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Tiempos violentos: el asesinato del senador Field Jurado

Las luchas por el poder que desembocaron en la rebelión delahuertista, encabezada por el ex secretario de Hacienda que cantaba ópera, desataron la violencia en la ciudad de México. Quienes habían manifestado sus simpatías hacia Adolfo de la Huerta se vieron hostilizados, sin importar que pertenecieran a las cámaras legislativas. Algunos lograron escapar de la muerte. Otros no tuvieron tanta suerte.

historias sangrientas

El asesinato de Francisco Field Jurado desbloqueó la ratificación de los Tratados de Bucareli.

El asesinato de Francisco Field Jurado desbloqueó la ratificación de los Tratados de Bucareli.

Francisco Field Jurado alcanzó a ver a sus atacantes y echó a correr, mientras las balas pasaban zumbando junto a él. La tranquilidad de la muy joven colonia Roma se quebró. El sonido de los tiros resonó en la calle de Tabasco, mientras el senador por Campeche echaba a correr: no le valdría: minutos después. Estaba muerto.

Enero de 1924: la rebelión delahuertista estaba en marcha y quienes osaron manifestar sus simpatías por el ex secretario de Hacienda ya empezaban a pagar las consecuencias. Los militantes del Partido Cooperatista, que habían acariciado la idea de convertir a don Adolfo en su candidato presidencial, habían visto como sus ilusiones fracasaban miserablemente: las desavenencias entre De la Huerta y Álvaro Obregón habían alcanzado su peor momento en el otoño de 1923, y ya había consecuencias. Lo que no sabían es que se iba a poner peor.

Una cadena de desaguisados había reventado la situación. Muchos años después, De la Huerta afirmaría que una “indiscreción periodística” había echado todo a rodar. Sus desacuerdos con Obregón lo habían llevado a poner su renuncia en la mesa del presidente de la República.

Finalmente, Álvaro Obregón le tenía aprecio a Fito de la Huerta: le había negociado la bárbara deuda externa, había puesto su talento en obtener nuevos empréstitos para echar a andar el gobierno posrevolucionario. Hasta había conseguido persuadir a los acreedores estadunidenses de que la administración obregonista estaba decidida a ponerse a la par del vertiginoso ritmo de las naciones modernas de los años 20 y quería arreglar las cosas por la buena y de manera honorable.

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De la Huerta logró, incluso, que la banca internacional mirara con mejores actitudes a un país que desde 1913, a causa del golpe militar que derrocó a Francisco I. Madero, no pagaba ni un clavo a cuenta del servicio de la deuda. Todo eso hacía de Fito un elemento muy valioso, aunque soñara, ¡ingenuo! Con volver a despachar en la oficina residencial, pensaba Álvaro Obregón; aunque a su alrededor se movieran, bulliciosos, sus partidarios los cooperatistas, grillándolo para fortalecer su candidatura.

Por todo eso, Obregón, con su franqueza sonorense, había convencido a Fito de que su lugar seguía estando en el despacho de Hacienda. Apaciguado, conteniendo sus recelos sobre los peculiares acercamientos de Obregón para con los gringos, De la Huerta retiró su renuncia. Pero, afirma la anécdota, la dejó en un sillón en el salón de su casa: en el otoño de 1923 don Adolfo vivía, ¡nada menos! que en lo que hoy llamamos la Casa del Lago. Y ahí fue donde un caballero que era diputado cooperatista y director-gerente del vespertino El Mundo, un hombre que andaba en sus treintas y respondía por Martín Luis Guzmán, vio el papel olvidado, y con maña de reportero se hizo de él y lo publicó en primera plana, una tarde de mediados de septiembre de 1923.

Encima, y con una peculiar egolatría -bastante comprensible en un reportero que le gana la nota a todos sus colegas- El Mundo se pasó varios días restregándole en la cara a los grandes diarios matutinos, como Excelsior y El Universal, que no andaban en lo que debían, que habían perdido la nota del año, que este joven vespertino tenía fuentes de altísimo nivel que le habían pasado el pitazo de la renuncia inminente de Adolfo de la Huerta.

Álvaro Obregón se sintió engañado y traicionado. La relación con De la Huerta se rompió para siempre, y a todos les costó caro: Obregón entró en una espiral de ambición y violencia que barrió con quienes se opusieran a su voluntad y a sus decisiones políticas; aquello solo terminaría con su asesinato en 1928.

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Pero mientras tanto, el presidente manco tuvo mucha capacidad de daño y persiguió a los delahuertistas. Acorralado, y devorado por sus propias aspiraciones, De la Huerta se puso al mando de una rebelión que fracasaría. En el camino, como peones de una despiadada partida de ajedrez, caerían muchos: Martín Luis Guzmán tuvo que salir al exilio, a toda prisa, acompañado de su esposa e hijos; tardaría 13 años en volver. Naturalmente, perdió El Mundo, que, se decía, había logrado adquirir con el apoyo gubernamental. Y aunque el gobierno obregonista le pintó buena cara, le “arrendó” el periódico y le pagó por adelantado, y hasta le extendió pasaportes diplomáticos para él y la familia, la verdad es que en su escape hacia la frontera norte lo iban siguiendo algunos personajes embozados, con instrucciones de matar al diputado y periodista no bien se presentara la ocasión.

Muchos años después, en 1971, Guzmán contó cómo sólo la presencia de ánimo de su esposa, Ana West, le salvó la vida, para que siguiera su camino y se convirtiera en el clásico de las letras mexicanas que estaba destinado a ser.

Pero muchos cooperatistas no tuvieron, ni la misma suerte ni las mismas oportunidades de escapar. Se quedaron en la ciudad de México ese fin de 1923, y llegaron al nuevo año, solamente para ser víctimas de la persecución obregonista.

Francisco Field Jurado era uno de ellos. La brutal violencia con que lo mataron causó un escándalo nacional.

UN SENADOR MUY INCÓMODO

Se terminaba enero de 1924, y los cooperatistas, diputados y senadores, no las tenían todas consigo. Eran amenazados, sistemáticamente, por Luis N. Morones, el muy poderoso líder de la Confederación Regional Obrero Mexicana, la CROM. Aquellas amenazas de muerte, incluso se publicaban en la prensa cotidiana. Una parte de aquellas oscuras frases que hablaban de asesinato y de boleto express para el otro mundo iban dirigidas al senador por Campeche, Francisco Field Jurado, quien, con desprecio manifiesto, tomaba los mensajes como materia de burla. No les tenía miedo, le aseguraba al país entero. Conocía el origen de los mensajes, y señaló abiertamente a Morones. Lo llamó corrupto, y matón a sueldo de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.

¿De dónde venía la inquina? ¿En qué radicaba la animadversión de Obregón contra el senador campechano?

Junto con otros compañeros senadores, Francisco Field Jurado formaban un bloque que se oponía a la ratificación, por considerarla dañina para la Nación, de la Convención General de Reclamaciones, que México sostenía con el gobierno de Estados Unidos. Probablemente esos acuerdos no suenen familiares; en la actualidad se les llama Tratados de Bucareli. Como ribete, Field Jurado había sido un notorio simpatizante de las aspiraciones presidenciales de Adolfo de la Huerta.

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Naturalmente, aquel enfrentamiento político se remontaba a las tensiones del año anterior. Si había un franco opositor a los acuerdos de Bucareli, era Field Jurado. No había gustado en Palacio Nacional que afirmara que aquel pacto daba a los estadunidenses privilegios que ni los mexicanos tenían. Mucho ruido había hecho el senador campechano acerca de las consecuencias de aquellas conversaciones para con el patrimonio nacional: los yacimientos petroleros de infería, no formaban parte de los bienes de la nación.

La aprobación de los acuerdos de la Convención General exigía la ratificación del Senado. Field Jurado organizó a los legisladores que se oponían al pacto, para que se ausentaran sistemáticamente del pleno y no se alcanzara el quórum de 38 senadores que se necesitaba para cerrar el asunto.

Los pleitos en el Senado se hicieron más agresivos a medida que se retrasaba la ratificación. En más de una ocasión brillaron las pistolas de los senadores, amagando, amenazando a los rivales políticos. Nada hace mella en el ánimo del senador Field Jurado. Tenía muchas horas de vuelo. En su tierra había sido juez, y luego oficial mayor del gobierno estatal. Después, secretario de gobierno. Luego, en 1918, le tocó ser gobernador interino. En 1924 era senador por segunda ocasión. No le temía a los sonorenses.

Por eso, la única solución que hallaron sus adversarios fue asesinarlo.

PERSECUCIÓN Y MUERTE EN LA COLONIA ROMA

Los testimonios aseguran que, hacia el mediodía, el senador Field Jurado abordó el camión de la ruta Roma-Mérida para ir a su casa, en la calle de Colima. Descendió del autobús en el cruce de Tabasco y Mérida. Ignoraba que detrás del vehículo, a bordo de un auto Dodge, viajaban cinco hombres, con el encargo de interceptarlo y asesinarlo. Eran militares: el coronel José Prevé, un capitán de apellido Zentella, y otros tres: Ramírez, Planas y Jaramillo.

Cuando advirtieron que el senador bajaba del autobús, cuatro de los matones saltaron a la calle. Disparan. El tentado está en marcha, ninguno hiere a Field Jurado, que escapa por la calle de Tabasco. Sus atacantes lo persiguen, gritándole insultos. Field tiene que apurarse si quiere salir con vida.

El senador por Campeche da vuelta al llegar a la calle de Córdoba, pero dos de los criminales han rodeado la cuadra por Colima; Field Jurado se los encuentra de frente. Ya nada puede hacer Prevé y Zentella le disparan casi a quemarropa.

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Francisco Field Jurado cae al piso, muriendo. Prevé vuelve a insultarlo, dispara nuevamente contra el cuerpo que yace en el piso. Los vecinos de Córdoba y Tabasco dirán que escucharon ocho tiros. Luego, la estridencia de los neumáticos delata el escape de los asesinos.

La máquina intimidatoria está en marcha. Mientras Field Jurado es asesinado, tres senadores son secuestrados. Francisco J. Trejo, Enrique del Castillo e Idelfonso Vázquez son metidos a la fuerza en un auto, y temiendo lo peor, entre golpes e insultos, son conducidos a una hacienda, el Ojo de Agua, cercana a la carretera a Pachuca.

El miedo recorre las cámaras del Poder Legislativo. Ya se sabe la triste suerte de Field Jurado. ¿Qué habrá sido de los otros?

El escándalo y el miedo corren por entre las curules. Alfonso Cravioto exige en el pleno que el muerto sea velado en el Senado y la tribuna se enlute por tres días. Los senadores de la República disimulan el miedo armando comisiones de pésame, apoyo a la familia desamparada. Las horas pasan y se discute acerca de la autopsia de Field, de la necesidad de pagar el sepelio. Tomás Robinson, presidente del Senado, exhorta a los legisladores para que acudan, sin faltar uno solo, al sepelio de Francisco Field.

De entre la bulla se eleva la voz de Vito Alessio Robles: ¡el bloque cooperatista debe protestar! Asesinados, exiliados, secuestrados, ¿Qué más debe ocurrir para que se escuchen las voces de los delahuertistas en derrota?

Alessio Robles tampoco tiene miedo; por eso evoca los días más oscuros de la vida nacional: lo que ocurrió con Field, con Guzmán, con Trejo, Vázquez y Del Castillo tiene un terrible precedente. ¿Ya se les olvidó a los compañeros senadores que solamente han transcurrido diez años desde que el huertismo mató a Belisario Domínguez, a Pastelín y a Serapio Rendón?

Disimulando el miedo en el coro, diputados y senadores cooperatistas protestan ante la Nación y denuncian la persecución, el asesinato. Alessio Robles señala a Morones como el autor intelectual del homicidio y los secuestros; Morones, que también es diputado, debe ser consignado ante la Comisión Permanente para que, despojado del fuero, se le procese como el asesino que es.

En respuesta, Álvaro Obregón ofrece respaldar la investigación y encarga el asunto al Procurador General y al Gobernador del Distrito Federal. La promesa suena a hueco.

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Dos días después del asesinato, los senadores secuestrados son liberados. No quieren hablar mucho del asunto, ya no quieren denuncias. Prefieren seguir vivos y no van a darle a Morones pretextos para hacerlos cambiar de condición. El miedo se hace más fuerte. Los detalles del asesinato de Field Jurado conmueven a sus compañeros: la autopsia revela diez heridas de bala, varias de ellas en la cara.

Ya nadie quiere saber en qué para aquello. Ahogados de pavor, los legisladores cooperatistas se doblan. A los pocos días, los Tratados de Bucareli son ratificados por el Senado por 28 votos a favor. Solo hay 14 votos en contra. La voluntad de Álvaro Obregón pasa por encima del cuerpo de Francisco Field Jurado.

LA IMPUNIDAD

Quiere la suerte que un taxista de sitio haya recogido a dos hombres que le hicieron la parada en la esquina de Córdoba y Tabasco. Los deja en avenida Chapultepec. Luis Mestre, el chofer, se entera poco después del asesinato del senador y se presenta a declarar, pues infiere que sus pasajeros son los criminales, a los que describe con detalle.

Aparecen testigos: son vecinos de la colonia Roma, que atestiguaron la persecución y el homicidio. El juez de la causa y su secretario se van a la escena del crimen, en busca de indicios. No encuentra casquillos o balas perdidas. Volverá a interrogar a los testigos, pero el caso se estanca, se pierde. El procurador, de apellidos Alanís Fuentes, aparece con un papel firmado por un tal Guillermo N. Flores, que se adjudica el asesinato, alegando rencores personales y añejos contra Field. Como no hay rastros ni datos que lleven a Flores, todos sospechan. No es sino una maniobra para “encontrar” a un culpable y limpiar de sospechas al gobierno obregonista.

Como la ocurrencia no pega, la policía intenta culpar al suplente de Field Jurado, Pablo Emilio Sotelo, argumentando diferencias y envidias. Pero nuevamente nadie se traga la historia. A pesar de que gente afín al procurador trata de mover esa historia en la prensa, también fracasa. Persisten las descripciones, los nombres de los verdaderos asesinos. Muchos los señalan y la policía del Distrito Federal no mueve un dedo. Luego, la lucha por el poder se vuelve un huracán que arroja a la penumbra el asesinato. Peores cosas están por ocurrir.

Durante años, Vito Alessio Robles denunciaría la impunidad.