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“Regaña, pega y no paga”: una historia de hartazgo y horror

Antes que nada, la nota roja es la narrativa de los aspectos más oscuros e imprevisibles de la condición humana. Pero en un extremo están los grandes crímenes, detonados por la ambición, la “vocación criminal”, y del otro lado esas situaciones tope, donde el cansancio, el agotamiento emocional provoca conductas insospechadas: son hombres y mujeres desesperados, seguros de que ya no tienen nada qué perder. Lo único que desean es que su tormento se acabe, y para ello están dispuestos a todo, aunque no se tengan más que 14 años y estén solos en la inmensa ciudad de México.

Historias sangrientas

La nota roja del siglo pasado solía ilustrarse con la foto del criminal empuñando las armas usadas para cometer sus delitos. Miriam Ruiz apareció en los periódicos con la pistola que usó para matar a su patrona.

La nota roja del siglo pasado solía ilustrarse con la foto del criminal empuñando las armas usadas para cometer sus delitos. 

Alberto no lo dudó: “¡Fue Margarita!”, dijo a la policía que, junto con los peritos forenses y algunos agentes del Servicio Secreto se amontonaban en la cocina de aquel departamento de la colonia Escandón. “¡Margarita mató a mi madre!” Y empezó a contar una historia de agresiones pasivas, de abuso de autoridad de una mujer madura y con dinero contra una chamaquita que con trabajos se expresaba en español.

Es octubre de 1970, y poco a poco, en esa cuadra de la calle Unión empieza a correr el chisme: acaban de encontrar muerta, en su cocina, a María Angélica Rodríguez, una señora sesentona, e la que, se sabe, tiene mucho dinero. Es dueña de ranchos y ganado en el estado de Chiapas. No le ha valido su dinero; los forenses que examinan el cuerpo en la escena del crimen, anuncian que el cuero tiene tres heridas de bala; uno en la axila, otro en el muslo y uno tercero, mortal, en la espalda. La cocina estaba en desorden; cerca del cadáver hay un cuchillo, algunas de las hornillas de la estufa están tiradas en el piso. ¿Hubo lucha? ¿Acaso se trató de un robo? ¿Quién pudo entrar en el departamento sin que nadie se percatara?

Pero el hijo de la víctima no vacila. Está seguro de que Margarita es la culpable, o tiene algo que ver con la muerte de su madre. La describe con precisión: es una muchacha indígena, que tiene dos años trabajando con la familia. “Pero es agresiva”, señala el muchacho. “Con frecuencia le contesta mal y de modo grosero a mi mamá” ¿Cuáles son las razones de esas discusiones?, quiere saber la policía.

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El muchacho se encoge de hombros. “Con frecuencia desaparecen objetos de valor y dinero de la casa. Mi mamá le reclamaba. Eso es todo.”

Hay dos detalles: uno, que la chica en cuestión, ha desaparecido de la casa, llevándose sus pertenencias. La otra, es que apenas tiene catorce años.

PERDIDA EN LA CIUDAD

Mientras la policía capitalina comienza las primeras averiguaciones por el asesinato de María Angélica Rodríguez, una chamaca, como tantas otras que llegan a la capital mexicana, deambula sin tener muy claro hacia dónde moverse. En dos años de estancia en la ciudad de México, “Margarita”, que en realidad se llama Miriam Ruiz Hernández, no ha podido adaptarse. Doña Angélica, que allá en Chiapas tiene mucho dinero, se la trajo, un poco a la fuerza, de su natal Simojovel. En esos dos años, apenas si conoce la cuadra donde reside, en el cuartito de servicio del departamento de su patrona. No tiene parientes en la ciudad, no tiene amigos. No sabe qué rumbo tomar. Lo único que tiene claro es que desea irse de ahí cuanto antes. El edificio con el número 118 de la calle Unión es algo que desea, con todas sus fuerzas, olvidar.

Alberto, el hijo de su patrona, amplía su declaración: él llegó a casa hacia la una y media de la tarde. Estudia en la Facultad de Veterinaria de la UNAM, y le prometió a su madre llegar a buena hora para comer con ella. Cuando llega a su casa, llama a voces a María Angélica, pero la casa está silenciosa. La busca en su recámara. Todo está en orden, nada fuera de lugar. El joven universitario entra a la cocina, pensando que entre “Margarita” y su madre, están dando los últimos toques a la comida.

La escena lo estremece: su madre está en el piso, boca arriba; a su alrededor hay un charco de sangre. Sacando fuerzas quién sabe de dónde, atina a llamar por teléfono a la policía. De “Margarita”, no hay rastros.

En la calle, Miriam no ha dejado de caminar. Ni siquiera sabe qué camión podría llevarla a algún sitio seguro. Como tantas mujeres de su edad y de origen indígena, es prácticamente invisible a los ojos de los viandantes. Si alguien se fijara en ella, la confundiría con una “maría” un tanto urbanizada. En los tempranos años 70 los capitalinos llamaban “marías” a las indígenas que, con sus trajes vistosos, llegaban a intentar sobrevivir en la ciudad de México, generalmente, incorporándose a las legiones de vendedores ambulantes que abundan en las calles más céntricas.

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Mientras la chica se aleja de la escena del crimen, la policía explora todas las posibilidades: aplica a Alberto la famosa “prueba de la parafina”, para descartar que sea él el autor del asesinato. Registran el edificio. Ni rastro de “Margarita”. Se ha ido con todas sus pertenencias. Para 1970, el edificio de Unión 118 es de categoría: tiene portero, y cualquier visitante, para entrar, primero debe tocar en el timbre del responsable de la puerta, y solo después de identificarse, logrará subir a los departamentos. Pero nadie entró y nadie salió que no fueran los habitantes del edificio. Ya no le quedan dudas a la policía: Alberto tiene razón. “Margarita” tiene muchas preguntas que responder. ¿Qué la lleva a volverse asesina? ¿Qué pasó con el arma homicida?

LA BÚSQUEDA

La policía sabe algunas cosas acerca de la muchachita indígena: que María Angélica se la trajo de Chiapas en 19658, para que le trabajara como sirvienta. No hay nada de raro. En su tierra, la difunta cría ganado, tiene dinero. Como muchos de sus paisanos, tiene una relación donde hay mucho de desprecio y de abuso con los pueblos indios de la región. A nadie le extraña que quiera una muchachita para que haga la limpieza en su hogar de la capital. Se le pagan unos pocos pesos, se le mantiene más bien encerrada, para que no conozca amistades inconvenientes, o se consiga un novio que la embarace y luego desaparezca. Además, habrá pensado la mujer que yace muerta en la cocina de su casa, está muy escuincla. Hay que tratarla con firmeza para que no se vuelva mañosa y malcriada.

Puesto que “Margarita” es chiapaneca, todos les parece muy posible que intente regresar a su hogar. Se pegan carteles con su retrato en las cercanías de las estaciones de autobuses. La imagen de la jovencita se fija también en los pizarrones de las estaciones de la muy nueva línea 1 del Metro. No puede ser que, entre tanta gente, no haya alguien que la haya visto. Transcurren tres días sin que se cuente con una pista sólida.

La suerte acompaña a los agentes judiciales encargados de la búsqueda de la presunta asesina. Una vecina de la calle de Unión afirma que vio a “Margarita” subirse a un camión que iba para San Ángel Inn. Los judiciales siguen el dato, se acercan a las bases de camioneros para indagar. ¿Acaso alguien ha visto a esta chiquilla?

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Los judiciales abordan a los grupos de choferes que se toman un descanso. En el puesto de tacos de junto, un hombre alza la voz: él la vio. Es más, sabe dónde encontrarla.

El hombre cuenta lo que sabe. Tres días antes, después de bajarse del camión, “Margarita” aborda el taxi que maneja el testigo. Le dice que no tiene casa ni familia en la capital. ¿Le contó por qué andaba en la calle? “Dijo que se fue de la casa en la que trabajaba porque su patrona la trataba muy mal”. “Margarita” quería saber si él, de casualidad, conocía a alguien a quien interesara emplearla.

Corre con suerte la chiquilla. El taxista es un buen hombre que no se aprovecha de ella ni la introduce en los bajos fondos de la ciudad de México. La lleva con una vecina suya, a la que todos llaman “la tía”, que seguramente podrá darle un rincón dónde dormir y ayudarla a conseguir trabajo.

Cuando la policía llegó a la casa de “la tía”, se enteraron que “Margarita” ya tenía nuevo empleo: era sirvienta en una casa rica, hacia el rumbo de Santa Fe.

Los judiciales acuden a la dirección dada por la mujer que acogió a la muchacha. Es la mismísima “Margarita” la que les abre la puerta. Sorprendida, no atina a hacer nada. “¡La estábamos buscando! ¡Tiene que venir con nosotros! ¿Por qué mató a la señora María Angélica? ¿Qué le hizo a la pistola?”

Por toda respuesta, la chiquilla dice: “Aquí la tengo”, y amarrada de la cintura, debajo de la blusa, “Margarita” trae la pistola con la que mató a su patrona. No hay más qué decir: ahí está el arma homicida. La chica, ahogándose en llanto, queda detenida.

“REGAÑA, PEGA Y NO PAGA”

“Margarita” rinde declaración. En un español aprendido trabajosamente, empieza a aclarar cosas. No tiene padres. Vivía en Simojovel con seis hermanos, y a la señora Angélica se le hace que es buena obra llevarse a esta chiquilla y darle un oficio. Pero la ganadera es muy rígida con la muchacha, a la que, quién sabe por qué, llaman Margarita.

-Me llamo Miria Rui, balbucea. “Maté siñora”, agrega mientras las lágrimas le corren por la cara. “Me regañaba todos los días”.

Poco a poco aflora una historia de maltrato. María Angpelica la golpea con los zapatos, con un palo, con lo que hay a mano. “Mi dijaba chorreando sangre”. ¿Qué pasó el otro día? “Siñora agarró el cuchillo, porque quería matarme. No mató, yo la maté”.

¿Hubo algún problema, que desencadenara el crimen? Miriam no guisó bien la carne enchilada que deseaba María Angélica. Otra vez, gritos, golpes. Harta, la chiquilla le dijo que deseaba irse, que una vecina le ofrecía diez pesos diarios por irse a trabajar con ella. María Angélica le pagana solamente cinco pesos a la semana, aunque le compraba ropa y zapatos. La declaración consignó que a Miriam no le gustaba que su patrona escogiera su vestimenta.

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“¡No te vas!”, fue la respuesta de la patrona que empezaba a sulfurarse. Se gritaron. Miriam quería irse, María Angélica la amenazó, tomó un cuchillo: “Te voy a matar”. Probablemente solo deseaba amedrentar a Miriam, “meterla en cintura”, para que no anduviera pensando tonterías como eso de que quería irse. La muchachita corrió a la recámara de la patrona, sacó de debajo de la almohada la pistola que María Angélica guardaba ahí. Regresó a la cocina. “¡Déjeme salir!”. Por toda respuesta, y seguramente asustada de ver a la chica con la pistola en la mano, María Angélica volvió a empuñar el cuchillo. Miriam no pensó. La derribó de un tiro. Estando la mujer en el suelo, le soltó dos tiros más. Luego, salió corriendo, juntó sus cosas y escapó. Su inocencia y el azar frenaron su escape.

A la policía y a los reporteros les resonaba la frase de la chiquilla: “Rigaña, pega, y no paga”.

Miriam Ruiz fue llevada al Tribunal de Menores. Dejó de ser caso de nota roja. Su pista se perdió entre los expedientes burocrático-judiciales y los sucesos sangrientos. En algún lado deben estar los papeles que hablan de su soledad, su desamparo y del rapto de cólera que la convirtió en asesina.