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La violencia desenfrenada: la matanza del río Tula

Los turbulentos años setenta dieron paso a una década en la que, poco a poco, México empezaría a ser parte de eso que se llamaría globalidad. La corrupción alcanzó magnitudes brutales en los cuerpos policiacos, y la industria y los efectos del narcotráfico empezaron a extenderse como una marejada lenta, pero densa y mortífera. La criminalidad en México empezó a tejer un capítulo de su historia con otras formas de la violencia.

historias sangrientas

La matanza del río Tula permitió exhibir todos los crímenes y delitos de los que era responsable el jefe policiaco Francisco Sahagún Baca, quien, incluso, para desviar la atención, llegó a decir que las víctimas eran, sin duda,

La matanza del río Tula permitió exhibir todos los crímenes y delitos de los que era responsable el jefe policiaco Francisco Sahagún Baca.

Comenzaba el último año de un sexenio accidentado. Los tiempos en que José López Portillo anunció que México comenzaría a “administrar la abundancia” se revelaban como un espejismo. Repentinamente, uno de los casos más violentos de que se tuviera memoria en el pasado reciente asombró al país: era escándalos y desconcertante, que el 14 de enero de 1982, en el río Tula, que arrastraba los desechos de la ciudad de México, aparecieron varios cadáveres, con huellas de lo que la prensa, inmediatamente, identificó como una brutal tortura.

Una masacre, una matanza. Algo que pocas veces se veía en los bajos fondos de la capital mexicana, curtida en aquello de ser escenario de historias de sangre, odio e ira desatada. Esto era diferente. No era el asesinato detonado por un arranque de rencor, o una trama retorcida que buscaba la venganza o la solución final, y tampoco era uno de esos crímenes en los que se pretende mantener el control y por un descuido, todo se echa a perder. No. Esto era violencia bárbara, vocación asesina que no se contentaba con cobrar una víctima. Era una docena de cadáveres, lo que había aparecido entre las corrientes de aguas negras del río Tula.

Nada hay tan íntimo y tan revelador como la basura de un hogar, de una ciudad. Que los asesinos hubieran discurrido arrojar los cuerpos de doce hombres asesinados a la corriente de un río de aguas negras, exhibía los caminos oscuros y profundos en que la criminalidad se desarrollaba en el México de los años ochenta.

EL MISTERIO Y LA PISTA MEXICANA

La aparición de aquellos cuerpos desató un gran escándalo: ¿quién o quiénes habían sido capaces de perpetrar esa masacre? Trascendieron las fotos de los cadáveres en el Servicio Médico Forense de la ciudad de México: cuerpos desnudos, golpeados, incompletos. Algunos habían sido degollados. A otros, les faltaba un pie, un dedo, parte de un brazo.

Se dedujo que habían sido arrojados por el drenaje profundo y se llegó a especular que, además de además de horribles torturas, aquellos hombres habían sido arrojados desde una altura de 70 metros para ir a confundirse -y a desaparecer, calcularon sus asesinos- en las aguas turbias del río Tula.

El río Tula es el gran vertedero de basura de la ciudad de México. A los policías judiciales que masacraron a una banda de delincuentes colombianos les pareció que era el sitio perfecto para desaparecer a sus víctimas.

El río Tula es el gran vertedero de basura de CDMX. A los policías que masacraron a una banda de delincuentes colombianos les pareció que era el sitio perfecto para desaparecer a sus víctimas.

La brutalidad de los hechos hizo que la noticia trascendiera más allá de la prensa mexicana. Periódicos españoles hablaban de la “misteriosa matanza” ocurrida en la ciudad de México.

De entre la confusión y el horror que el caso había generado en la sociedad mexicana, apareció una hebra que revelaría un mundo criminal donde el narcotráfico y lo que todavía no se conocía en este país como crimen organizado, ya operaba, en alianza o incluso subordinado a las autoridades policiacas.

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Esa hebra era la angustia de una madre mexicana que buscaba a su hijo desaparecido: Estela Pérez Ortiz identificó uno de los doce cuerpos como el de Armando Mogollán Perez, de oficio taxista.

Se siguió la pista de los trabajos del taxista. Así se identificó a buena parte de las víctimas de lo que en la prensa era ya conocido como “la matanza de Tula”. Se trataba de un grupo de colombianos, y un hombre de nacionalidad peruana, conocidos en los rumbos y sitios de la vida nocturna de la capital. Aquellos hombres se dedicaban a la venta de drogas y, en la medida en que “agarraron confianza”, empezaron a cometer crímenes diversos, desde el asalto a bancos, hasta robos a casas.

Trabaron amistad con Armando Mogollán Pérez al poco tiempo de llegar a la capital mexicana. No conocían los rumbos, las colonias de buen nivel económico, los sitios donde podrían medrar mediante actividades ilegales. El taxista, a quien beneficiaban con buenas propinas, se convirtió en su guía por la gran capital. Acabó por involucrarse, convertido en el chofer de aquellos extranjeros. Los llevaba, esperaba a que hubieran cometido el plan de la jornada en cuestión, y luego los alejaba con presteza de la escena del crimen. Los colombianos terminaron por convencer a Armando de que se integrar a la banda. Le tocaría buen dinero, mucho más de lo que hubiera ganado en su humilde trabajo de taxista.

Armando Mogollán selló así su destino, pero también, sin saberlo, dio el primer paso por un camino que lo llevaría a sufrir una muerte atroz, en compañía de sus socios.

TRABAJAR PARA “LOS JEFES”

Hay cosas, dice el refrán, que no pueden ocultarse. Una es el amor. La otra, el dinero. Y repentinamente, Armando Mogollán empezó a tener mucho dinero. Mucho, quizá demasiado. No era el dinero de una jugosa propina, obsequio de un cliente agradecido. Efectivamente, era más dinero del que la humilde familia, que vivía en una casa de la colonia Morelos, en el barrio de Tepito, había visto junta en toda su vida. Una noche, Armando se apareció en la casa familiar llevando un millón de pesos en efectivo.

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Para esas alturas, la banda ya efectuaba abundantes robos a mano armada, y había diversificado sus actividades. Entraba mucho, mucho dinero. Era natural que al taxista mexicano le tocara una buena tajada.

Era inevitable que eso llamara la atención de su cuñado, que vivía en la misma casa de la colonia Morelos. El detalle era que el cuñado en cuestión, Jorge Arias Ángeles, era policía judicial. Y cada noche veía a Armando llegar con buenas ganancias, a pesar de que cada día salía más tarde a trabajar. Relojes, mucho dinero en efectivo, alhajas. Demasiado dinero pronto y fluido.

Arias decidió contarle a su superior acerca de las cosas raras que estaban ocurriendo con su cuñado. Raúl Chávez Trejo, el superior en cuestión, escuchó con atención. Decidió investigar las actividades del taxista. Muy pronto pudo identificar los ires y venires de Armando a bordo de su taxi Rambler, color coral, placas 2096. La ambición llamaba a las puertas de personajes más altos que el judicial cuñado del taxista convertido en delincuente.

Chávez Trejo se fue por la vía rápida: detuvo al taxista y le administraron una persuasiva “calentada”: entre los golpes y los tormentos, el desesperado Armando contó de dónde salía el dinero; habló de los colombianos, de sus trabajos en el mundo del hampa, de su venta de drogas. No había dudas de que los delincuentes eran tan eficaces en lo suyo, que resultaba natural que el taxista mexicano nadara en la abundancia de la noche a la mañana.

El caso fue reportado al coronel Francisco Sahagún Baca, el jefe de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD). Sus hombres, conocidos como los “dipos” eran acaso, la parte más oscura de los cuerpos policiales de la capital. No necesariamente por ser los más honestos y duros perseguidores del crimen, sino porque eran sumamente violentos y eran parte de una estructura de corrupción que llegaba hasta Sahagún Baca y hasta el mismísimo Arturo Durazo.

Rodolfo Reséndiz, “El Rudy”, hombre de confianza de Sahagún Baca, fue encargado de comprobar la información arrancada al taxista. Así dio con toda la banda, que estaba dividida en dos grupos, uno hospedado en un hotel de la Calzada de Guadalupe, y otro, residía en un hotel del centro de la ciudad, cercano a la Plaza del Estudiante.

Los atraparon con facilidad. Pero su detención no fue anunciada, ni los deportaron, ni se supo en la embajada colombiana de la captura de la banda. Eran veinte los aprehendidos y se les llevó a Balbuena, a la zona de caballerizas de la policía. Ahí fueron golpeados y torturados.

La exigencia de los “dipos” era sencilla: querían todo. Dinero, botines, contactos, informantes, cocaína y la vía segura para conseguir más. Les dijeron a aquellos hombres aterrorizados que se trataba de presentarles a “los jefes” el caso bien armado. Pero se sabe que la droga y el dinero fueron entregados a Sahagún Baca y que por medio de él llegarían también a Arturo Durazo, el jefe policiaco de la ciudad de México, amigo del presidente López Portillo.

Las versiones se multiplican en este punto. Se dijo que los “dipos” pusieron a la banda “a trabajar” para entregar los botines a Sahagún Baca. Se llegó a afirmar que algunos de los colombianos eran resguardados en la enfermería del penal de Santa Marta Acatitla. Lo cierto es que de aquella veintena de delincuentes prácticamente secuestrados por los “dipos”, ocho lograron salir del agujero donde los torturaban, entregando todo el dinero y la cocaína que pudieron. Cuatro de aquellos delincuentes, torturados hasta dejarlos en estado grave, sí fueron atendidos en Santa Marta y luego entregados de nuevo a los “dipos”, que esperaban conseguir más dinero y más droga.

LA MASACRE

Las investigaciones que tiempo después revelarían los detalles de la matanza del río Tula consignan el testimonio de un “dipo”, que aseguró haber acompañado al Rudy, en los últimos días de 1981, a entregar dinero y droga a Sahagún Baca, y escuchó al jefe policiaco decir que Arturo Durazo había preguntado que cuando se iban a deshacer de aquellos mugrosos colombianos, porque no quería saber nada de ellos. Los responsables de torturar y “exprimir” a los colombianos eran integrantes de un grupo de élite de la DIPD, conocido como Grupo Jaguar. Naturalmente, se les encomendó la desaparición de los doce que conservaban secuestrados. El Rudy se movió con rapidez: subió en una camioneta a aquellos hombres, muertos de miedo y con graves lesiones y salieron de la ciudad. Al Rudy le pareció una gran solución matarlos y deshacerse de ellos tirándolos al drenaje de la capital. ¿Quién iba a buscarlos ahí? ¿A quiénes les importaría una bola de extranjeros dedicados al crimen?

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Así ocurrió: tiros en la cabeza, y a otra cosa. Los arrojaron por una lumbrera del drenaje profundo, lo que explicó las huellas de la brutal caída, que luego detectaron los peritos forenses. Después, la corriente del río Tula hizo lo suyo.

Tendría que acabarse el sexenio de López Portillo y se diera el consecuente recambio de funcionarios y autoridades para que la masacre comenzara a ser investigada, y se señalara como responsable directo de aquellas muertes a Francisco Sahagún Baca.

Pero fue uno de esos casos donde el responsable no es castigado. De Sahagún Baca se dijo que había muerto. Incluso, existe una tumba con su nombre, pero es uno de esos secretos a voces tan frecuentes en la vida nacional, la versión de que es una farsa y que, en algún lugar, Sahagún Baca vive o vivió en la impunidad.

Arturo Durazo salió de México a fines de 1982, cuando ya no había amigo presidente que lo protegiera. Las historias de sus crímenes salieron a la luz en un sexenio cuyo lema era la “renovación moral”.