
Así lo contó el sacerdote católico, nacido en Oaxaca, José Joaquín Pérez Budar, al que la historia mexicana conocería como El Patriarca Pérez: En 1925, fue llamado por el obispo Eduardo Sánchez Camacho, todo un personaje en la historia del catolicismo mexicano. Sobre el obispo, Pérez Budar echaría la responsabilidad de un peculiar fenómeno en la historia de la religión en México.
El obispo Sánchez Camacho era, para ese 1925, un hombre más bien amargado. Cuarenta años antes, era obispo de Tamaulipas, y había propuesto que la Iglesia católica mexicana dejara de someterse a la autoridad del Papa y subordinarse a la autoridad del Estado mexicano. El Vaticano resolvió llamar al orden al obispo que, en pocas palabras, estaba proponiendo llevar a la Iglesia mexicana al cisma.
Envió la Santa Sede al arzobispo Nicola Averardi para acallar al obispo Sánchez Camacho. Averardi fue implacable: obligó a renunciar a Sánchez Camacho. En derrota, el obispo mexicano se fue a una quinta de su propiedad, en las cercanías de Ciudad Victoria, que se llamaba El Olvido. Allí vivió hasta su muerte, en 1920. Pero si El Vaticano creía que con hacer pedazos al obispo se terminaba aquella historia, se equivocaba.
EL PADRE PÉREZ SE CONVIERTE EN EL PATRIARCA PÉREZ. Según el padre Pérez Budar, en algún momento de 1920, fue llamado por el obispo Sánchez Camacho, y le pidió que dedicara sus energías a fundar lo que se llamaría Iglesia Católica Apostólica Mexicana. Sánchez Camacho estaba enfermo, pero, en cuanto se recuperara, lo consagraría obispo, para dotarlo de fuerza en su encomienda. El antiguo obispo de Tamaulipas murió sin haber cumplido su promesa, pero eso no desanimó a Pérez Budar: empezó haciendo trabajo de campo, hablando con la feligresía acerca de lo que costaba en los templos la administración de diversos servicios religiosos. Juntó firmas, y con eso, dirigió una carta a Nicola Averardi, que se había quedado en México como representante papal.
Al padre Pérez se le ocurrió solicitar —¡nada menos!— que redujeran las tarifas en los templos. La respuesta de Averardi fue muy clara: movió influencias e hizo que encarcelaran en Atlixco, durante dos años, al humilde cura. Si creyó que con eso le quitarían a Pérez las ganas de andar incordiando, se volvió a equivocar por completo.
Salió Pérez de la cárcel y se movió a la Ciudad de México. No es clara su ruta de vida en aquellos años, pero en 1925 formaba parte del cuerpo eclesiástico de la Catedral Metropolitana y, se cuenta, oficiaba misa en el Altar del Perdón. Otra vez, recurrió a la labor de baja intensidad y acabó convenciendo a ocho sacerdotes conocidos suyos, de que era necesario refundar la Iglesia católica de México y romper los lazos con El Vaticano. Era febrero de 1925 cuando decidió fugarse hacia adelante. A los 74 años, ya no tendría camino de regreso.
Con su equipo, elaboró un manifiesto que dio a conocer el 18 de febrero: Entre otras cosas, cuestionaba el formidable volumen de dinero que la Iglesia mexicana enviaba a la Santa Sede, que calculaba en 70 u 80 millones de pesos de aquellos días —una verdadera fortuna— y que, pensaba, eran muy necesarios en México para dar mantenimiento a los templos. En ese sentido, no andaba tan desencaminado: la Catedral vivía, desde hacía décadas, en jaloneo con la Secretaría de Hacienda cada vez que ocurría algún desperfecto en el templo, por ejemplo cuando temblaba: Hacienda cumplía mandando los operarios para reparar, pero a la hora de recibir la factura, siempre se hacía la desentendida y la enviaba al cabildo catedralicio.
El manifiesto del padre Pérez, además de ser el acto constitutivo de la Iglesia Católica Apostólica Mexicana, hablaba de un respeto total a las leyes mexicanas y a la Constitución de 1917. Señalaba que los servicios religiosos serían gratuitos y los sacerdotes, además de ejercer su ministerio, tendrían que trabajar para ganarse el pan. Los oficios religiosos se celebrarían en español y el celibato dejaría de ser una obligación de los ministros del culto. Llamó a la iglesia que estaba fundando, la “Iglesia de los humildes”, la “Iglesia del pueblo”.
Con su equipo cercano, los sacerdotes Manuel Luis Monge, español, y Antonio Benigno López Sierra y Eleuterio B. Gómez Rubalcaba (sic), se dedicó a buscar un templo que pudiera convertir en la sede de la nueva iglesia. En su lista estaban desde la Basílica de Guadalupe hasta el templo de la Virgen de los Remedios. Finalmente se decidió por un templo del centro de la ciudad: Nuestra señora de la Soledad.
Era clarísimo que al padre Pérez no le daba miedo meterse en una empresa de ese tamaño. En su juventud, en Oaxaca, se unió a la revolución tuxtepecana que llevó al poder a Porfirio Díaz, y hasta alcanzó grado de capitán. Se casó, enviudó, se hizo sacerdote y también masón. Con su manifiesto, se declaró patriarca de la nueva Iglesia mexicana.
El lugarteniente de Pérez, Manuel Luis Monge, envió un telegrama al presidente Calles anunciándole la existencia de la nueva Iglesia mexicana, conforme a las disposiciones de la Constitución. Dos días después llegó un telegrama de Calles, en el cual se les notificaba que la inspección general de policía se ocuparía de garantizar la existencia de la nueva organización religiosa, que, en los hechos, implicaba una “bendición” presidencial.
Poco a poco, algunos sacerdotes se fueron uniendo a la Iglesia del Patriarca Pérez. Llegó a tener presencia en poblaciones de Jalisco, Puebla, Veracruz, Tabasco, Oaxaca, San Luis Potosí, Hidalgo, Querétaro y el Estado de México. En el norte del país, solamente se supo que tuvo seguidores en Coahuila.
El Episcopado Mexicano reclamó airadamente por la toma de la iglesia de la Soledad: declaró a Pérez y a sus seguidores cismáticos y, además, los excomulgó. Apenas empezaba la batalla.
El domingo 22 se ofició la primera misa de la Iglesia Católica Apostólica Mexicana, que terminó en batalla doméstica: una mujer atacó, a bofetadas y mordiscos al oficiante, el padre Monge. Intervinieron los seguidores de Pérez, se armó una gresca. La policía tuvo que sacar del templo, vestidos de civil, a Pérez y a Monge para evitar otra trifulca. No fue la única vez que ocurrió una batahola. Monge decidió que no valía la pena tanto problema y desertó: abandonando todo, inclusive a la mujer con quien vivía y a los hijos que tenía con ella, se fugó a España.
Como el pleito se alargaba, el gobierno federal retiró del culto al templo de la Soledad. Mientras, el Patriarca, con nuevos bríos, declaraba que la Iglesia Católica Romana era enemiga del Estado y las leyes mexicanas. En la primera semana de mayo, recibió del gobierno la iglesia de Corpus Christi, lo que quedaba del antiguo convento de indias nobles.
El movimiento del Patriarca Pérez se expandió y llegó a tener presencia y nexos con organizaciones en Canadá y Estados Unidos. Aunque logró dejar huella en muchas partes del país, pues el puñado de sacerdotes que lo siguieron rehabilitaba templos abandonados para oficiar, nunca logró consolidarse como un movimiento de real alcance nacional. Tal vez por eso, el gobierno de Calles, que entraba en una espiral de enfrentamiento mucho más violento con la Iglesia católica, dejó de prestarle atención. Entre 1925 y 1937, la Iglesia Católica Apostólica Mexicana apenas logró establecer 69 templos.
La organización del Patriarca Pérez empezó a fracturarse a medida que el sacerdote envejecía. Sin haber triunfado, murió en octubre de 1931, cuando el gobierno, inclusive, ya había finiquitado el otro conflicto religioso, la Cristiada, que había tenido mucha más trascendencia que el proyecto del cura oaxaqueño.
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