
Tiene casi veinte años que mudé mi residencia del norte de la ciudad, la colonia Lindavista para ser exacto, al sur de esta megalópolis, que por su densidad poblacional es como un país con una serie de problemas de variada índole. Tanto en mi boleta predial, como en mi credencial de elector, puedo leer con toda claridad que Santa Úrsula Xitla, donde ahora vivo, es una colonia: como La Industrial, La Joya, o tantas otras que pueblan la geografía chilanga, sin dejar de advertir que también hay pueblos reconocidos como originarios.
Lo cierto es que en el padrón electoral (que hasta el 2015 estaba integrado por poco más de 39 mil electores distribuidos en tres secciones completas y siete parciales) mi colonia está considerada como tal, de la misma manera que lo está en la boleta predial, así como en la documentación oficial que emite la todavía delegación Tlalpan.
Ahora bien, desde el punto de vista patrimonial contamos con una iglesia ancestral, cuya feligresía organiza una fiesta patronal que si sometiera a consulta con toda seguridad desaparecería por las molestias que produce, las pérdidas que causa a comercios locales, los riesgos que representa y los negocios poco regulados que se desprenden de su organización. En un radio muy pequeño, en torno a la iglesia hay edificaciones de colonos que han convivido a lo largo de varias generaciones. Algunos de ellos son buenos amigos míos.
Algo que poco se comenta es que la nueva iglesia se asentó sobre restos coloniales. Pero lo más grave para mí es que el atrio de la misma ha servido en algunos casos como punto de reunión de actividades de carácter civil. Hay fotos de honores a la bandera realizados ahí y de otras actividades más delicadas que me parece que tendrían que estar reguladas por las autoridades locales y federales de varios ámbitos: entre ellos el electoral.
La más significativa de ellas fue una “elección” en la que confieso haber participado de manera ingenua emitiendo un voto por un “subdelagado/a” el pasado domingo 13 de marzo en un proceso que se difundió de manera muy opaca, mediante unos papelitos pegados en torno al templo y por una página de Facebook en la que se anunció al ganador y que claramente dice “organización religiosa”.
Yo, por mi parte, me enteré por la invitación que me hizo una de las participantes un día antes. A ella la estimo y me parece una persona honorable, por eso cuando me convocaba a participar votando por ella a partir de la figura reconocida en la nueva Constitución de la Ciudad de México de “pueblos originarios”, acudí a la urna y voté a su favor. Mi vecina formó parte de otras batallas en las que he participado como la oposición al centro comercial Patio Tlalpan y voté a su favor porque entre sus propuestas había un interés genuino para seguir dando la batalla contra ese centro comercial que finalmente abrió sus puertas. Esa batalla, lo confieso de una vez, la di personalmente por perdida y ahora acudo al sitio cuando lo estimo necesario. Ni modo, hice lo que pude, participé hasta donde me fue posible, pero ya se abrió.
Lo cierto es que durante ese proceso, y antes de las votaciones para “subdelegado/a” de “pueblo originario”, los vecinos que inicialmente nos opusimos al entonces proyecto, sostuvimos con la entonces delegada Claudia Sheinbaum, la ex secretaria Patricia Mercado y con Tanya Müller, varias reuniones en las que pude ser testigo de los chantajes realizados por algunos vecinos que viven en torno a la iglesia, de su doble discurso y del carácter oportunista con el que movilizan a sus allegados para ejercer presión. Por la misma razón voté por mi vecina. Ella se encuentra al margen de ese grupo cuyo candidato “ganó” la elección realizada en el atrio con la friolera de 125 votos de un total de aproximadamente 220.
Todo quedaría en una anécdota, si no fuera porque el “subdelegado” que, ahora me entero, ya no cuenta con el apoyo de algunos de los que se ostentan como líderes vecinales, entabló una demanda en el Tribunal Electoral de la CDMX contra la delegación en la que entre algunas de sus demenciales prerrogativas exige: que se le reconozca el proceso electoral, se le integre dentro de la estructura delegacional con sueldo y dietas para él y “su equipo”. Además, pide que se le haga entrega del edificio que hacia 1980 funcionaba como subdelegación para poder despachar. Lo más terrorífico es que entre sus atribuciones legales quiere dar fe de límites de propiedad, constancias de uso de suelo, fe pública de siniestros, otorgamiento de permisos para cerrar calles y participar en convenios o sesiones de derechos.
Estas monstruosidades que muy posiblemente tienen un patrocinador político detrás, enfrentaron la contrademanda de un vecino que también es mi amigo y que presentó una defensa impecable. Lo cierto es que si se reconoce a este “subdelagado”: ¿dónde quedamos los electores que fuimos a votar este primero de julio? Tendría que anularse el proceso en el que elegimos a jefe de gobierno, alcaldesa y diputado local, ¿no? En estas circunstancias, sólo a un loco se le ocurriría devolvernos a la condición de “pueblo chico”.
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