
El término dignidad le otorga a todo ser humano un sentido profundo de la propia valía y de su naturaleza potencialmente benévola, en cualquiera de sus dos acepciones: como cualidad inherente a la existencia o como reconocimiento al desarrollo individual.
Dignidad humana y dignidad personal. En ambos casos, aquella condición que nos hace respetables y, por tanto, nos pone a salvaguarda de cualquier daño intencional (nadie que realmente nos respete podrá atacarnos). De ahí la inmensa importancia de la palabra respeto: es seguridad, libertad y aprecio, entre otras ventajas que todos deseamos para nuestras vidas.
El concepto de dignidad humana nace del de dignidad personal, como una extensión de su significado primario: cualidad de la cosa que merece respeto. Lo que realmente cambió fue el enfoque de merecimiento. Antes, el mérito era propio. Dignos eran los hombres (y casi exclusivamente los hombres) de mente desarrollada, condición social favorable, actividad destacada o raza superior, aunque, a excepción de los primeros, fueran mezquinos e idiotas.
En la era de los derechos humanos, cualquier persona, de cualquier edad, sexo, raza, condición social, creencia o estatus socioeconómico es digna. Jurídicamente, la dignidad es el continente de todos los demás derechos humanos y es inherente a la existencia.
La dignidad humana es el presupuesto para la consecución de una verdadera emancipación y pacificación del mundo. Pero, al fin y al cabo, sólo un presupuesto. Es decir, si se trata de un derecho, tenemos la obligación no sólo de defenderlo, sino de ejercerlo.
Y para ejercerlo tenemos que desarrollar la dignidad personal, a la que hoy en día el consenso ha despojado de pompa y boato, para restringirla al crecimiento y la autonomía mental, emocional y aún espiritual, a nivel individual y social.
Ante esta exigencia del mundo en la actualidad, legal y fáctica, conceptos como ética, moral, virtudes, valores y principios, adquieren nuevas dimensiones, peso y significado.
El crecimiento que requiere ser digno nos impone hoy la obligación de ser solidarios, leales, honrados, disciplinados, responsables, comprometidos, optimistas, generosos, tolerantes, justos, equitativos. En general, virtuosos y conducidos por valores.
La autonomía que la dignidad implica es una fórmula muy simple en cualquier relación interpersonal, misma que por supuesto impacta finalmente en nuestra sociedad y forma de gobierno: si no estás dispuesto a dar lo que te piden, no tomes lo que te ofrecen.
Pierdes autonomía cuando tomas lo que te ofrecen sabiendo que lo que harás a cambio está mal, aunque compense, porque en la dignidad no hay negociación con la ética, o cuando de antemano sabes que no darás, porque en la dignidad no hay negociación con la equidad.
Pierdes autonomía cuando te sientes merecedor de todo y otorgador de nada, de manera que crees que obtendrás lo que quieres o necesitas sin retribución.
Ganas autonomía, en cambio, cuando das y recibes justamente, vives y dejas vivir, respetas todas las opiniones, actúas de acuerdo a tus valores y te preocupas y ocupas de tus semejantes. No hay autonomía sin otro que te la valide enfrente.
Con crecimiento y autonomía personales, hay dignidad cuando, más allá del derecho humano, dejamos de permitirle a otros que manipulen nuestras emociones, manifiestas o contenidas, para sus fines personales. La indignación moral, decía Marshall McLuhan, es la estrategia tipo para dotar al idiota de dignidad.
Hay dignidad cuando nos convertimos en personas que actúan como queremos que actúen los demás, en la calle, en nuestras casas, en los lugares públicos, en la oficina y en el gobierno.
La dignidad, pues, es un presupuesto que hay que realizar, un potencial que hay que desarrollar, y por ello el PRI se renueva y cambia constantemente: para ser digno de la confianza y el respeto de los mexicanos; para gobernar con todo lo que implica la dignidad.
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