio espacio en las habitaciones que ocupaba. Otro elemento indispensable era la iluminación, fuera de luz natural o provista por energía eléctrica, porque de ese modo se podría detectar el polvo y la suciedad para eliminarlo. Aseo era la palabra esencial y, combinada con buenos hogares, limpios, aireados y secos, aseguraría la disminución de padecimientos frecuentes como la bronquitis, la laringitis y el catarro.
El problema es que, hacia 1910, los datos que arrojaba el censo que se levantó aquel año, más de la mitad de las casas de México no merecían llamarse sino “chozas”, sin ventanas, con piso de tierra, donde se hacinaban familias enteras en una sola habitación, donde lo mismo dormían que cocinaban sus alimentos. En aquellos hogares no funcionaba la norma, según la cual, las amas de casa debían barrer por lo menos tres veces al día. Y en todo caso, ¿¿qué iban a barrer??
¿Limpiar la casa? ¿Emplear agua y jabón? Era cosa más bien extraña: un par de escobazos por aquí o por allá, y eliminar el polvo… en todo caso, en las salas, cuando las había, porque allí se recibía a las visitas. ¿Cuándo se solía hacer limpieza DE VERDAD? El día del cumpleaños del papá o el santo de la mamá, cuando la casa se ponía de fiesta, llegaban algunas visitas, y se hacían cosas fuera de lo usual… como el aseo profundo.
Así las cosas, entrar en un tema mucho más peliagudo, como era la idea del baño frecuente y el aseo DIARIO, fue, en los primeros años del siglo XX, un reto laborioso, por decirlo de manera fina.
LA COMPLEJA RELACIÓN CON EL AGUA Y EL JABÓN
El asunto del agua ya era muy complicado. Se intentó reglamentar qué agua se podía beber y cuál no. Fue necesario insistir en que NO se bebía agua de las albercas, de los pozos poco profundos, de los canales de La Viga y Xochimilco, de los lagos de Texcoco, Chalco y Tláhuac; mucho menos de los pozos que había en algunas vecindades. Hervir el agua era un hábito desconocido. En cambio, los médicos aconsejaban el uso de filtros para purificarla. Pero un filtro marca Delfín o el que llamaban Filtro Pasteur podía costar 12 o 14 pesos, que muchos mexicanos no veían en un mes entero.
Si así estaban las cosas, el siguiente paso, el del aseo corporal, suponía el reto mayor. La escritora y periodista Laura Méndez de Cuenca contaba, en la última década del siglo XIX, de un buen hombre, que, orgulloso, decía: “desde el día e que entró Porfirio Díaz a la cabeza del ejército republicano [1867], no me he metido en una tina con agua”.
Pues, ¿Cuándo se bañaban los mexicanos? Había una curiosa idea de lo que significaba “baño frecuente”. Ese “baño frecuente” como lo entendían muchos mexicanos, se tomaba cada 8 días, en medio de gran mitote: pidiendo una muda de ropa limpia, contarle a todo el mundo que la dama o el caballero en cuestión, ¡iba a bañarse! Porque era un acontecimiento simplemente extraordinario.
Pero uno de los obstáculos técnicos era que, para empezar, la mayor parte de las casas mexicanas carecía de cuarto de baño y de servicio de agua, “agua corriente”. Las nuevas colonias, elegantes y modernas, como la Santa María la Ribera o la Roma, tenían casas y departamentos donde ya existían los cuartos de baño. Evidentemente, eran insuficientes y caros.
Ante el problema estructural que impedía aumentar la frecuencia del baño, el gobierno optó por construir baños públicos. A principios del siglo XX, había 48 de ellos en la ciudad de México. Pero no eran baratos para el grueso el pueblo. Bañarse con agua caliente, en 1901, costaba de 25 a 50 centavos. Algunos eran gratuitos, patrocinados por la Junta de Caridad y la Junta Patriótica Privada.
Poco a poco, la idea del baño frecuente empezó a permear en la sociedad, a pesar la infinidad de menjurjes y potingues que se vendían para hacer un aseo personal “en seco”: pomadas y cremas con base de sebo, de manteca o de tuétano de res (¡), o costosas cremas finas, “aguas de tocador”. A las autoridades sanitarias les daba horror el uso de tales preparaciones, que eran muy favorecidas entre las clases medias, especialmente entre las señoras y señoritas.
Pero las cosas empezaban a cambiar. De estas modernas autoridades del porfiriano “sector salud”, nacieron los primeros cuestionamientos a los corsés, que desviaban la columna vertebral; a los zapatos mal hechos –ni siquiera había diferencia entre un zapato para el pie derecho y el del pie izquierdo- que provocaban callos y malestares sin cuento, a la ropa de lana en primavera y verano.
Fue el baño frecuente lo que más trabajo costó enseñar a los mexicanos, entre los cuales había uno que otro, que presumía su baño, cada ocho días, ¡lo necesitara o no!
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