
Era otro México. Sin internet, sin redes sociales; ni siquiera los teléfonos celulares eran objetos de uso cotidiano. Un México donde temblaba y, fuera del susto, nada pasaba. Un México donde el primer cuadro de la capital tenía torres de más de 20 pisos y la idea de protección civil era absolutamente desconocida, porque ya se nos había olvidado el “temblor maderista” de junio de 1911, que le pegó un buen susto al presidente interino, Francisco León de la Barra, quien, al mismo tiempo que presenciaba el júbilo colectivo por la llegada de Francisco I. Madero a la Ciudad de México, tenía que atender los daños del cuartel de San Cosme, de la Catedral Metropolitana y hasta del mismísimo Palacio Nacional.
Se nos habían olvidado los tres temblores de junio de 1932, uno de los cuales golpeó lo que quedaba del ya de por sí ruinoso exconvento de La Merced. El temblor de 1957, ése que derribó la Columna de la Independencia, a la victoria alada, nuestro popular “Ángel”, soñada por el arquitecto Rivas Mercado, no pasaba, para 1985, de ser una anécdota más, otra de las historias a mitad entre la leyenda urbana y la memoria familiar, que llenan a la capital mexicana.
Todo eso se nos había olvidado. El 19 de septiembre de 1985, un golpe brutal nos obligó a recordar.
Aquel terremoto no sólo sorprendió a los mexicanos de a pie: a las autoridades locales y federales también. Nadie había pensado, hasta ese entonces, en la configuración de algo que pudiera considerarse una política pública de prevención de desastres naturales. Eso explica por qué, desde un principio, se generó un vacío: las instituciones de gobierno no atinaban a reaccionar. Hay que decirlo, se carecía de todos los recursos de comunicación de los que hoy disponemos. “Todo era caos; no teníamos información precisa sobre qué lugares atender. Nos dieron órdenes de que empezáramos a trabajar conforme fuéramos encontrando emergencias”, recordó Alejandro Aguilar, que en ese septiembre de 1985 era segundo inspector del Cuerpo de Bomberos de la Ciudad de México.
Y de entre la tierra y el humo salió la gente. Corrieron a quitar piedras, a disputarle a la muerte, a punta de terquedad y temeridad, una, diez, cien vidas, las que se pudiera. Ahuyentando la oscuridad y la confusión en una ciudad prácticamente incomunicada, sin energía eléctrica, con televisoras y radiodifusoras afectadas. Los bomberos capitalinos contaron después que “eran colas de gente las que venían a ponerse a las órdenes de los mandos del Cuerpo de Bomberos”.
Pero a muchos no les hizo falta apersonarse con los bomberos, simplemente hicieron suya la ciudad de otro modo. No fue la vocación centralista de este país, que tantos reproches nos ha costado, lo que hizo excepcional el movimiento de los capitalinos. Fue el sentimiento colectivo, que se expandió más allá del Valle de México; la indignación ante la lenta respuesta oficial; ante el rechazo de ayuda humanitaria —que a fin de cuentas se aceptó— la sorpresa ante el hallazgo de “encajuelados” en el estacionamiento de la derrumbada PGJDF; la ira cuando se descubrió que muchas de las construcciones caídas tenían severas fallas, atribuibles a fallas técnicas y, aún peor, a la corrupción. Fue la evidencia de que muchas vidas se habían salvado porque la gente, sin nombre, sin etiqueta, simplemente gente, había actuado con rapidez y con una coordinación que surgió casi sin pensar.
En esos días se empezó a hablar de “sociedad civil”, de una nueva manera de ser ciudadano en México, con voz para denunciar y para exigir, pero también con voluntad para tomar decisiones cruciales. El terremoto del 19 de septiembre de 1985, y su réplica del día siguiente, sembraron el miedo en muchas memorias, pero el Estado mexicano comprendió que la vida pública no podía seguir como hasta entonces: cambiaron los reglamentos de construcción; se empezaron a idear simulacros; se empezó a crear eso que hoy llamamos “cultura de prevención”, y a la vuelta de unos años, un grupo de especialistas diseñó la primera red de sensores que permitieron crear un sistema de alerta sísmica para la Ciudad de México, que después se ha extendido, aún con regular éxito.
Pero esa sociedad civil fue más allá de generar el respeto por los sismos; construyó una conciencia pública mucho más politizada, participativa y con capacidad de organización. No en balde, en aquellos años, Carlos Monsiváis escribió un libro, Entrada Libre, cuyo subtítulo era “Crónicas de la sociedad que se organiza”. Allí se narraron los días del terremoto y el surgimiento de movimientos urbanos que, por un lado, acabarían en la configuración de nuevos partidos de izquierda, y por otro lado sería el semillero de algunos de los liderazgos y corrientes del movimiento estudiantil de 1986.
Así, entre lágrimas y voluntad de reconstrucción, los terremotos de 1985 se convirtieron en una cicatriz en el alma del país, que a veces se vuelve a abrir, pero también es uno de los hitos de eso que hoy llamamos “transición democrática”, que nos cambió por completo.
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