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Triple crimen en Tacubaya: atrapan a El Chacal

Desaparecidos los jurados populares que tantas emociones desataron en torno a los hechos de sangre, la crónica de nota roja, con reporteros audaces que no vacilaban en hacer también las veces de detectives, se volvió el gran instrumento para que la gente de a pie se estremeciera con historias terribles, como la del peluquero que armado de su navaja, asesinó a tres mujeres.

historias sangrientas

La ciudad se conmocionó por el hallazgo de los cadáveres de tres mujeres, asesinadas por un peluquero. La prensa lo bautizó como El Chacal de Tacubaya.

La ciudad se conmocionó por el hallazgo de los cadáveres de tres mujeres, asesinadas por un peluquero. La prensa lo bautizó como El Chacal de Tacubaya.

“¿Está seguro de que es él?”, le preguntó el detective José Rentería al corresponsal de La Prensa en Guanajuato, Armando Tejeda. “Es él”, respondió el periodista. “La familia del peluquero me lo acaba de confirmar”. –“Hay que hablar a México, para que manden policías”.

Y aquellos dos hombres fueron en busca de un teléfono: uno acababa de encontrar la clave para resolver un caso que había conmocionado a la ciudad de México; el otro, se acababa de asegurar la primera plana en el periódico para el que trabajaba: habían encontrado a Santiago Rodríguez Silva, “El Chacal de Tacubaya”, asesino de tres mujeres, cuyos cuerpos fueron encontrados en la peluquería “La Flor de Oaxaca”, en una colonia Escandón que apenas empezaba a existir como parte de la mancha urbana.

DEVORADORES DE LA NUEVA NOTA ROJA

Se terminaba abril de 1934 cuando los periódicos de la capital dieron cuenta del triple asesinato. Una vez más, los memoriosos y los chismosos se acordaron del cuádruple asesino, Luis Romero Carrasco. Algo ocurría en la ciudad de México; cuando empezaban a olvidarse los momentos más duros de las luchas revolucionarias, en las que murieron tantos, la criminalidad empezaba a transformarse: ya a nadie le impresionaban las “autoviudas”; ya no había jurados populares, los juicios de casos muy sonados dejaron de transmitirse por radio, y los fiscales y abogados defensores, lejos de la notoriedad que daban los juicios públicos, empezaban a volverse personajes de anécdotas que, poco a poco, se iban deslavando.

Entonces, la nota roja, las narraciones de los hechos sangrientos y los crímenes pasionales, que diariamente ofrecían los periódicos, eran seguidas con enorme curiosidad por quienes podían pagarse la publicación, y eran escuchadas con pasión por todo aquel que, siendo analfabeto, gozaba de la lectura del compadre o del amigo.

Trepidante, estremecedora, la nota roja evolucionó con rapidez: se deshizo de los resabios anticuados de la escritura periodística heredada de los mejores días de El Imparcial, y asumió la precisión que llegaba, como parte de ese canon periodístico renovado, desde Estados Unidos. Pero las historias sangrientas tenían -y tienen- una ventaja con respecto a la información de las fuentes convencionales: nunca están de más los adjetivos; nunca sobran las descripciones detalladísimas de las escenas del crimen y de las víctimas; los reporteros de los años 30 del siglo XX afinaron sus estilos, y lograron desarrollar un talento literario que fluía sin tropezones farragosos que olieran a naftalina prerrevolucionaria.

Los reporteros también habían evolucionado. De ser aquellos personajes que tanto incomodaron a los decimonónicos por su manía de preguntar todo, como si pretendieran adivinar el futuro, se transformaron en personajes indispensables en la vida pública; a nadie le parecía extraño que indagaran por aquí y por allá. En especial, aquellos a quienes les cupo en suerte ser reporteros de la fuente policiaca, empezaron a desplegar sus habilidades de investigadores; se volvieron un poco o un mucho detectives, y solían avanzar en paralelo a las indagaciones formales de la policía. Ocasiones hubo en que dieron con los criminales incluso antes que las autoridades.

Eso explica que Armando Tejeda, corresponsal de La Prensa en Guanajuato, y convenientemente orientado desde la ciudad de México, se hubiera dedicado, acompañado por el detective Rentería, a peinar todas las peluquerías de la ciudad de León, y dar, cuando ya estaban a punto de arrojar la toalla, con “El Buen Tono”, cuyos propietarios reconocieron a Santiago Rodríguez en la fotografía que el reportero les presentó.

LOCALIZAN A “EL CHACAL”

“El Buen Tono” era propiedad de la familia Aranda. Claro que conocían al peluquero. Había trabajado con anterioridad con ellos. Fue Catalina, nuera de don Flavio, el dueño de la peluquería, quien empezó a dar detalles de aquel hombre. “Está aquí; va a volver a trabajar con nosotros”. Para los Aranda, Santiago era un buen hombre. Al llegar a León se enteró de que el hijo de don Flavio y esposo de Catalina había muerto. Se necesitaba un peluquero más en el negocio. El antiguo empleado, que lamentó mucho la muerte de Aranda hijo, llegaba casi de manera providencial. ¿Vivía en León? Sí, detalló la mujer. Rodríguez se había establecido en un rumbo conocido como Los Tinacos.

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Se veía que en aquella familia apreciaban a Santiago Rodríguez. Servicial, un chiquillo de la familia recordó que el peluquero andaba con una mano vendada, “como si se hubiera cortado”.

Nadie en la familia sabía que Rodríguez había vuelto a Guanajuato porque cargaba tres muertos en la conciencia; mucho menos tenían idea de que era uno de los criminales más buscados en la ciudad de México.

Sin decir nada más, el reportero y el detective se comunicaron a la capital. De la Jefatura de Policía enviaron a dos agentes; Francisco Krauss y Eduardo del Prado. Ellos, guiados por el reportero Tejeda y el detective Rentería, llegaron hasta el lugar donde se refugiaba el multihomicida. Lo aprehendieron e iniciaron el viaje de regreso. La Policía resolvía el caso, el detective cumplía con su encomienda, y el reportero se llevaba “la de ocho” en La Prensa. Todos contentos.

LOS CRÍMENES DE “EL CHACAL”

En 1934, la ciudad de México ya había pasado los límites de las colonias Roma y Condesa. Poco a poco, la expansión urbana empezaba a engullir a las viejas municipalidades. Eso había ocurrido con el cercano pueblo de Tacubaya, que en tiempos pasados, hasta diputado propio había tenido. Existían nuevas colonias y nuevos trazos, que, calculó alguien como tino, estarían perfectamente integradas a la capital de la República.

Pero en la tercera década del siglo XX, la joven colonia Escandón estaba llenándose de pequeñas casitas de una sola planta, todavía a medio camino entre la vivienda urbana humilde y la casita de pueblo, con su gran patio y su corral para “los animalitos”. Allí, al número 80 de Patriotismo, llegó la familia Heredia, en busca de un futuro en la capital. Ahí montaron la peluquería “La Flor de Oaxaca” y con la familia llegaba también Santiago Rodríguez, un exsoldado que había aprendido el oficio y que también buscaba mejorar. Sólo cuando Rodríguez, capturado e interrogado por la policía, empezó a hablar, los reporteros pudieron comprender los motivos del triple crimen. Nada extraño en la condición humana: pasiones, celos, ira descontrolada.

Era el 29 de abril de 1934 cuando Santiago Rodríguez empezó a declarar ante el Ministerio Público de León: tenía 28 años y era de un poblado guanajuatense llamado Mineral de Providencia. Sabía leer y escribir “un poco”. Desde 1931 vivía con la familia Heredia Castañeda: la madre, doña Juana, y los hijos, David y María Estela. Se habían conocido en Maravatío, Michoacán, y “para ayudarse”, sobrevivían juntos. A fines de 1933 resolvieron irse a la ciudad de México, en busca de mejores futuros.

Santiago halló trabajo en una peluquería, David Heredia en una zapatería. Vivían en el oriente de la ciudad; más allá de la Merced y San Lázaro. Santiago entró al ejército, pero le disgustó la vida de soldado raso, y desertó. Estuvo un tiempo en “La Pompeya”, una peluquería de la calle de San Miguel, en el centro de la ciudad. Juntos, los Heredia y Rodríguez se mudaron a Patriotismo 80, y montaron su hogar y su propia peluquería. Era noviembre de 1933 cuando David Heredia llevó a vivir con la familia a su pareja, Teresa Pulido.

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Fueron los celos, los malditos celos los que desencadenaron la triple tragedia. Santiago Rodríguez tenía amores con María Estela Heredia, y, según afirmó, jamás se le ocurrió cortejar a la mujer de su amigo.

Pero en ese fin de año, la vida en aquella casa se complicó: Santiago le insistía a María Estela para que tuvieran relaciones sexuales y ella, como señorita de su tiempo, se resistía. Finalmente, Rodríguez venció la voluntad de la chica, pues ya había entre los dos palabra de matrimonio.

Las semanas pasaron. David había conseguido un empleo de velador. Era domingo 22 de abril. Heredia se fue a su trabajo a las 8 de la noche. Los ayudantes de la peluquería se retiraron, y solamente quedaron las tres mujeres, la madre y las dos muchachas, y Santiago Rodríguez.

Doña Juana, María Teresa y María Estela salieron a pasear. Santiago se quedó escuchando radio y bebiendo mezcal. Algo empezó a bullir en su cabeza: celos extraños, exaltados por el alcohol. Cuando las mujeres llegaron, él le reclamó a María Estela: la acusó de sostener relaciones incestuosas con David. “Corren rumores”, le echó en cara, enfurecido.

Las voces subieron en tono e intensidad; doña Juana y María Teresa salieron de la recámara para intentar parar la pelea. María Estela agredió a Santiago, arañándolo con “algo que traía en la mano”; doña Juana tomó un cuchillo y amenazó al peluquero. María Teresa recurrió a un tubo para sumarse a la pelea.

Pero Santiago Rodríguez, más habilidoso, echó mano de su navaja de peluquero: de un tajo hábil derribó a una, luego a la otra; después a la mujer mayor. Ciego de adrenalina y celos, hirió a las tres mujeres en repetidas ocasiones. La vida se les escapaba por las heridas. Con las ropas ensangrentadas, Santiago corrió a la azotehuela a lavarse la sangre. Se cambió de ropas, salió huyendo hacia Tlalnepantla, donde tomó el tren para Salamanca. Llegó a su destino hacia las cinco de la mañana del día 23 de abril. Cuando David Heredia volvió a su casa, encontró los tres cadáveres en un enorme charco de sangre. Faltaba dinero de la caja de la peluquería; en el piso quedaron algunas monedas de a peso. Chillando histéricamente, un loro aterrorizado completaba el cuadro que encontró en su hogar aquel humilde velador.

Al conocerse el caso, los periódicos se dieron vuelo: Heredia estaba convencido de que Santiago era el asesino; ahí estaban sus ropas llenas de sangre como prueba. Los diarios lo bautizaron como “El Matador de Mujeres”; otros, con más imaginación literaria, lo llamaron “El Chacal de Tacubaya”. La policía pensaba que Rodríguez había tenido cómplices, pero el asesino sostuvo siempre que había sido una pelea atroz y demencial por puros celos, y que nadie más había intervenido.

Cuando lo trajeron a la capital, por tren, una muchedumbre irritada le gritó insultos e intentó agredirlo; David Heredia estaba enloquecido; le pedía a la policía que le permitiera matar con sus propias manos al asesino de su madre, su hermana y su pareja. Al mostrarlo a la prensa, en la inspección de policía, una mujer se le abalanzó e intentó arañarlo. La narración policiaca de la prensa, la descripción de los cadáveres, la serenidad del criminal confeso, aumentaron la furia de curiosos que se arremolinaban en la calle de Revillagigedo, a las puertas de la Inspección. La ciudad entera lo odiaba: hasta una mujer del pueblo, con su canasta con el mandado, le externó odio y desprecio: en la barahúnda, Santiago le pidió algo de comer. La respuesta fue “te voy a dar un taco… pero de veneno, desgraciado…”

“GALLEGUEADO”

El Chacal de Tacubaya no vivió mucho más: a los pocos días de haber sido traído a la ciudad de México, se determinó la necesidad de hacer una reconstrucción de hechos. Así, custodiado por los policías, volvió a Patriotismo 80. Pero, según dijeron las autoridades, cometió un grave error: quiso escapar. Sin dudarlo, los policías dispararon sobre él, y murió en el mismo escenario del triple homicidio.

En aquellos años no sería extraño que se aplicara la “ley fuga” a criminales que eran sentenciados a penas carcelarias, desaparecida la pena de muerte. A la distancia, es posible pensar que los propios policías actuaban como justicieros extraoficiales.

Cuando se publicó la nota de la muerte de El Chacal, fueron muchos diarios quienes emplearon el término acuñado desde el asesinato de Jacinta Aznar a manos de un fotógrafo apellidado Gallegos y que había sido baleado cuando se le trasladaba a las islas Marías: a Santiago Rodríguez lo habían “gallegueado”.

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