
(V y último)
Destruir alegremente en el nombre de la patria, lo mismo un monumento, el cristal de una vinatería o la cabeza del vecino, no ha sido, por mucho, patrimonio exclusivo de los exaltados hinchas mexicanos, ni es un asunto limitado al canon de la pasión futbolera. Las gestas militares y las guerras de conquista—da igual si ocurren en el nombre de la corona, de la cruz, de la espada o de la bota— han contribuido por igual a esta temible ecuación por la cual el despliegue patriótico es directamente proporcional a la cantidad de objetos destruidos.
En las postrimerías del siglo XVIII, un ejército de 54 mil franceses a bordo de 335 navíos de guerra tomó por asalto las costas de Egipto y rápidamente alcanzó las puertas de la ciudad de El Cairo. Era una mañana lluviosa de la primavera de 1798. Ahí, a los pies de las célebres pirámides de Gizeh, destrozaron en unas horas al débil ejército nativo al que le causaron más de veinte mil bajas. En el fragor de la batalla, y para demostrar su poderío e infundir terror al enemigo, el general francés al mando de la invasión ordenó dirigir la artillería pesada contra una de las piezas más emblemáticas y sagradas del lugar: la esfinge edificada 4 mil 500 años atrás por el faraón Kefrén. Desde entonces, aquel emblema del rostro femenino y cuerpo de león perdió la nariz. Casi no es necesario decir que el general de marras era un joven de escasos 29 años de nombre Napoleón Bonaparte.
Cuatro años después aquel muchacho se hizo nombrar emperador. Sus conquistas abarcaron dos tercios de Europa y buena parte de las naciones con salida al Mediterráneo. 50 mil españoles murieron en la resistencia a la invasión napoleónica, 80 mil rusos pagaron con su vida el precio de contener a las tropas del Corso, y más de 100 mil franceses murieron en las múltiples conquistas de su emperador. Mientras tanto, el loco nombró a su hermano José, Rey de España; a su hijastro, Eugenio Beauharnais, Virrey de Italia; a su cuñado, el Mariscal Murta, Rey de Nápoles, y a su hermano menor, Jerónimo Bonaparte, Rey de Westfalia.
Para coronar sus conquistas, Napoleón hizo edificar un gran Arco del Triunfo en la antigua Place de l’Etoile de París. Cien años más tarde, al término de la I Guerra Mundial, en aquel sitio se hizo prender una llama perpetua con el propósito de recordar y rendir homenaje a los franceses caídos en combate: desde las conquistas napoleónicas, hasta los muertos en la batalla del río Marne.
Pero la historia, caprichosa y vengativa como es, ha enlazado como en una trama de espejos dos acontecimientos paralelos y coincidentes que ratifican la naturaleza universal de la infamia. Y que contribuyen por igual a verificar el dictum marxista de la historia que se repite primero como drama y más tarde como comedia.
Casi dos siglos después de que el emperador Napoléon mandó construir el Arco del Triunfo, sobre el que ondea la flama venerada por los franceses, otro joven vándalo —mexicano y de 24 años de edad—tuvo la ocurrencia de apagar el fuego sagrado mientras se paseaba en compañía de sus amigos por los Campos Elíseos de París, tras una actuación victoriosa de la escuadra mexicana, en la fase inicial de la Copa Mundial de 1998.
Conquistador a su manera, y envalentonado por el hecho de saberse invencible en suelo ajeno, a la manera de Bonaparte, aquel joven decidió apagar con cerveza el fuego eterno de los mártires franceses ☼—si bien algunos diarios parisinos aseguraron que se orinó sobre el pebetero. De este modo el hincha mexicano se cobró, sin tan sólo imaginarlo, una vieja cuenta que el Corso le debía a las naciones oprimidas por el vandalismo imperial. El trueque parecía inmejorable: la llama sempiterna de los galos en pago por la nariz de la Esfinge, el obelisco egipcio de la Plaza de la Concordia, o el resto del saqueo napoleónico que aún se exhibe en las salas del Louvre.
Naturalmente este asunto no les hizo la menor gracia a los franceses, y el escándalo impactó en la prensa de todo el mundo. La protección consular para mexicanos en París hubo de realizar sus mejores lances para evitar que al chico le impusieran una pena mayor en la prisión. Además de una multa y varias jornadas de encierro, tuvo que disculparse públicamente a exigencia de las autoridades francesas. Su estupidez, pese a todo, ha quedado registrada en los anales del vandalismo patriotero, que se justifica a sí mismo en nombre del amor a una camiseta, a un mapa o a un balón.
Otros mexicanos se integran a esta antología singular. En su libro The Soccer War el periodista polaco Ryszard Kapuscinski registró la ocurrencia del célebre y ya olvidado carcelero mexicano Augusto Mariaga, guardia en jefe de la prisión de alta seguridad de Chilpancingo, que el 11 de junio de 1970 celebró el triunfo de México sobre la elección de Bélgica por marcador de 1 a 0.
Era tal su alborozo que salió de su oficina echando tiros al aire y vivas a México a todo pulmón. Decidió entonces que tal hazaña ocurrida en suelo patrio —toda vez que México era sede de la Copa Mundial—debería ser compartida con los reos y decretó eufórico la apertura de todas las rejas del presidio. 148 reos peligrosos huyeron esa tarde. Semanas después los tribunales que lo juzgaron redujeron sensiblemente el castigo, tomando en consideración que el señor Mariaga —y así lo dice el veredicto: “actuó con exaltado patriotismo”.
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