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Los muchos crímenes contados por José Guadalupe Posada

Se acababa el siglo XIX. Pero en las pequeñas ciudades mexicanas bullían las pasiones humanas para curiosidad, morbo y escándalo de quienes, repentinamente, se enteraban de un pleito pasional acá, de un duelo por allá, de uno o dos suicidas, de un asalto sanguinario o de violentos impulsos que costaban sangre y horror. Toda aquella roja marejada llenó planas y planas de la naciente prensa moderna. Pero aquel humilde grabador, cuyo talento lo hizo inmortal, dejó en las frágiles hojas volantes una apretada crónica de la cara más oscura de la condición humana.

Asalto a mano armada
Asalto a mano armada Asalto a mano armada (La Crónica de Hoy)

Diablos de todos tamaños; con colas de reptil, lomos escamosos, bigotes retorcidos, eran los artífices invisibles de los hechos de sangre que a diario ocurrían en la ciudad de México del último año del siglo XIX, y que llegaban a las páginas de los periódicos. José Guadalupe Posada, de oficio grabador y dibujante, lograba sacarlos a la luz del día y exhibirlos ante cientos de curiosos, con una frágil hoja de papel por todo soporte. Posada legó a la cultura mexicana muchas piezas que se volvieron emblema de un momento de la vida nacional, como la célebre Calavera Catrina. Pero también dejó la crónica de los muchos sucesos que estremecieron y escandalizaron a sus contemporáneos: la historia de la criminalidad y de la nota roja en México no serían las mismas sin este personaje singular.

Siempre tenía material para producir sorprendentes imágenes: decía el criminalista Carlos Roumagnac, que le sabía bien al negocio, pues en sus años mozos había sido reportero, que se podía abrir el periódico, el que fuera, un día cualquiera, y el lector encontraría, por lo menos, una media docena de hechos violentos, que se convertirían, en unas pocas horas, en el alimento cotidiano de esa muchedumbre sedienta de historias empapadas de sangre y oscuridad que, de alguna manera y por contraste, le servían para comprender lo afortunado que podía ser, sin cruzarse en la calle o ser vecino o víctima de la parricida, del loco peligroso enfermo de celos, de los ladrones que sin pestañear se convertían en asesinos cuando las cosas les salían mal.

José Guadalupe Posada, don Lupe, en esa peculiar alianza laboral que tenía establecida con el impresor Vanegas Arroyo, se convirtió en un fiel cronista de la criminalidad en los últimos años del siglo XIX, y alcanzó a dar el salto a la nueva centuria para ver cómo se marchaba don Porfirio y llegaba don Pancho Madero. No se hizo rico con su oficio, pero no fueron pocas las almas buenas de aquellos tiempos que, a la hora de dormir, todavía se sentían perturbados por las miradas de los criminales a los que don Lupe recreaba.

Desde luego, muchos de los crímenes más sonados de los últimos años del siglo diecinueve mexicano pueden leerse en los periódicos que se guardan en las hemerotecas. Las hojas editadas por Vanegas Arroyo con los grabados de Posada salían a toda velocidad, a veces sin información, pero no importaba. Lo que contaba era la imagen, que se grabaría a fuego en la memoria de los clientes, que se disputarían una de aquellas publicaciones, que, con poco texto y fuerte imagen, le “ganaban” la primicia a los periódicos.

Si las hojas volantes en las que se imprimieron las imágenes creadas por Posada hubieran sido, solamente letras y más letras, muy probablemente no hubieran sobrevivido en a las marejadas del olvido colectivo. Es Posada quien le mostró a los inquietos capitalinos el asesinato del joyero de La Profesa, la furia de La Chiquita a la hora de descerrajarle un balazo a la intrigante Malagueña, el horror que suponía morir, en la oscuridad, y a la orilla del Río Consulado, a manos del Chalequero.

En tiempos en que la fotografía sigue siendo escasa y no está incorporada de manera rápida, sencilla y económica a los periódicos, es Posada quien le da rostro a los personajes de la nota roja para el consumo popular: a la hora buena, no importa cómo era el rostro de la suicida de Catedral, Sofía Ahumada; los habitantes de la capital la recordarán como la dibujó don Lupe en aquellas hojas que se vendían como pan caliente, y que daban para hacer no una ni dos, sino hasta cuatro o cinco publicaciones de un mismo suceso, como ocurrió con la malvada Bejarano y los asaltantes de La Profesa.

Vanegas Arroyo conocía su negocio: era impresor con mucho instinto para saber qué le interesaba al pueblo y qué no. Por otro lado, José Guadalupe Posada pasaba de los cuarenta años cuando empezó a producir sus sensacionales grabados para las hojas volantes con las que se ganaron el mercado de la nota roja, y tenía muchas horas de trabajo en el mundo de la impresión.

¿Cómo trabajaban? Don Lupe empezaba a trabajar hacia las ocho de la mañana, y bien podían darle las siete de la noche en sus quehaceres. No solo trabajaba con Vanegas: antes de llegar con él, Posada hacía un recorrido por diversas imprentas, preguntando si tenían algún grabado que pudieran encargarle. Cuando le daban trabajo, ahí mismo sacaba del saco una plancha de grabado, y un buril. Grababa la viñeta o lo que le pidiesen. Y así iba juntando el jornal del día.

Luego, se dirigía al negocio de Antonio Vanegas Arroyo, en la calle de Santa Teresa la Antigua, que hoy se llama República de Guatemala. Justo donde muchos años después se encontraría a la diosa Coyolxauhqui.

Posada llegaba a un taller que le habían habilitado en el negocio. El impresor solía decirle: “señor Posada, ilústreme esto”. Don Lupe empezaba a leer y echaba mano de la pluma, llena de tinta especial. “¿Qué le parece?”, le preguntaba a Vanegas, a medida que la imagen iba cobrando forma. Aprobada la idea, don Lupe bañaba en ácido la plancha en la que había hecho el grabado, y quedaba lista para la impresión.

Eran aquellas hojas volantes trabajo de muchos: redactores, litógrafos, grabadores y poetas. Don Lupe era uno de entre aquella abigarrada pandilla de profesionales de la tinta y el papel. Sería uno de los contados trabajadores de Vanegas que trascenderían más allá del siglo.

En la imprenta de Vanegas se producían muchos materiales, de todo tipo. Pero lo que verdaderamente hacía famoso a aquel negocio eran las Hojas Volantes que contenían toda clase de asuntos curiosos y atractivos, desde las calaveras de los Días de Muertos, hasta materiales poéticos y literarios. La Gaceta Callejera, que hacía honor a su promesa de publicarse “cuando los acontecimientos de sensación lo requieran”, era el espacio destinado a los casos criminales que hacían las delicias, y el horror, todo al mismo tiempo, de los capitalinos.

UN GOLPE DE IMAGEN

Texto que se leía rápido, y una sola imagen, una sola. En ese afortunado binomio reposaba la popularidad de la Gaceta Callejera. A veces un pie afortunado complementaba el asunto, y la sola lectura de aquella línea bastaba para erizar la piel.

Porque ahí aparecen los demonios de Posada: susurrando al oído de locos, ciegos de rabia o perversos; festejando el envenenamiento o el asesinato; azuzando al enloquecido que, con una enorme roca, machacará el cráneo de su víctima, ya tendida en el suelo. Los textos cuentan las terribles historias; los grabados exhiben la brutalidad del suceso.

Son tiempos en que los periódicos se venden a gritos; los papeleritos van por las calles ofreciendo su mercancía, y, si el escribir titulares de periódicos, y en general de cualquier publicación noticiosa es todo un arte, Vanegas se luce: a su taller se deben algunos titulares que, al convertirse en grito callejero se convierten en clásicos de la historia de la nota roja: “El Horroroso Crimen del Horroroso Hijo que mató a su Horrorosísima Madre”, o “¡Horrible y espantosísimo acontecimiento!” son reales y corresponden a las historias que a diario aparecían en el profundamente desigual México de don Porfirio.

Y al contar estas historias de crímenes, Posada se hizo cronista de un modo de vivir: de cómo se criminalizaba a las mujeres, del horror que implicó encontrarse con lo que hoy llamamos “asesino serial”; aparece el sistema de justicia porfiriano, que siempre castiga con las infectas prisiones de Belem o San Juan de Ulúa, y no son pocas las ocasiones que las historias se terminan en fusilamientos. Son muchos los criminales de toda índole que terminan retratados por Posada en el momento de recibir las balas que ponen fin a su drama.

Ahí están, ahí siguen los demonios; los duendes del mal que inducen al criminal; son un motivo recurrente en el trabajo de Posada, y, así, al tiempo que ilustraba la nota sangrienta del día, advertía de la existencia de ese oscuro impulso destructor que, un buen día y quién sabe cómo, tuercen la vida de hombres y mujeres y los arroja al denso mar de sangre que bulle detrás de la nota roja.

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