Nacional

Tiempo de venganzas: la muerte de un ex secretario de Gobernación

La Decena Trágica y los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez no solo interrumpieron una incipiente democracia; provocaron una sucesión de ajustes de cuentas, de cobros de agravios pendientes, fueran reales o imaginarios. Muchos de ellos terminaron en algunos de los asesinatos más terribles de nuestra historia política. Pero en ese remolino de violencia también se sembró la semilla de nuevos rencores que se saldarían a la vuelta de pocos años

Alberto García Granados (sentado, a la derecha de Huerta) apenas duró dos meses como secretario de Gobernación, pero eso sellaría su destino/

Alberto García Granados (sentado, a la derecha de Huerta) apenas duró dos meses como secretario de Gobernación, pero eso sellaría su destino/

Archivo

En 1915, un hombre de sesenta y siete años ya era un anciano. Muchos mexicanos no llegaban a cumplir los cuarenta. Si el personaje en cuestión, además, padecía una enfermedad cardiaca, había mayores razones para apelar a la compasión y a la empatía para con un caballero que antaño había sido poderoso y que en aquel año terrible, de guerra civil, hambruna y epidemias, había caído en manos de sus enemigos políticos. Pero hay rencores largos, y fue un consejo de guerra el que juzgó a un civil, el ex secretario de Gobernación Alberto García Granados y lo condenó a morir fusilado, acusado de ser instrumento del huertismo y cómplice en el asesinato de Francisco Madero.

Caras le costaron a aquel hombre, nacido en una familia adinerada, educado en Europa, las dos ocasiones en que fue secretario de Gobernación: una, en el interinato de Francisco León de la Barra, y otra en el gobierno de Victoriano Huerta. Sumadas, aquellas dos gestiones apenas sumaban cinco meses. Pero en 1915 había algunos que no olvidaban el comportamiento político de García Granados, al que la ambición política lo había llevado a ser, primero, y por espacio de tres meses, gobernador del Distrito Federal, a mediados de 1911, y luego despachar como secretario de Estado.

En unos pocos meses, un hombre puede provocar, casi sin darse cuenta, furias que aguardan el momento adecuado para aflorar y sazonar el plato frío de la venganza. Eso ocurrió con García Granados, que pudo haber seguido su destino de hombre rico, ingeniero agrónomo. Pero escuchó el canto de las sirenas de la política y eso decidió su suerte: no moriría en su cama, como el enfermo cardiaco que era, rodeado de su familia y en santa paz. Se derrumbaría en el suelo de la Escuela de Tiro, con balas incrustadas en el cuerpo, sintiendo, en la agonía, cómo se acercaba un militar a darle el tiro de gracia.

LA LEYENDA NEGRA

Los revolucionarios que combatieron al huertismo y luego acabaron luchando entre sí, tenían a Alberto García Granados en la lista de sus rencores más viejos. Aunque en sus años mozos había sido decididamente antiporfirista, no le gustaba Francisco I. Madero. Circulaba un chisme, desde los días de la presidencia de Francisco León de la Barra, según el cual al fugaz secretario de Gobernación se le había escapado una frase que, hasta en esos tiempos donde muchos pleitos se solucionaban a tiros, resultaba incorrectísima: “la bala que mate a Madero salvará a la República”.

Desde su posición de secretario de Gobernación, hay que decirlo, García Granados no ayudó mucho a tranquilizar al país. Pretendía dos cosas: el licenciamiento total de las tropas revolucionarias que habían orillado a don Porfirio a renunciar, y el exterminio total del zapatismo. Una vez iniciada la administración de Madero, se rumoró, de manera insistente, que era él quien había financiado la rebelión de 1912 que mandó a Félix Díaz a prisión. En uno de esos errores que después resultarían costosos, Madero, en vez de mandar a fusilar al sobrino de don Porfirio por atentar contra el gobierno legalmente establecido, le perdonó la vida, suponiendo que en la penitenciaría de Lecumberri don Félix se dedicaría a tareas edificantes.

Así estaban las cosas con la fama pública de Alberto García Granados cuando empezó el intento de cuartelazo, el 9 de febrero de 1913.

Las dos gestiones de García Granados como secretario de Gobernación apenas suman cinco meses, pero lo marcaron para siempre, como colaborador del antimaderismo/

Las dos gestiones de García Granados como secretario de Gobernación apenas suman cinco meses, pero lo marcaron para siempre, como colaborador del antimaderismo/

Archivo

AL LADO DE HUERTA

El antimaderismo de García Granados lo llevó a sentarse a la mesa con el diablo. Juan Sánchez Azcona, cercano colaborador de Madero, lo vio conversando, en la pastelería El Globo, nada menos que con Victoriano Huerta, cuando se suponía que el general debía estar combatiendo a los sublevados, ya acorralados en el viejo edificio de la Ciudadela.

Que hubo algún acercamiento se demostró cuando Huerta asumió la presidencia y nombró a García Granados secretario de Gobernación.

Días oscuros fueron aquellos, se sabe, pero también plagados de rumores. Se dijo que García Granados participó en un consejo de ministros donde se habló de la necesidad de “desaparecer” a Madero y a Pino Suárez, y que de esa reunión saldría la orden para cometer los asesinatos.

García Granados solamente duró en el cargo dos meses. Nada le había salido bien: se le señalaba como cómplice de la muerte del presidente y el vicepresidente derrocados y sus esfuerzos por negociar con el zapatismo habían fracasado. Prefirió irse a su casa, y, cuando al año siguiente cayó el gobierno de Huerta, simple y sencillamente decidió que lo mejor era desaparecer de la escena pública.

Llegaría el tiempo de las venganzas, estaba seguro, y lo mejor era no hacerse notar. Se pasó casi un año oculto en su casa.

Pero tenía razón: había personas que no olvidaban todo lo que se contaba acerca de él.

CAPTURADO Y ENJUICIADO

A fines de septiembre de 1915, el carrancismo se enseñoreaba en la ciudad de México. La prensa a favor del Primer Jefe dio a conocer con gran despliegue la captura del antiguo secretario de Gobernación, que había cometido la imprudencia de dejarse ver en las cercanías de su hogar, en la colonia Juárez. Se dijo, en primera plana, que le había llegado la hora de pagar ante los tribunales de la nación. García Granados fue llevado a la cárcel de Belem. Era evidente que nadie deseaba hacerle cómoda la existencia y llevarlo a Lecumberri, donde un hombre de su edad y con males cardiacos como los que padecía, estaría en mejores condiciones.

Un error, un exceso de confianza, llevaron a Alberto García Granados a abandonar el sigilo y volver a salir a la calle. Pero su casa en la colonia Juárez estaba vigilada, y la policía militar carrancista lo aprehendió a fines de septiembre de 1915/

Un error, un exceso de confianza, llevaron a Alberto García Granados a abandonar el sigilo y volver a salir a la calle. Pero su casa en la colonia Juárez estaba vigilada, y la policía militar carrancista lo aprehendió a fines de septiembre de 1915/

Archivo

Los cargos eran muy concretos: era culpable de rebelión -como si hubiera participado directamente en el cuartelazo de Huerta-, salió a relucir aquella frase acerca de un eventual asesinato de Madero. Muy pronto se vio que Alberto García Granados no recibiría la gracia de la amnistía, como había ocurrido con José López Portillo y Rojas y Francisco Olaguíbel, ambos partícipes del gobierno de Huerta. Se ha especulado que, al ver a sus antiguos colegas libres de persecución, García Granados olvidó su prudencia y volvió a aparecer en público, haciéndose visible. Lo que no sabía es que el general Pablo González lo acechaba y mandó a vigilar su casa, y dio órdenes de aprehenderlo no bien se le identificara.

EL PROCESO Y LA MUERTE

Aunque era un hombre anciano y enfermo, y civil, Alberto García Granados fue sometido a un consejo de guerra. Para legitimar aquella acción, el general González se acogió al hecho de que Venustiano Carranza había exhumado una ley juarista de 1862 para combatir al conservadurismo y con aquella maniobra jurídica justificó el consejo de guerra y la actuación del juez tercero de instrucción militar.

García Granados no se ayudó a sí mismo en el proceso. Negó categóricamente haber pronunciado aquella frase sobre la bala homicida para Madero. También negó la existencia del consejo ministerial donde se ordenaron los asesinatos. En cambio, reconoció que Huerta lo atrajo prometiéndole la presidencia interina al caer Madero -oferta que rechazó- y que había sido enviado del propio Huerta para dialogar y negociar con los golpistas de la Ciudadela. Todo eso fue interpretado por el consejo como traición y participación en la rebelión.

En su favor, García Granados, dijo que si bien aceptó la cartera de Gobernación en el gobierno de Huerta, ello no significaba que hubiera estado del todo de acuerdo con su política. Muy pronto, dijo, había entrado en discrepancias con Huerta y renunció.

El fiscal pidió dos años de cárcel para García Granados. Al escuchar tales palabras, el ex secretario de Gobernación sufrió un desmayo. Horas después se enteró de que el consejo de guerra lo declaraba culpable de rebelión y ser intermediario del huertismo. Lo sentenciaron a muerte. García Granados sufrió otro síncope y lo enviaron a su celda a recuperarse.

Sus abogados fracasaron en sus apelaciones. Era evidente el afán de venganza de Pablo González, que deseaba hacer méritos ante Carranza. Se le avisó al general que el reo se encontraba mal de salud y se le solicitó clemencia. La respuesta fue dura: todo estaba listo para fusilar a aquel anciano, y su no podía mantenerse en pie para enfrentar el fusilamiento, haría que lo amarraran a un poste para poder fusilarlo. “Ya dirá luego la historia”, se desentendió González, “si obro bien o mal”.

Hasta el último instante, el desfalleciente Alberto García Granados sostuvo que el único culpable de la muerte de Madero era Victoriano Huerta.