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El rojo verano tamaulipeco: la matanza de San Fernando

Desde que comenzó el siglo XXI, la normalización de los hechos violentos se convirtió en una constante, acaso lenta pero sistemática, en la vida de los mexicanos. La presencia de grupos criminales organizados aceleró el fenómeno y algunas regiones del territorio nacional se volvieron tierra sin otra ley que la de quienes a punta de pistola se habían adueñado de lo que empezaron a llamar plazas. En esa marea de crimen y muerte, nadie estaba, está a salvo. Ni siquiera los migrantes que intentaban llegar a Estados Unidos. Un grupo de ellos fue víctima de una masacre brutal, fuera de lo conocido hasta aquel no muy lejano 2010

historias sangrientas

Los 72 cadáveres de migrantes quedaron abandonados junto a un muro en una obra abandonada en el paraje conocido como El Huizachal en el municipio tamaulipeco de San Fernando.

Los 72 cadáveres de migrantes quedaron abandonados junto a un muro en una obra abandonada en el paraje conocido como El Huizachal en el municipio tamaulipeco de San Fernando.

Hubo quien logró sobrevivir. De no haber sido por eso, la matanza que hoy se conoce como “de San Fernando” habría permanecido oculta a la mirada pública hasta que fuera casi imposible identificar a las 72 víctimas, conocer su historia, detectar el camino que los llevó a una muerte brutal. Un azar casi, un golpe de la fortuna propició que, al fin, aparecieran tres sobrevivientes que narraron uno de los hechos de sangre más terribles perpetrados, en lo que va del siglo XXI por el crimen organizado.

VERANO SANGRIENTO

Un hombre que se identificó como migrante ecuatoriano, que intentaba llegar a Estados Unidos ´para hacer suyo el “sueño americano”, llegó ante las autoridades del municipio de San Fernando, en Tamaulipas. Casi asombrado de seguir con vida, contó una historia bárbara; habló de muchos muertos, de cadáveres abandonados en un rincón del municipio, de seres humanos abandonados en medio de ruinas abandonadas.

Aquel sobreviviente dio las señas. Se trataba del ejido conocido como El Huizachal. Hasta allá llegaron las autoridades locales. Era solamente el principio de una trama donde el crimen organizado extendía sus redes: ya no se conformaba con el trasiego de drogas diversas. Las muchas formas de la actividad ilegal eran ya parte de su operación diaria, y en Tamaulipas tenían nombre inconfundible: se trataba de los Zetas. Las historias de su brutalidad y de la manera en que se enseñoreaban en el estado, a pesar de los dichos y negaciones del gobierno tamaulipeco, eran bien conocidas en todo el país.

Las autoridades locales no tuvieron duda, a partir del testimonio de aquel ecuatoriano, de que eran los Zetas los responsables de aquel asesinato colectivo. Se terminaba agosto de 2010, y la inminencia de las conmemoraciones por el Bicentenario del inicio del movimiento de independencia pretendía llenar la narrativa de la vida pública. Años difíciles habían sido esos. En 2008, durante la celebración del “Grito”, en Morelia, la noche del 15 de septiembre, personajes no identificados, pero a quienes se les supuso integrantes de alguno de los cárteles criminales que operaban en el estado, hicieron detonar dos granadas, a pocos metros del balcón donde el gobernador Leonel Godoy lanzaba vivas a los héroes insurgentes. Ocho personas, según los reportes oficiales, habían muerto en aquel acto terrorista, y los heridos, algunos de ellos mutilados, superaron el centenar. Aquel hecho de sangre quedó impune. Las cosas no habían mejorado en los años que siguieron, y la denuncia de aquel migrante era apenas el inicio de un hecho de sangre que azoró a los mexicanos: no era posible que los narcos, los Zetas o los que fueran, actuaran haciendo gala de poder e impunidad, y que su atrevimiento los llevara a cometer el asesinato simultáneo de varias decenas de personas.

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Cuando las autoridades de San Fernando, que estaban familiarizadas con la violencia de los Zetas, llegaron al Huizachal, avistaron la construcción abandonada, que alguna vez pudo ser el arranque de un negocio. Entre la hierba crecida, la muerte aguardaba para entregar cuentas: era una historia de horror y brutalidad, que parecía sacada de la entonces comentadísima y polémica película del director Luis Estrada, “El Infierno”. La policía municipal se dio cuenta de que la realidad imitaba a la ficción.

EL HORROR TENÍA 72 NOMBRES

Maniatadas, golpeadas, las pieles tensas, con los cuerpos hinchados por el proceso de descomposición, aparecieron las víctimas, tal como le dijo el sobreviviente, el ecuatoriano Luis Freddy Lala Pomavilla, a la policía de San Fernando. No eran tres o cuatro, no eran diez, no eran quince. Aún dentro de la conocida brutalidad de los Zetas, aquello sobrepasaba su comportamiento usual. Las autoridades contaron 72 cadáveres, 58 hombres y 14 mujeres. A todos los habían maltratado, y luego los mataron por la espalda. Después, con desprecio, los dejaron amontonados, al pie de unos muros en obra negra, huella de algún sueño que nunca fructificó.

Casi doce años tardaron las autoridades federales en sentenciar a los presuntos asesinos de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. Un año después de la masacre, se encontrarían cincuenta fosas clandestinas que contenían los restos de 193 personas.

Casi doce años tardaron las autoridades federales en sentenciar a los presuntos asesinos de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas.

No había manera de disimular o minimizar la matanza. Muy pronto, las terribles imágenes de los cuerpos, apilados y abandonados, llegaron a todo el país. La noticia rebasó muy pronto las fronteras mexicanas porque había un dato cierto: la mayor parte de las víctimas eran migrantes que se dirigían a la frontera con Estados Unidos y que en su camino habían tenido la desdicha de cruzarse con los Zetas, que ponían en práctica un nuevo “negocio”, consistente en secuestrar a los extranjeros y, o bien cobrar rescate por ellos, o forzarlos a integrarse al grupo criminal.

La brutalidad de la masacre sacudió a México, y naturalmente tuvo impacto en varios países de Centro y Sudamérica. Llegaban llamadas a México, hechas por familias angustiadas que necesitaban saber si entre las víctimas de San Fernando estaba el tío, el hermano, el padre o el hijo que se habían ido hacía algunas semanas, con la intención de llegar a la Unión Americana, y de los que nada se sabía.

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Poco a poco se desgranaba la información: según las autoridades tamaulipecas, la masacre se había cometido entre el 22 y el 23 de agosto de aquel 2010. El 1 de septiembre, se anunció que había tres sobrevivientes: el ecuatoriano, un hondureño y un salvadoreño. Porque la masacre había sido atribuida a integrantes del crimen organizado, se consideró que se trataba un delito federal que quedó en las manos de la Procuraduría General de la República. Poco más de un mes después, se había identificado a 50 de las 72 víctimas: 21 hondureños, 14 salvadoreños, una decena de guatemaltecos, cuatro brasileños y un ecuatoriano.

Los testimonios de los tres supervivientes permitieron reconstruir el crimen y los propósitos de los Zetas. A bordo de dos autobuses, los migrantes, que eran 76, salieron de Veracruz el 21 de agosto, con el propósito de pasar la noche en algún poblado de Tamaulipas. Pero fueron interceptados por un comando de gente armada que entre golpes y amenazas les sacaron información de sus parientes en Estados Unidos. Querían dinero a cambio de dejarlos en libertad. Uno de los testigos afirmó que aquellos hombres les ofrecieron “trabajar” para los Zetas. Como no hubo manera de sacarles dinero, los secuestradores decidieron asesinarlos. Los llevaron a la construcción en ruinas de El Huizachal, donde les ataron las manos y los pusieron de cara a la pared. Luego, empezaron a disparar contra ellos. Luego se fueron. El ecuatoriano Lala fue afortunado: no estaba herido de muerte. Aguardó, entre el montón de cadáveres y luego abandonó el escenario de la masacre. Buscó ayuda; pero quienes lo vieron en el camino prefirieron alejarse: al amanecer del día 23, por fin dio con autoridades que lo atendieron. El sobreviviente hondureño contó una historia similar en los asesinatos, pero aseguraba que él había podido escapar, desatándose las manos, y luego él había auxiliado al ecuatoriano. Habrían caminado juntos, pero al escuchar tiros a lo lejos, se separaron. El hondureño dio con un centro de atención al migrante, que denunció el caso a la Secretaría de Relaciones Exteriores.

En total, las víctimas de aquel secuestro eran 77: los 72 muertos, dos sobrevivientes, porque la PGR desestimó los dichos del salvadoreño, y tres mexicanos, los choferes y un ayudante, a quienes se declaró desaparecidos, y que, se supuso, pertenecían a una red de traficantes de ilegales hacia Estados Unidos y que tenían conexión con Los Zetas.

UNA DENSA INVESTIGACIÓN Y UNA DOLOROSA CONTINUACIÓN

El escándalo de la matanza de San Fernando tuvo alcances internacionales. Todos los gobiernos que podían contar ciudadanos suyos entre las víctimas, pidieron a México no detenerse hasta dar con los asesinos. Un investigador del caso fue asesinado tres días después de haberse encontrado los cadáveres. En los primeros días de septiembre, aparecieron varios cadáveres que el testigo hondureño identificó como integrantes del grupo que secuestró a los migrantes. El diez de septiembre, el presidente Felipe Calderón anunció la detención de ocho de los asesinos, y la muerte de otros seis en un enfrentamiento.

Los cuerpos de las 72 víctimas fueron traídos a la ciudad de México. Las imágenes televisivas eran impresionantes: para transportar los cadáveres, hubo que emplear un tráiler con caja refrigerante.

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El proceso de los acusados de la masacre fue largo. Apenas en mayo del año pasado, el Juzgado Segundo de Distrito, con sede en Tamaulipas, sentenció a 18 integrantes de los Zetas, que habían sido detenidos a lo largo de la primavera y el verano de 2011. Las condenas, por la participación en la masacre de San Fernando, van de los 14 hasta los 58 años de prisión. Se concluyó que, aparte de pretender cobrar rescate por aquellos migrantes, los Zetas deseaban reclutarlos para continuar sus enfrentamientos contra los integrantes del Cártel del Golfo.

Se creyó que con la captura de los Zetas involucrados en la matanza, se habría acabado con aquella macabra iniciativa, en la que los delincuentes se coludían con los polleros, habituados a sacar provecho de quienes deseaban entrar a Estados Unidos de manera ilegal. Pero la realidad rebasó una vez más las expectativas de las autoridades federales. Un año después, en abril de 2011, autoridades estatales y federales encontraron numerosas fosas clandestinas en el municipio de San Fernando, el mismo sitio donde había ocurrido la masacre de migrantes. En aquellas fosas, que sumaron cincuenta, se encontraron los restos de 193 personas, aunque algunos activistas aseguraron que había al menos 500 víctimas.

La historia de las matanzas de San Fernando demuestra que el horror puede no tener fin.