
El futuro del comercio global transita por el letargo del proceso presente de la globalización. Es una de las aseveraciones formuladas en el análisis de una de sus más recientes ediciones del semanario The Economist dedicado al fenómeno denominado “slowbalization”. Un juego de palabras en inglés que se refiere a la ralentización de la globalización económica de las últimas tres décadas (su época dorada), término que atribuye al analista Adjiedj Bakas a quien en la jerga de las redes informáticas se le considera un cazatendencias (trend-watcher). Este vocablo trata de describir las reacciones en contra de la globalización. Es curioso que prácticamente ya nadie se refiere a la globalifobia, palabra que era utilizada para referirse a cosas similares en los primeros años del siglo XXI, aunque es difícil afirmar si se trata solamente de alguna moda en el uso del lenguaje o de algo más preciso. Con tono de cierta preocupación, la revista anota que el proceso de integración económica a lo largo del mundo ha entrado en un proceso de cambio y lentitud, el cual puede advertirse en una serie de indicadores, y que su redimensionamiento será producto de un conjunto de factores entre los que se encuentran los efectos que pueda producir la guerra comercial iniciada por Trump, la regionalización de las cadenas productivas, el papel de China, India, Alemania y los efectos del brexit, por citar algunos de ellos. Señala como un indicador portentoso de la globalización, que el comercio mundial pasó de 39 por ciento en 1990 a 58 por ciento del PIB mundial en 2018. La tendencia a la baja, prácticamente asociada al inicio del periodo de menor globalización, puede encontrarse en el 61 por ciento que el comercio internacional representaba dentro del PIB mundial frente al 58 ya anotado en 2018. Dicho análisis concluye que la época dorada de la globalización produjo grandes beneficios, pero también costos y retrocesos políticos. Indica que puede haber periodos más largos o cortos de slowbalization, dependiendo del declive o la estagnación de los procesos de la globalización, pero debe darse por sentado que la marcha de la globalización es inevitable y que en todo caso, el nuevo patrón de comercio que pueda remplazar al actual, también generará oportunidades y riesgos. (“The global list”, The Economist, 26 enero-1 de febrero de 2019, pp. 19-22)
A decir verdad, el análisis genera poco entusiasmo si se reflexiona en los costos que la época dorada de la globalización económica produjo, incluso frente a esos beneficios producidos y que en las estadísticas resultan abrumadores. En lo político, en columnas anteriores hemos intentado analizar el surgimiento del llamado populismo al que las buenas conciencias ven con asombro y espasmo. No puede negarse que en algunos casos, esa vertiente de organización, entendimiento y conducción de la política es de nefastos augurios (como en Estados Unidos o en Brasil, por citar los ejemplos contemporáneos más conspicuos), pero no puede obviarse que la respuesta de descontento que se ha venido generando en distintos ámbitos y regiones frente a los saldos y consecuencias de un modelo de producción que pudo haber producido mucha riqueza, pero que también generó gran concentración de los beneficios y privilegios en muy pocas manos, no puede entenderse a priori como un retroceso político. Hemos insistido en varias ocasiones que la búsqueda de la igualdad es un diferencial sustantivo entre las ideologías de izquierda y de derecha. En lo social, también en colaboraciones pasadas, nos hemos referido a que la desigualdad atrapa a las personas en la pobreza, y de cómo esa tendencia se ha acrecentado en las últimas décadas, como lo dejó por sentado el informe Oxfam, en el que se observa que la concentración de la riqueza se incrementó en 2018. Un solo dato proyecta ese enunciado a gran escala: la fortuna de 26 millonarios equivale a la riqueza que tienen 3,800 millones de personas más pobres del planeta.
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