
En el 2014, el cineasta ruso Andrei Zvyagintsev presentó Leviathan, una película que muestra lo demoledora y cruel que es la vida, la fragilidad de los hombres y una aguda crítica a las autoridades a través de una metáfora irónica que adaptó del libro homónimo de Thomas Hobbes, en la que proponía un gobierno ideal que protegiera a los ciudadanos, y cuya obra a su vez adoptó la idea del Leviatán del Libro de Job, en La Biblia, y que se entiende como un gran monstruo marino que a menudo se reconoce como un demonio de gran tamaño, la encarnación del mal.
El año pasado regresó al Festival de Cannes, para ganar el Premio del Jurado, con un demoledor drama llamado Sin amor en el que vuelve a tomar como recurso a estos entes sociales invisibles como metáfora en una cruda historia familiar. El realizador, él más crítico realizador del cine ruso contra su gobierno, retoma ahora el concepto de familia para poner en evidencia las fracturas sociales, en una historia que se conjuga con crueldad, con angustia y con tristeza desesperanzadora.
El ruso toma a una familia que es símbolo de una institución, la más pequeña del tejido social pero también la más emocional en la que cada individuo forja su infancia. La representación del filme es que en esa pequeña institución los padres son un reflejo del gobierno y los hijos del pueblo. Pero toda pareja es disfuncional y Zvyagintsev nos presenta un relato de su destrucción.
Una pareja en trámite de divorcio vende su piso. Apenas se ven, cada uno ya tiene una nueva pareja y las únicas conversaciones que mantienen son violentas discusiones. Una vez que el nido sea vendido, todo se acabaría y ambos tendrían una nueva vida si no fuera por algo: su hijo. Un hijo que llegó por accidente, que nunca fue deseado ni querido, que se pasa las noches en vela llorando y que ya apenas habla. Un día, el niño sale de casa por la mañana y ya nunca vuelve.
Aparecen el trámite burocrático, la esquemática actuación policial. El rastreo familiar se reduce a un desabrido encuentro con la abuela, que no es sino una exhibición más de desdén; no parece haber resquicio de calor en el que el joven se haya podido cobijar. La búsqueda es lúgubre, cansada, casi introspectiva. Lejos de la emoción tensa del thriller, y más cerca de la penitencia, este filme deja un hueco en el estómago difícil de llenar.
A través de este intenso drama es que el cineasta nos dice que Rusia es un infierno de una moral insensible que se esconde en sus gélidos paisajes. Las llamas que causan llagas no hierven en calor, sino en la atrocidad del egoísmo, en el odio brutal hacia el prójimo, y hacia los seres amados. Nos habla de una sociedad que culpa a la ira por el fracaso y la miseria, nos habla de una pareja disfuncional que en rehacer su vida con otras parejas proyecta sus ilusiones muertas, nos habla de una forma de vida sin corazón. Es devastador.
La atrocidad de la situación como un retrato de una sociedad sin alma, está contada con prodigio técnico. El cineasta utiliza el poder de la imaginación del espectador, no en su contra, pero sí para llevarla a las peores situaciones. El filme mantiene una base narrativa que cautiva por la capacidad de insinuación y la fotografía deslumbra por su capacidad de transmitir el lado más egoísta del ser humano, también con sensibilidad artística. Una obra maestra imperdible.
La tercera colaboración entre el director Brad Peyton y el actor Dwayne La Roca Johnson es emocionante. No se trata del filme del año, ni mucho menos es una película que aporte mucho al género de acción, al cine catástrofe o a las adaptaciones de videojuegos (en este caso del conocido arcade desarrollado en 1986 por la compañía Bally Midway), pero dentro de sus parámetros ofrece un entretenido metraje cuya principal apuesta está en los efectos digitales, el sentido del humor y el arco dramático de alta tensión en las escenas de acción.
Davis Okoye (Johnson), un hombre especialista en primates tiene un sólido vínculo con George, un gorila albino que ha estado cuidando desde que nació. Pero cuando un experimento genético sale mal, este apacible simio se convierte en una enorme y embravecida criatura. Para empeorar más las cosas, pronto se descubre que existen otros animales con la misma alteración. Okoye se aventurará a salvar el mundo. Desde luego es un filme que exagera todas las situaciones y es inverosímil, pero es muy entretenida.
En los últimos años la exploración sobre la aceptación de la homosexualidad ha sido un tema frecuente del séptimo arte. Si bien, aún hay una doble moral sobre el tema, poco a poco ha habido una apertura de los altos niveles de la industria hacia estos filmes. De hecho, Moonlight ya logró la hazaña de encumbrar este cine en los Premios Oscar. Simon Spier es un joven de 16 años que no se atreve a revelar su homosexualidad, ya que prefiere esperar al musical que se celebra en secundaria. Pero un día, uno de sus correos electrónicos llega a manos equivocadas y las cosas se complican extraordinariamente, hasta que por fin decide comenzar ese proceso de aceptación. Lo acertado de ese filme es que el personaje central está tratado con un mayor apego a la normalidad de una clase media y que se muestran de forma, más o menos coherentes, sus angustias y frustraciones. Lo malo es esa mala costumbre del cine gringo por hacer plana una historia que puede tener más aristas y trasfondo. Por lo demás tiene su dosis de encanto que la hacen aceptable.
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