
Hacia 1968, casi la mitad de los mexicanos tenían menos de 34 años, y poco más de una cuarta parte de la población vivía en ciudades con más de 100 mil habitantes. Eso era ser un país joven y moderno, que, a querer o no, iba cayendo en cuenta de que eso que llamaban progreso, pasaba por modificar, incluso la estructura familiar. “Para familias pequeñas”, pregonaban los comercializadores de departamentos de la aún muy joven Unidad Habitacional Nonoalco Tlatelolco, que, en la vida de los capitalinos se conocía ya como Ciudad Tlatelolco, y hasta planteaban por medio del dibujo publicitario aquel modelo ideal: dos hijos, no más.
Aunque faltaban unos pocos años para empezar a preocuparse por eso que los estudiosos llamaban “explosión demográfica” y que en realidad no preocupaba mucho a la gente de a pie, ese “ser moderno” empezaba a pasar por “ser menos en casa”.
Pero eso era para las parejas jóvenes; las que apenas estaban empezando a construir un patrimonio. Las familias con hijos que ya eran adolescentes rozando la mayoría de edad, tenían otras preocupaciones, como enfrentarse a la exigencia generacional de una nueva manera de vivir. Era este un país donde los modos autoritarios de los progenitores y de las instituciones se reflejaban en las campañas promovidas por los gobiernos federal, estatal y capitalino, que pretendían influir en el modo de vivir: “Son las 10 de la noche, ¿sabe dónde están sus hijos?” “Embellezca la ciudad: córtese el pelo”, “Con escoba y con jabón se forja una gran nación”.
Y bueno, lo cierto es que en este país, aún en la capital, la gente se acostaba temprano, y volvía temprano a sus hogares. “¡Vámonos, casi son las once, es tardísimo!”, gritaba Hilda Aguirre encarnando a la que después se volvería “Sor Yeyé”. Con el embrujo televisivo ya consolidado, porque, aunque los aparatos seguían siendo caros eran muchos más los que ya eran propietarios de una televisión, había muchas razones para que las familias se sentaran en torno al receptor: desde “El Súper Agente 86”, “Ley del Revólver”, “Mi marciano favorito”, “La Dimensión Desconocida” y “El Túnel del tiempo”, que emocionaban a chicos y grandes, hasta “Su diario Nescafé”, a las 7 y media de la mañana, donde ya estaba Jacobo Zabludovsky. Al medio día la gente podía entretenerse viendo primero “Operación Ja-Ja”, y después “Cotorreando la Noticia”, programas en los que se lucían los cómicos que iban a dominar aquella década: Chucho Salinas, Héctor Lechuga y el, a esas alturas archiconocido Manuel “El Loco Valdés”.
En aquel verano, la televisión mexicana tenía tres novedades notables: una, el estreno de la telenovela histórica “Los Caudillos”, que narraba el inicio de la guerra de independencia, y llamaba sobremanera la atención ver a Enrique Rambal rapado para personificar adecuadamente al cura de Dolores. Orgullosos, los creadores de la nueva novela aseguraban que nunca antes se habían aplicado tantos recursos en un proyecto televisivo. Los chicos de la casa estaban de plácemes, porque arrancaba una nueva serie: “Cri-Crí”, que llevaba años encantando a los niños con el Ratón Vaquero, el Negrito Sandía y el ropero de la abuelita. La otra gran noticia, era la entrada en el aire de la nueva frecuencia, el Canal 8, que le iba a dar seria batalla a Televicentro.
Musicalmente, el 68 sonaba a las “canciones de protesta”. Una de las más famosas y que se haría parte del ambiente del movimiento estudiantil era “Rosas en el mar”, que en la voz de la española Massiel había ganado el año anterior el festival musical Eurovisión. Pero a los reclamos libertarios de Massiel le hacían competencia, por un lado, los éxitos de Raphael que estrenaba disco, de hecho, la banda sonora de su película “El Golfo”, donde la preocupación no eran los derechos de la humanidad, sino una idea mucho más relajada de la vida: “Pero vivo alegremente, porque todo me da igual. Y me río de mi sombra y ando siempre indiferente, porque miro a las muchachas, porque juego con el mar. Todo el mundo a mí me llama El Golfo”, cantaba el “Divo de Linares”.
Pero la música en inglés ya había llegado para quedarse. Del 60 son éxitos como “Paint it black”, de los Rolling Stones y “You Make me feel like a natural woman”, no con Carole King, sino con Aretha Franklin. Los jóvenes mexicanos ya escuchaban música más densa: Grand Funk Rail Road, Ten Years After o Cream.
La moda cambiaba y tenía ya las resonancias del oriente que habían fascinado a los rockeros de habla inglesa ya estaban al alcance de los mexicanos: el cuello Nehru, en sacos, capotes, chaquetas y vestidos, para hombres y mujeres, estaba a la orden del día, y combinaba con las blusas floreadas femeninas que era lo más “in” del momento.
Notoriamente, la moda masculina era de ruptura: uno de los ídolos del momento, el cantante Carlos Lico, se presentaba vestido de blanco, de pies a cabeza —cuando el blanco era un color que NO usaban los caballeros—, con pantalones de gran campana y sus sacos Nehru. El accesorio indispensable para aquellas chaquetas masculinas eran los medallones de diseños exóticos —el símbolo “Peace and Love” era un nuevo clásico— que, con toda seguridad, inquietaban un poco a los severos padres de familia. Suéteres de cuello de tortuga eran otro complemento importantísimo.
Los altos tacones de aguja se habían quedado guardados en el closet femenino por una buena temporada, porque lo que estaba de moda para las muchachas eran los tacones bajos y anchos, que, junto con las minifaldas ya eran el sinónimo de sencillez, de movimiento, de los pies bien plantados en la tierra, nuevamente, de libertad.
Esa moda inquieta y vivaz se influenciaba también de los fenómenos cinematográficos: de los ropajes de la Rusia revolucionaria que había usado Omar Shariff en “Doctor Zhivago” se traducían en camisas con “diseño Zhivago”
Anteojos alargados, como ojos de gato y cristales verdes para las damas: lentes con armazones negro y oro para los caballeros —como los del presidente Díaz Ordaz—, eran accesorios frecuentes; los peinados, con montones de laca que se administraba en spray y que creaba auténticas obras de arte con el cabellos de las jóvenes —y no tan jóvenes— mexicanas. En los rumbos de moda, como la Zona Rosa, las aceras eran escaparates donde se veían todas esas novedades.
Era un país que, en las vísperas de la inauguración de los Juegos Olímpicos, y entre el bullicio del movimiento estudiantil, hasta escudo nacional rediseñado, obra del artista Francisco Eppens, estrenaba.
Todo hablaba de lo mismo: cambio, transformación, renovación. En el canal 5, se presentaba nada menos que la cantante sudafricana Miriam Makeba, cuyo gran éxito “Pata-pata” sonaba en la radio mexicana mañana, tarde y noche, Lo que pocos adultos tenían claro, es que, en swahili, “Pata-pata” significa libertad.
Los escaparates de todas las tiendas del centro presumían las enormes calcomanías que la paloma de la paz diseñada por el comité organizador había distribuido por todas partes, hasta en las armerías que, en esos días, eran un comercio más.
Algún detergente, “Rápido”, se ponía a la cabeza del mercado incluyendo en las bolsas pequeñas láminas con los diversos emblemas de los deportes, impresos a color. La ciudad vivía en la tensión provocada por la coexistencia de los juegos y el movimiento estudiantil.
Así se generó una banda sonora en paralelo, parodias de canciones conocidas que asestaban críticas duras contra la represión. La de por sí cursi y discriminadora “Balada del Vagabundo”, que originalmente cantaba el español José Guardiola, a dúo con una niña, tenía un no muy afortunado cover con otra niña y el locutor de Canal 5 Genaro Moreno. El ingenio juvenil la convirtió en “La balada del granadero”, y así surgieron muchas más, que lo mismo apelaban a los cantos infantiles, como “Granadero matarilerilerón”, que a la música ranchera, que aportaba la música para “El corrido del gorila prieto”. Esa música rebelde, fuera de los hábitos capitalinos hacía juego con los perros atrapados por los alumnos de Veterinaria, que, vestidos con curiosas camisas, portaban mensajes contra el gobierno: eran los “agentes perro-literarios”, bautizados así por José Revueltas, y que llevaban en sus lomos los nombres de aquellos a quienes los muchachos responsabilizaban de la represión.
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