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Nobles señoras, historias desconocidas: las virreinas de la Nueva España

A medida que se fue consolidando el orden virreinal, buena parte de la vida pública y política del reino giraba en torno a los hombres enviados por la corona española como representantes absolutos de la autoridad del rey. Algunos de aquellos poderosos caballeros llegaron a estas tierras acompañados de sus esposas, que también asumieron tareas donde lo simbólico, las buenas maneras y las relaciones públicas, eran parte sus herramientas de poder.

Esta virreina fue una criolla francesa de Nueva Orléans, a la que el amor sí llevó a la ciudad de México y a vivir por poco más de un año, en el Real Palacio Virreinal/.

Felicitas de Saint Maxent, esta virreina fue una criolla francesa de Nueva Orléans, a la que el amor sí llevó a la ciudad de México y a vivir por poco más de un año, en el Real Palacio Virreinal/.

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A lo largo de los trescientos años de vida virreinal, en la Nueva España solamente hubo 28 virreinas. No es extraño: cuando recibieron el encargo, algunos ya eran viudos. Otros eran solteros y otros más eran eclesiásticos. Se sabe que un par, por razones desconocidas, prefirieron dejar a sus esposas en casa. Pero algunas de las mujeres que sí llegaron a estas tierras, tomadas del brazo de sus esposos, lograron construir también su propio coto de poder, y en ocasiones corrieron aventuras extraordinarias o fueron testigos de sucesos de importancia.

La mayor parte de las virreinas novohispanas venían de España y eran de cuna noble. No era infrecuente que sus matrimonios hubieran sido concertados por altos intereses y no por pasiones ardientes. Sin embargo, esa era la manera de vivir de las élites, y no era extraño. A cambio, las jóvenes desposadas, con el tiempo, conseguían presencia pública, desarrollaban su propio poder, establecían sus lazos de influencia en el reino, y no fue extraño que llegaran a inducir a sus maridos en algunas decisiones.

Esto no era ningún secreto. Las virreinas que vinieron a la Nueva España en los siglos XVI y XVII eran nobles, descendían de familias encumbradas, y mediante la compleja red de alianzas que significaban los matrimonios de conveniencia, algunas de esas bodas también influyeron para que algunas de esas parejas fuesen enviados a gobernar en la América española, en nombre del rey.

El hecho de que las virreinas viniesen de familias poderosas, también podía volverse una fuente de problemas. Porque, si bien es cierto que en los grandes momentos de la vida pública y política del reino era el virrey el único personaje visible y determinante, y la virreina no participaba de los ceremoniales o actos públicos más relevantes, puertas adentro del Real Palacio aquellas damas tenían voz y séquito, formado por damas asistentes, capellanes, maestros y servidumbre que la había acompañado en el largo y azaroso viaje desde Europa. Ese séquito engrosaba con las jóvenes damas de la sociedad virreinal que ingresaban a la corte para servir y asistir a la señora virreina. Pero aquellas mujeres también eran fichas de poder de sus familias, para ganar presencia cerca del gobernante y de su esposa, y, al paso del tiempo, con tesón y buenas maneras, se ganaba influencia, posiciones, empleos y alguna prebenda.

A veces, la voluntad de la señora virreina era demasiado evidente, y sus maniobras para conseguir cargos o distinciones para sus allegados se volvía indiscreta y hasta un tanto irritante. Hasta cierto punto es comprensible el fenómeno. Muchas de ellas eran descendientes de Grandes de España, y habían sido criadas para moverse con soltura y habilidad en las maniobras palaciegas. Hacían valer su linaje y sus conexiones familiares incluso ante sus esposos, y eso explica que no fuera extraño que, con frecuencia, la señora virreina, que con frecuencia traía su propio título de nobleza bajo el brazo -es decir, que no le debía la alcurnia a su esposo- impusiera a parientes y amigos, a sacerdotes o familiares de sus damas, en puestos de importancia.

Las cosas llegaron a tal grado, que en 1619 el rey expidió una cédula prohibiendo que los virreyes dieran nombramientos de importancia a sus allegados. Pero aquel mandato hacía énfasis en que tampoco se deberían otorgar cargos a los allegados de las virreinas.

Con la llegada del siglo XVIII, las cosas cambiaron. Los vientos de la Ilustración también llegaron a España, y, a medida que la razón y la modernidad se volvían motores del pensamiento, llegaron también virreyes diferentes, que no eran necesariamente nobles de vieja estirpe. Un rey moderno como Carlos III quería buenos y eficaces representantes suyos en la América. No le preocupaba tanto la sangre azul de sus servidores, sino su capacidad para administrar el reino y solucionar los problemas a los que se enfrentaban en su gestión diaria. Como algunos de sus virreyes más eficaces, como Bucareli y Revillagigedo, eran solteros, no podemos imaginar cómo podrían haber sido sus cónyuges. Pero sí hubo un cambio interesante: del mismo modo que algunos de los hombres más poderosos de los tiempos borbónicos tenían un origen plebeyo, y luego, gracias a sus méritos, fueron cercanos colaboradores del monarca, e incluso recibieron títulos nobiliarios, las virreinas que vivieron en Nueva España en el siglo XVIII no eran, necesariamente nobles de rancio linaje. Algunas eran de origen hidalgo, o el azar las llevó a circunstancias donde el poder político, más allá de alianzas matrimoniales, las llevó a habitar el Real Palacio de la ciudad de México.

La presencia americana

De esas 28 virreinas que vivieron en la Nueva España, tres eran americanas. Sus orígenes eran de lo más variado: eran criollas, pero con biografías muy distintas. Una era la famosa criolla francesa, oriunda de Nueva Orléans, Felícitas de Saint Maxent. Aunque de ella no se conserva sino un retrato bastante mediano, los testimonios aseguran que esta mujer que vivió en la ciudad de México entre 1785 y 1786 era de gran belleza.

Felícitas pertenecía a una familia francesa, que, naturalmente estaba en contacto con la intensa vida cultural de la Francia del siglo XVIII. Era viuda cuando conoció al gobernador de la posesión española de Luisiana, el joven héroe de guerra Bernardo de Gálvez, y por lo que se sabe, esta sí fue una historia de amor. Cuando, a la muerte de su padre, el virrey Matías de Gálvez, Bernardo fue designado para sucederlo, la pareja viajó a la Nueva España, donde fueron muy queridos en el breve periodo en que ocuparon el palacio virreinal.

Vestía Felícitas de Saint Maxent a la moda de Francia, es decir, con amplios escotes que muy pronto tenían fascinados a los novohispanos y escandalizadas a las novohispanas. A raíz de su presencia en la ciudad de México, aparecieron algunas cosas y hábitos “a la francesa”. Fue en los días del virrey Bernardo de Gálvez -al que hoy algunos considerarían un tanto populista- que se abrió en México el primer establecimiento que vendía café “a la moda de Francia”, es decir, con leche y azucarado, acompañado de mantecadas. La gente, encantada con la bella criolla de Nueva Orléans, la llamaba “la Francesita”, y circulaba un versito donde exhortaban al virrey a manejar bien el bastón de mando, es decir, a que gobernara bien, y a que “cuidara a la Francesita”. A aquella pareja le aplaudían a rabiar cuando se presentaban en la plaza de toros, y no fueron pocas las veces que les pedían que, en su carruaje, dieran vueltas a la plaza para que todo mundo pudiera verlos. El joven virrey era querido porque en momentos de sequía no vacilaba en distribuir granos entre la gente más pobre, y porque, en ocasiones liberó a presuntos delincuentes de los que se decía, habían sido acusados falsamente.

Tanta dicha fue breve. Bernardo de Gálvez murió inesperadamente cuando apenas llevaba poco más de un año en el cargo. Su viuda, destrozada, estaba embarazada, y se quedó en la Nueva España para sepultar a su marido en la iglesia de San Fernando -donde sigue todavía, junto al altar mayor- y hasta que naciera el hijo póstumo del virrey. Fue una niña, a la que apadrinó la Ciudad de México a través de los funcionarios del Ayuntamiento y a la que se bautizó como Guadalupe. Después, la hermosa criolla francesa partió a España, donde tuvo una vida larga pero desdichada.

Otras dos americanas fueron virreinas de la Nueva España. Una, nada menos que una criolla nacida en Buenos Aires. Otra, una rica heredera, nacida en San Luis Potosí, que mucho daría de qué hablar cuando estalló la guerra de Independencia.

(Continuará)