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La muerte, el Porsche y el campeón

Aquellos a quienes la diosa Fortuna les sonríe con prontitud, caen embriagados con su encanto. Y entonces corren muy rápido, levantan el vuelo con todo el impulso de los aplausos de los admiradores. El problema es que, cuando todo parece señalar la ruta de un futuro promisorio, esa misma deidad puede distraerse, mirar para otro lado, y en vez de un sueño cumplido solo queda un rastro de sangre, oscuridad y notas policiacas.>

Muhammad Ali y Joe Frazier en el cuadrilátero
Al momento de su muerte, Sánchez tenía un récord de 44 victorias, la mayor parte de ellas por knock out. Al momento de su muerte, Sánchez tenía un récord de 44 victorias, la mayor parte de ellas por knock out. (La Crónica de Hoy)

El Porsche blanco agarró camino para la carretera que va de la ciudad de Querétaro a San Luis Potosí. Su conductor calculó: madrugada, poco tráfico. En un rato estaría en su destino. Minutos después, el vehículo estaba destrozado, y el piloto, el boxeador Salvador Sánchez, ídolo mexicano, había muerto.

Así, en un momento de prisa, en un instante en que cambian los planes, se decide la vida o la muerte. Sal Sánchez, la estrella del momento cuando se hablaba del deporte mexicano, había estado por varias horas con un grupo de amigos y admiradores, departiendo en la capital queretana. Pasaba ya de la medianoche del 12 de agosto de 1982 cuando el campeón abordó su juguete preciado, el espléndido auto deportivo que lo llevaría directo al mundo de los muertos.

Los peritajes afirmaron, después, que el bólido blanco que tripulaba el preferido de la Fortuna corría a más de 200 kilómetros por hora. A esa velocidad cualquier cosa puede ser el principio del fin. Un descuido, una mala decisión, se convierten en el pasaporte directo a la muerte. Ese boleto lo ganó Sal Sánchez cuando, a unos 12 kilómetros de la ciudad de Querétaro, y sobre un camino con un solo carril de ida y otro de vuelta, resolvió rebasar al vehículo que tenía delante.

  • A 200 kilómetros por hora, nada se puede hacer. Lo último que vio Sal Sánchez fue al camión Torton color rojo sobre el que se abalanzaba al tomar el carril en sentido contrario. El golpe fue brutal. El Porsche se reventó con el impacto. El toldo, desgajado, se clavó en el cráneo del joven boxeador, que a los 23 años se moría en una carretera, cuando todo parecía ir de maravilla, y él, Sal, Sal Sánchez, Salvador Sánchez Narváez, tenía todo listo para consolidarse como uno de los grandes del boxeo mexicano antes de llegar siquiera a los treinta años. No era especulación, no era “volada” de los reporteros de deportes. Sánchez tenía todo para convertirse en un campeón de esos que perduran.

Esa montaña de ambiciones y de sueños a medio cumplir, se quedaron entre los fierros retorcidos del Porsche blanco.

Conforme se desvanecían las sombras de aquella noche veraniega de 1982, empezaba a correr la información. ¿Sal Sánchez? ¡Pero cómo! Las fotos del auto despedazado empezaron a circular por las agencias de noticias, y se habló de ellas en noticiarios de radio y televisión. Entraba la mañana cuando los corresponsales queretanos empezaron a enviar su trabajo a las redacciones de la ciudad de México. De ahí rebotarían a todo el mundo, porque Sal Sánchez, estrella del box a sus 23 años, era ya todo un personaje, aplaudido por los jerarcas del negocio del box, que veían en el un filón de oro que tenía por delante largos años de ganancias.

No faltaron los audaces, los que con maña y contactos llegaron hasta la plancha de la morgue donde se mantenía el cuerpo del boxeador y retrataron su cadáver, limpio ya de sangre. La imagen de su cabeza, todavía con la marca de la lesión que le costó la vida, se reprodujo en La Prensa, que la añadió a su colección de muertos ilustres.

El resto de los medios de comunicación de la ciudad de México lo presentaron a los sorprendidos fanáticos del boxeo, que todavía no digerían la noticia, tal y como lo habían visto en el pasado reciente: sonriente, con la mano del triunfador en alto, rodeado de celebridades que lo trataban como el niño mimado de las multitudes, y con toda razón. A sus 23 años -un chamaco, dirá cualquiera que ahora lea esto- Salvador Sánchez ya tenía un récord formidable en su carrera boxística: 44 victorias (32 por knockout, 12 por decisión), 1 derrota por decisión y un empate. Iba a ser un grande. Ya era un grande que se iba de este mundo sin que le hubieran arrebatado el campeonato de peso pluma del Consejo Nacional de Boxeo.

EL PREFERIDO DE LA DIOSA FORTUNA

Cuando muere un ídolo joven, cronistas, opinadores y expertos se concentran en la biografía, en la racha fulgurante que ha llevado al muerto al Olimpo donde se encontraba en el momento de ser arrebatado de la vida. En el caso de Sal Sánchez no ocurrió cosa diferente, pero en el caso del joven mexiquense que había sido, el tratamiento de su muerte resultó más sensible, por que Sal era uno de esos muchachos que no solo se dio de golpes en un ring. También se había dado buenos rounds contra el destino, para sobreponerse a los designios de la estructura social mexicana.

Porque este chamaco, hijo de campesinos, había crecido en el municipio de Santiago Tianguistenco, en el Estado de México. Su destino era, si se la llevaba tranquila, seguir el modo de vivir de su familia. Pero los que saben de estos asuntos del box, como en los toros, cuentan que a esos que han de triunfar se les nota; tienen algo que los más curtidos llaman “hambre”: hambre de triunfo, de gloria, de ser algo más de lo que parecen destinados a ser.

Ese era el caso de Sal Sánchez. No se quedaría en el campo familiar, no haría huesos viejos en su municipio. Como muchos mexicanos humildes, que sienten debajo de la piel el gusto y la facilidad para los deportes, a Sánchez le gustaban esas actividades de competencia individual, en las que los mexicanos solemos destacar. Primero le llamó la atención la lucha libre. Pero un ojo agudo, el de Agustín Palacios Rivera, lo empezó a vigilar, y lo acercó al mundo del boxeo. Eso significaba disciplina, aprender las reglas. Era un escuincle, jovencísimo, y le ponía tantas ganas. Nadie dudaba que Salvador, Chava, Sal Sánchez iba a hacerla en grande.

Bajo la tutela de Cristóbal Rosas, Sal Sánchez se convirtió en un triunfador. Nadie dudaba, en 1982, de que ya era uno de los mejores boxeadores mexicanos. Cuando murió, muchos planes se volvieron humo: se planeaba una superpelea entre Salvador Sánchez y el nicaragüense Alexis Argüello, y se negociaban revanchas contra Juan Laporte y Wilfredo Gómez. También estaba sobre el tapete de negociación una pelea por su título mundial, contra un retador de gran nivel, el colombiano Mario Miranda. Llevaba nueve defensas de su título.

Era campeón pluma desde febrero de1980, cuando noqueó, para asombro de muchos, y en 13 asaltos a Danny "Coloradito" López, quien, después, intentó recuperar la corona, solo para durar un round más que en aquella pelea de 1980.

Otro gran rival de Sal Sánchez fue Wilfredo Gómez, portorriqueño tres veces campeón mundial, que, obsesionado con ganarle a Sánchez, subió de peso para llegar al peso pluma y presentarse como rival. Contra todas las apuestas, que daban como favorito a Gómez, el mexicano lo derrotó en Las Vegas.

El último rival de Sal fue Azumah Nelson, un gahanés que no levantó mucha inquietud en México, porque nadie lo conocía. Quince asaltos muy reñidos, le dieron la victoria al mexicano. Después, seguía el futuro. El campamento de entrenamiento de Salvador Sánchez estaba en Guanajuato, y debía empezar la labor con prontitud para enfrentar al portorriqueño Juan Laporte.

Todo eso se volvió cenizas y sueños truncados.

Las cámaras de televisión se fueron a Santiago Tianguistenco para dar cuenta del funeral de Sal Sánchez, que fue llevado a su tierra para que descansara en paz. A los periodistas en busca de la nota de color les vino de perlas que cayera un aguacero intenso durante esas horas. Y como ocurre con los ídolos químicamente puros, esos que no se desvanecen con el paso del tiempo, la gente del pueblo no ha querido olvidar a su Salvador.

Cada año, hay un festival Salvador Sánchez, que incluye un torneo de box entre jovencitos hambrientos de triunfar y de llegar a ser como Sal. Hace un par de años, cuando se cumplieron cuarenta de la muerte del joven boxeador, una vez más se escribió sobre la fugacidad de la vida, sobre lo terrible que debe ser morir a 200 kilómetros por hora en una carretera oscura. La historia de Sal Sánchez es perfecta para una novela: solamente los buenos mueren jóvenes, y el boxeador mexiquense es la materia prima perfecta; de la gloria a la tumba, a bordo de un Porche blanco. 

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