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El extraño asesinato del pintor D. T. Egerton

La inseguridad en los caminos mexicanos era una constante en nuestro accidentado siglo XIX. A nadie le sorprendían —y no por eso dejaban de inspirar miedo— las noticias acerca de salteadores que atacaban las diligencias para arrebatar cuanto podían. Tampoco era novedad que ejercieran una violencia sanguinaria contra sus víctimas. Y con todo, el asesinato de un pintor inglés y su pareja, estremeció a la capital del país

El valle de México desde el cerro de Chapultepec
El valle de México desde el cerro de Chapultepec El valle de México desde el cerro de Chapultepec (La Crónica de Hoy)

Aunque el inglés ese, avecindado en Tacubaya tenía por nombre Daniel Thomas Egerton, todos sus conocidos lo llamaban “Florencio”. Como tantos otros inmigrantes, usaba un nombre mexicanizado, y así había procedido su mujer, inglesa también, Agnes, a quien se le llamaba Inés, Inés Edwards. Discretos, muy discretos, habían preferido vivir fuera del bullicio de la ciudad de México, para establecerse en una de las poblaciones cercanas a la capital. Nadie vio cosa extraña en tal decisión, porque Egerton, Daniel o “Florencio”, era pintor, un acreditado paisajista, que, en su tierra ya había expuesto sus obras, entre las  cuales figuraban algunas piezas que retrataban las tierras mexicanas, y que pertenecía a la Sociedad de Artistas Británicos. Sin embargo, en nuestro país, aquel hombre prefería llevar una existencia más bien alejada del bullicio del escenario público de la primera mitad del siglo XIX.

El mundillo intelectual de aquellos días sabía de la estancia de Egerton en México. Frances Erskine, la esposa escocesa del embajador español Ángel Calderón de la Barca, no dejó de advertir, fugazmente, a la “misteriosa pareja inglesa”, que por algún tiempo vivió en un ­hotel de la calle de Vergara (hoy Bolívar). ¿Qué llamó la atención  de la perspicaz y observadora mujer? El aislamiento en que transcurría la vida de la pareja, que no entablaba amistad ni conversación con otros huéspedes. Asimismo, llamativo era el contraste entre la joven mujer, que frisaría los veinte años, y él, que, seguramente le doblaba la edad.

Corría 1841. Al poco tiempo, en los primeros meses de 1842, los esposos Calderón de la Barca abandonaron México. Ya no se enteraron de primera mano de un crimen brutal, cuyas víctimas fueron aquellos ingleses tan peculiares.

Una muerte absurda, extraña, que despertó sospechas en aquellos días en que México apenas estaba acostumbrándose a ser una nación independiente, joven y pobre, rodeada por los intereses voraces de otras naciones, mucho más poderosas.

Pero el 27 de abril de 1842, Egerton se reunió con uno de sus hermanos en la ciudad de México. Regresó a casa llevando veinte pesos. Solamente cambió uno, para comprar puros. En su hogar, dejó el dinero y decidió salir a caminar con Inés, que se encontraba en los ­últimos meses de embarazo. Tomaron el camino que los llevaba al cercano pueblo de Nonoalco, donde, hacia las siete y media de la noche, los vieron algunos caminantes que después declararían recordarlos a la altura de un paraje conocido ­como Pila Vieja.

Pasaron las horas. Los perros de la casa, que habían salido con la pareja, volvieron sin sus amos. Cuando la criada se percató del mucho tiempo transcurrido sin señales del pintor y de su mujer, envió a un mozo en su busca. Recorrió los sitios por donde la pareja solía pasear; el hombre llegó a Pila Vieja: allí encontró el cadáver de Egerton. A los pocos metros encontró a Inés, muerta también, desnuda y con señales de haber sufrido un tremendo ataque. Aterrado, el sirviente corrió por el juez de paz de Tacubaya, para recoger a las víctimas. En los bolsillos de Egerton solamente hallaron una moneda de un octavo de real. Estaba vestido, conservaba un anillo y un cortaplumas. A Inés le habían dejado apenas las medias y un guante; su sombrero de paja, ensangrentado, había quedado cerca de ella.

Absurda, extraña muerte: ella conservaba los aretes, una cadena de oro con un crucifijo en el cuello, un anillo. Él tenía nueve puñaladas, ella, una sola, pero su rostro acusaba la huella de golpes con un objeto contundente, una piedra, tal vez, y la habían violado y estrangulado. El hijo próximo a nacer, estaba muerto en el vientre de su madre.

No, no había sido un asalto. Era un crimen casi gratuito, extraño. Por eso las sospechas se multiplicaron y la resolución del crimen se volvió una exigencia colectiva.

La representación inglesa exigió a Santa Anna el esclarecimiento del homicidio; la ciudad se hacía lenguas sobre el asunto, y se dijo que los asesinos eran “extranjeros”. El presidente designó a un fiscal que llevaría el caso: el abogado José María Puchet, que tardó dos años en dar con los culpables, que no eran extranjeros y que obtuvieron, por todo botín, las ropas de Inés Edwards.

Puchet cumplió con su cometido en términos concretos: indagando en los poblados cercanos a la capital, recibió la noticia de una mujer en posesión de ropas ensangrentadas. Al dar con la mujer, Juana Isidra Gamboa, la madeja empezó a desenredarse: ella habló de otra conocida suya, Petra Portugal y su pareja, Julián González, que habían llegado a su casa, por el Salto del Agua, con otros tres hombres. Llevaban en las manos ropas femeninas llenas de sangre.

Los hombres ordenaron a las mujeres que lavaran aquellas prendas y las modificaran para poder venderlas. Del tápalo —especie de chal-—hicieron dos pañuelos, del vestido hicieron enaguas, y así transformaron su mercancía, que fueron a vender. Por el sombrero de Egerton, ganaron cuatro reales. En total, el botín sumó 18 reales. Cada asesino y cada cómplice ganaron, cada uno, la gran suma de tres reales. Evidentemente, no fue el robo el móvil del crimen, y, aparentemente, tampoco el propósito de violar a Inés; fue un asunto que parecía impremeditado.

Puchet consiguió las confesiones y encarceló a los criminales: uno se fugó y fue recapturado; los otros fueron ejecutados. Las mujeres fueron condenadas a prisión. Y aunque Puchet informó a Santa Anna que se trataba de los asesinos materiales, no de los autores intelectuales, ahí se terminó la indagatoria. Egerton y su Inés fueron sepultados en el panteón inglés del rumbo de la Tlaxpana. Muchos rumores corrieron; se acusó al pintor de espía, se dijo que el crímen había sido ordenado por su hermano.

Detalle inquietante: Daniel Thomas Egerton es una sombra, un nombre en los archivos judiciales y diplomáticos mexicanos. Es un personaje rescatado de la oscuridad de la muerte por las páginas de los periódicos decimonónicos. Es un fantasma que ha llamado la atención de novelistas y de pintores. Apenas eco, apenas un susurro que se desvanecería en el aire, de no ser por los papeles que quedan como huella de su paso por México. Hay quien afirma que el expediente del caso fue robado en los últimos años del siglo XX. Apenas eco, apenas una página en la larga historia de la criminalidad nacional, porque Egerton es víctima de la peor paradoja para un artista: ni de él, ni de Inés ­Edwards, queda retrato alguno.

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