
Ese fue el año en que los dioses mexicas decidieron hacerse oír. Precisamente, cuando gobernaba en nombre de España el conde de Revillagigedo, y cuando ya rebotaban por todas partes de la América las ideas de igualdad que venían directamente de la Francia revolucionada. Era 1790 y del desconcierto a la sorpresa, los habitantes de la Ciudad de México se habían enterado de los hallazgos que en plena Plaza de Armas habían aflorado: piedras muy viejas que hablaban de deidades oscuras y primigenias, pero que también contaban historias de tiempos, fechas y nombres olvidados.
Otra piedra, por todos los santos, debió haber pensado el virrey Revillagigedo. Otra piedra llena de secretos. A algunos, la que hoy llamamos Piedra del Sol les inspiró clara inquietud, a la luz de lo que pasó en el patio de la Universidad con la otra pieza, el “ídolo”, al que los indios, en cualquier descuido, se colaban a adorarla. Pero hubo voluntad y la maravilla fue acogida: un orgullo salido de los siglos en que, poco a poco, a partir de los accidentados días de la conquista, movió a las autoridades a conservar las piedras, y con ellas, recuperar un fragmento de pasado.
APARECE LA DIOSA. Todo había comenzado en el verano de 1790. Revillagigedo decidió ir a fondo y darle a la capital de la Nueva España una plaza mayor a la altura de la importancia del reino. Implicaba mucho trabajo, porque aquella plaza, como la conoció el virrey a su llegada, era poco menos que un muladar. Operaba un mercado compuesto por tenderetes endebles y mal cuidados, repletos los techos de basura y cachivaches. El empedrado era desigual y feo, la basura se acumulaba por montones, y la letrina pública despedía un hedor insoportable. Para colmo, en los días de lluvia, el viejo lago hacía recordatorio de su presencia, y la plaza se convertía en un lodazal.
El virrey, que era hombre de acción, puso a todo mundo a trabajar. No se imaginaba, ciertamente, las cosas sorprendentes que pasarían.
Revillagigedo puso la plaza patas arriba. La mandó limpiar y despejar en diciembre de 1789 para llevar a cabo las celebraciones de la llegada al trono español del rey Carlos IV. No bien se terminaron las fiestas, Revillagigedo reveló su plan: ordenó al corregidor intendente de la ciudad, Bernardo Bonavía y Zapata, que impidiese el regreso de los vendedores a la plaza —como puede verse, hay cosas en esta ciudad que no cambian— y que los concentrase —hoy dirían “reubicarse”— en la plaza del Volador. Encarrerado, Revillagigedo mandó tumbar el muro del atrio catedralicio, quitó las tumbas del cementerio del Sagrario y las mandó unas calles atrás, al colegio de San Pedro y San Pablo; desmontó la fuente que todos conocía como “La Pila” y pasó la horca a otra plaza. Limpio el terreno, se procuró nivelarlo. Cuatro nuevas fuentes llegaron a ocupar las esquinas de la plaza, y se mejoró el embarcadero de la Acequia Real, que llegaba hasta el costado sur del Real Palacio. Desde luego, había que poner un nuevo empedrado, parejo y bien hecho.
Entonces empezaron las sorpresas.
Era 13 de agosto cuando los operarios dieron con la madre de los dioses, la señora de la falda de serpientes. Avisaron que, a 37 varas —equivalentes a 30.93 metros— del real palacio, y a vara y tercia —un metro con 11 centímetros— habían hallado un “ídolo de la gentilidad”, hecha, dijeron, “de piedra de Chapultepec”. Los operarios y sus jefes le dieron vueltas al asunto por espacio de un par de semanas, y el 4 de septiembre de 1790, por medio de un juego de poleas, lograron poner de pie el monolito. Cuando el corregidor intendente Bonavía fue informado, hizo que le tomaran declaración a todos los que intervinieron en el hallazgo y, armando un expediente bastante completo, lo envió al virrey, con copia para el rector de la Universidad.
El alabardero Gómez, desde su privilegiada posición en la puerta del real palacio, describió así a la diosa, que le fueron a poner a unos pocos metros, pegada a la otra puerta del recinto: “Era una piedra muy labrada con una calavera en las espaldas, y por delante otra calavera con cuatro manos y figuras en el resto del cuerpo, pero sin pies ni cabeza”.
Si el hallazgo hubiera ocurrido un siglo antes, es probable que la deidad hubiese sido despedazada. Pero en el siglo de la Ilustración, con un gobierno que veía con buenos ojos el rescate arqueológico —no hay que olvidar que Carlos III y su hijo, Carlos IV promovieron el rescate arqueológico de Pompeya y Herculano— Bonavía se comportó a la altura de los acontecimientos: Le planteó a Revillagigedo entregar la enorme piedra a la Universidad, que en esos días ocupaba un edificio en la Plaza del Volador.
No andaba desencaminado el buen hombre, pues le escribió al virrey: “La considero digna de conservarse por su antigüedad, por los escasos monumentos que nos quedan de aquellos tiempos y por lo que pueda contribuir a ilustrarlos… no puede ponerse en mejores manos que las de la Real Pontificia Universidad…” Bonavía se asignó la tarea de hacer medir y pesar la pieza, para que se hiciera una publicación con los datos, más lo que la Universidad pudiese indagar. La tarea la asumió don Antonio León y Gama, quien no sólo escribiría de la diosa del rostro de calavera, sino de esa otra piedra circular que apareció al final de 1790, un 17 de diciembre.
DE PIEDRA DE SACRIFICIOS A CALENDARIO. Las obras de empedrado de la Plaza Mayor habían continuado. Casi a flor de tierra —a media vara de profundidad, poco más de medio metro— los operarios habían encontrado el enorme círculo de piedra. Uno de los maestros de obra, José Damián Ortiz, se apresuró a informar por escrito del hallazgo.
Antonio de León y Gama escribiría de la pieza que era “la más particular e instructiva” de las piedras encontradas. Tan claro fue, en 1790, que la Piedra del Sol no tenía implicaciones religiosas, que dos funcionarios del cabildo de la Catedral, el canónigo José Uribe y el doctor Juan José Gamboa, solicitaron al virrey la custodia de la pieza. Revillagigedo accedió, siempre y cuando la piedra “se pusiese en parte pública, donde se conservase siempre como un apreciable monumento de la antigüedad indiana”. Acaso, con el espíritu del siglo, los canónigos pensaban reparar la ocurrencia del segundo arzobispo de la Nueva España, don Alonso de Montúfar, quien, a mediados del siglo XVI —es decir, unos 250 años atrás— había mandado enterrar la piedra porque estaba convencido de que se trataba de un instrumento para sacrificios humanos.
Pero la mentalidad del siglo XVIII pudo más que los esfuerzos de Montúfar, que a la larga resultaron infructuosos. Las autoridades de Catedral recibieron la piedra, y no hallaron mejor sitio público para colocarla, que la torre poniente del templo, donde la empotraron.
Conocida muchos años como el Calendario Azteca, la piedra vio pasar el agitado siglo XIX. Presenció invasiones y guerras civiles. En el muro catedralicio, la admiró Agustín de Iturbide, y luego Maximiliano. Vio la piedra a Benito Juárez saliendo de la Ciudad de México, llevando consigo el gobierno republicano, y lo vio regresar. En 1885, dejó su sitio en Catedral y se le colocó en el Museo Nacional. Allí se retrataron con la piedra toda clase de personajes, entre ellos Porfirio Díaz y Venustiano Carranza. Hasta comparte escena con Cantinflas en una escena de El signo de la muerte (1939) película de Chano Urueta, con un extravagante guión donde tuvo que ver Salvador Novo. Desde hace 53 años luce en la sala mexica del Museo Nacional de Antropología. Es la de la Piedra del Sol, una historia sorprendente que inició el día en que un virrey modernizador quiso dotar de una gran plaza a la capital de la Nueva España.
Abundan los grabados e imágenes en los que la Piedra del Sol aparece, como metáfora del mestizaje mexicano, empotrada en Catedral. Venustiano Carranza fue uno de los muchos que no desperdiciaron la oportunidad de retratarse con la gran piedra, una vez que
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