
Lo confesó el propio Mao Zedong años después de que su revolución lo convirtiera en un mito viviente. Dijo que eligió el 1 de julio de 1921 como fecha fundacional del Partido Comunista Chino (PCCh) porque no recordaba qué día fue con exactitud cuando se reunió en Shanghái con otros jóvenes que habían leído a Marx como él y soñaban con repetir en China el éxito de la revolución rusa bolchevique que acabó con el imperio medieval de los zares tres años antes.
Ese día --o uno o tres días, antes o después--, una docena de chinos soñadores --tampoco hay certeza del número-- fundaron en la clandestinidad el PCCh. Un siglo después, con 92 millones de chinos afiliados, el alumno superó al maestro. El partido que fundó Mao no sólo sobrevivió al que fundó Lenin, que duró apenas siete décadas, hasta que colapsó la URSS en diciembre de 1991, sino que ahora desafía la hegemonía mundial del ganador de la guerra fría hace 40 años: Estados Unidos y su imperio democrático occidental.
Pero, antes de llegar a morir de éxito, China estuvo a punto de morir de hambre y de terror, y el responsable fue, paradójicamente, la persona cuyo busto preside la puerta de acceso a la Ciudad Prohibida de Pekín: Mao.
Cuando los chinos expulsaron a los invasores japoneses en septiembre de 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, y estalló la guerra civil entre los comunistas y los nacionalistas del Kuomintang por el control de la gigantesca nación, el PCCh puso al frente de su Ejército Popular al joven Mao, quien en la “larga marcha” de repliegue al interior, para luego contraatacar, descubrió la fidelidad y el entusiasmo del campesinado, que le ayudó a tomar el poder y fundar la República Popular China, el 1 de octubre de 1949.
Sin embargo, fue su apuesta por el campesinado y no por el proletariado (los obreros) como nació el maoísmo y cómo en 1958 se le ocurrió que su Gran Salto Adelante, la rápida modernización de China la iban a ser los campesinos, a los que puso a fundir metales en sus granjas, en la creencia de que así iba a convertir el país en la potencia mundial del acero.
El resultado del abandono en masa del cultivo y la industrialización en mano de inexpertos fue la hambruna, que mató a entre 30 y 45 millones de chinos.
Acorralado por las críticas, Mao incitó a las masas a que acusaran, humillaran en público y entregaran para ser castigados a los intelectuales y dirigentes del partido que criticaban su gestión o no rendían culto a su personalidad. Esos años de terror, de 1966 a 1976, fueron conocidos eufemísticamente como la Revolución Cultural.
Uno de los dirigentes del partido, Deng Xiaoping, fue acusado en carteles propagandísticos de “escoria”, “traidor” e incluso el “Jrushchov chino”, en referencia al presidente soviético, Nikita Jrushchov, al que Mao acusó de “revisionista” y con el que cortó relaciones diplomáticas por haber traicionado los ideales comunistas.
Retrato gigante de Deng Xiaoping, en la aldea que convirtió en símbolo del milagro chino: la metrópolis de Shenzhen
Deng fue desterrado y puesto en arresto domiciliario, en vez de haber sido torturado en prisión, donde muchos compañeros de partido murieron. Ese golpe de suerte no sólo salvó su vida, sino que fue la salvación del Partido Comunista Chino y de la China como superpotencia que conocemos hoy.
Pero para que llegase su momento, Deng tuvo que esperar la muerte de Mao y esta ocurrió en 1977, cuando ascendió al Olimpo comunista donde le esperaba la momia de Lenin.
Después de que la Revolución Cultural terminó en 1976 con la Muerte de Mao, Deng Xiaoping fue rehabilitado y aprovechó la “desmaoización” del partido --la viuda de Mao y los otros tres miembros de la Banda de los Cuatro fueron ejecutados-- para presentar un modelo de recuperación económica que convenció a sus compañeros del Politburó con una frase que se hizo legendaria: "Qué más da si el gato es blanco o negro, lo importante es que cace ratones".
En diciembre de 1978, Deng fue elegido líder supremo de China durante el XI Congreso del Comité Central del Partido Comunista. Lo primero que hizo fue no vengarse de sus adversarios y darle a Mao su papel de líder supremo; a cambio, de tener manos libres para un experimento que la URSS y otros países comunistas, como Corea del Norte y Cuba vieron con desprecio: el socialismo con características chinas, una forma de decir: bienvenido el capitalismo vigilado, mientras el control del país siga en manos del PCCh. Así nació el milagro chino.
Pero a Deng se le pasó por alto un detalle: la rápida modernización generó una clase media, cada vez menos preocupada en qué comer y con más tiempo para el ocio y para ver qué pasa más allá de las fronteras. Y lo que vieron fue lo que creían imposible: la caída del Muro de Berlín en 1989, la desintegración de la URSS en 1991 y la conversión de esas dictaduras comunistas en democracias, sin apenas dar un tiro. Lo que vieron fueron ciudadanos festejando eufóricos que eran libres.
La muerte prematura de Hu Yaobang, el 15 de abril de 1989, llamado a suceder a Deng, hasta que lo defenestró por ser demasiado aperturista, desencadenó numerosas protestas en el país de estudiantes que reclamaban más libertades y la salida del poder de políticos conservadores como el primer ministro Li Peng.
Las protestas no cesaron en las siguientes semanas y provocó la división en el Buró Político del Partido Comunista. Por un lado, los reformistas como Zhao Ziyang defendían la posibilidad de una salida dialogada mientras que el primer ministro Li Peng defendió el uso de la fuerza militar para desalojar la plaza y acabar con las protestas. Aunque no se conocen bien los detalles, las informaciones que se han ido filtrando en los últimos años parecen confirmar que Deng vaciló durante bastante tiempo hasta que finalmente dio la razón a Li Peng y autorizó el uso de la fuerza el 4 de junio de 1989 contra los universitarios que desafiaron los tanques en la plaza de Tiananmen, a ojos de todo el mundo.
Estudiante desafía a los tanques en la plaza de Tiananmen, en víspera de la matanza del 4 de junio de 1989, ordenada por el primer ministro Li Peng
La matanza de Tiananmen dejó un saldo de entre 400 y dos mil muertos. Así murió para siempre la primavera china. Deng, quizá en un acceso de remordimiento por la dureza de Li Peng, no lo eligió sucesor, como se esperaba, sino que eligió a Jiang Zemin, un moderado, al que sucedió otro, Hu Jintao.
En 2012 fue elegido Xi Jinping, aparentemente gris y sin carisma, pero un continuista del pensamiento Deng, como los dos anteriores. Pero no fue así.
Después de décadas de darse la espalda, el nuevo líder entendió que China debía forjar una alianza estratégica con Rusia y la explicación es sencilla: Xi Jinping admira al expansionista, belicista y que no se deja intimidar por EU y sus aliados, Vladimir Putin.
Comparte, asimismo, la del presidente ruso por perpetuarse en el poder, para lo que ambos esperan cambiar sus respectivas constituciones, y ganar así tiempo para lograr sus dos metas ambiciosas: convertir a China bajo su reinado en la primera superpotencia, y culminar su sueño de la Gran China, con la anexión de Taiwán --como hizo Putin en Crimea--, la toma de Hong Kong y el adoctrinamiento de tibetanos y musulmanes de la etnia uigur de Xinjiang, en la fe comunista.
Este es el deseo que Xi quiere que se cumpla cuando este jueves, 1 de julio de 2021, sople las velas por los cien años del Partido Comunista Chino.
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