Opinión

Colegas de Hidalgo y de Morelos: los otros curas insurgentes

Bertha Hernández, una cronista de su tiempo
Bertha Hernández, una cronista de su tiempo Bertha Hernández, una cronista de su tiempo (La Crónica de Hoy)

No es nuevo para nadie el hecho de que Miguel Hidalgo y José María Morelos abandonaron sus tareas de párrocos para lanzarse a la insurrección independentista. Pero en el vértigo de la insurgencia, aparecieron otros sacerdotes, movidos, algunos de ellos, por un afán de cambio en un modo de vida determinado por una profunda desigualdad. Pero otros tenían intereses más terrenales.

Lucas Alamán, horrorizado por la violencia del movimiento insurgente, fue particularmente duro con los sacerdotes que abrazaron la causa: estaba convencido de que los curas rebeldes eran personajes “licenciosos y corruptos” y que  eso explicaba que abandonaran, los que lo tenían, su trabajo de párrocos, para entregarse a la violencia y al desenfreno.

Un clérigo, el célebre Manuel Abad y Queipo, opinaba de manera similar, pero intentaba comprender las circunstancias de sus colegas: parte del problema, estaba seguro, consistía en que en los últimos años del siglo XVIII se había comenzado a sufrir un “relajamiento” de las costumbres clericales y ello hacía a los ministros del culto sujetos fáciles de tentar.

Eso no fue obstáculo para que los obispos de la Nueva España proscribieran a los curas que se unieron a los insurrectos. Según los edictos expedidos por el propio Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid, o el Obispo Bergosa de Oaxaca, o el Obispo Cabañas de Guadalajara, los curas insurgentes fueron excomulgados en automático. Aun así, hubo quienes desafiaron el castigo eclesiástico, y además afrontaron, cuando cayeron prisioneros, el juicio de la autoridad secular.

Las reformas borbónicas de finales del siglo XVIII habían reducido la inmunidad eclesiástica: por eso, tanto Hidalgo como Morelos  fueron sujetos de procesos largos y detallados antes de morir fusilados, pero también se enjuició, por ejemplo, a una veintena de clérigos apresados en Acatita de Baján con la dirigencia insurgente. A ellos no los ajusticiaron, pero fueron confinados en una cárcel de Durango.

Ese liderazgo moral fue aprovechado estratégicamente por la insurgencia. En su proceso, Ignacio Allende declararía que él insistió en la necesidad de tener como cabeza de la rebelión a un sacerdote, de manera que la gente, al ser invitada a levantarse en armas, sintiese de su lado la protección divina. Esto explicaba que los conspiradores de Querétaro invitaran a Hidalgo a sumarse a la conjura. Si hemos de creerle a Allende, el párroco de Dolores cumplió con creces el objetivo para el que se le enroló; hasta le consiguió a la insurgencia la bendición de la Virgen de Guadalupe.

Pero Hidalgo, además, tenía sus motivos personales para aceptar la conspiración: su familia había conocido la ruina y la enfermedad a causa de las exigencias económicas de la corona española, y, como él, otros sacerdotes vieron afectadas sus expectativas de vida y sus posibilidades de crecimiento. A como les había ido en las últimas décadas del siglo XVIII, es entendible que vieran en la rebelión la posibilidad de abrirse nuevos caminos para subsistir.

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Como se trataba de sobrevivir, había abogados sin pasión por la ley y sacerdotes sin vocación de pastores de almas. Cuando Hidalgo llamó a las armas, algunos de esos curas se sintieron más a gusto empuñando la lanza o planeando ataques sorpresa contra las guarniciones realistas.

Hidalgo abandonó una vida cómoda, un curato rico y un buen sueldo. Pero otros sacerdotes no eran tan afortunados: las reformas borbónicas limitaron la acción del clero en sus comunidades y su liderazgo social fue disminuido. Además, los sueldos de la mayor parte de aquellos curas eran muy bajos. Llegó a haber sacerdotes “sin beneficio”, es decir, sin una parroquia asignada que le diese un modo de vida, y, aunque fuesen parte activa en la recaudación de los diezmos, rara vez recibían la parte que les correspondía de manera pronta y expedita. Sumado a la crisis de vocación, es entendible que muchos viesen en la guerra la alternativa de sus vidas.

¿Quiénes eran? De algunos, sus nombres se quedaron en los papeles de sus procesos; otros ganaron notoriedad. Después de Hidalgo y Morelos, quizá el más notorio sacerdote rebelde fue Mariano Matamoros, cura de Jantetelco, de quien la leyenda cuenta que decidió a unirse a la sublevación cuando vio a un grupo de soldados realistas profanando una imagen de la Guadalupana, aunque sus simpatías por la independencia están documentadas desde antes. Lo cierto es que Matamoros se reveló como un formidable estratega militar.

De otros se conocen sus hechos de armas o su participación en las estrategias propagandísticas del movimiento insurgente. Estos son algunos de ellos: José María Cos, hacedor de periódicos, era párroco de San Martín Texmelucan; Marcos Castellanos, cura de La Palma, levantó en armas el occidente de Michoacán; Sabino Crespo era cura de Río Hondo, José García Carrasquedo era, además de párroco en Undameo, era canónigo en Valladolid.

De otros, la información es mucho menos detallada; desconocemos si tenían curato o empleo. Conocemos nombres, y su imagen, más de doscientos años después, está sesgada por los juicios de la autoridad virreinal, que no vacila, por ejemplo, en calificar de personaje violento al mercedario Luciano Navarrete. Otro caso llamativo es el cura Manuel Muñoz, al que la leyenda señala como corresponsable de la matanza de españoles de Valladolid ocurrida en noviembre de 1810. Alamán consignó cómo a Muñoz el pueblo le apodó Padre Chocolate, porque señaló a las víctimas de aquella masacre llamándolos “los que han de tomar chocolate esta noche”. Al cura José Antonio Torres, que tenía fama de duro y violento, se le conoció más bien por su sobrenombre: El Amo Torres.

Pero de otros apenas nos queda un detalle, un indicio; son sombras perdidas en el torbellino de la guerra. Sabemos que existió un sacerdote al que apodaron Caballo Flaco, otro era conocido como el Padre Zapatitos, y uno más, el Padre Chinguirito (el chinguirito era el aguardiente de caña), del que no tenemos otro dato sino que carecía en absoluto de vocación religiosa.

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