
La Escuela Nacional Preparatoria cumple 150 años de haber sido fundada gracias a la iniciativa y la visión de altos vuelos de Gabino Barreda y de Justo Sierra. Hoy en día, este emblemático edificio de la Ciudad de México que alguna vez albergó al Colegio Jesuita de San Ildefonso, se ha convertido en un museo de vocación internacional y cosmopolita que suele presentar exhibiciones de gran calado, bajo la custodia compartida de la UNAM, la Secretaría de Cultura y el gobierno de la Ciudad de México. Actualmente lo dirige la maestra Bertha Cea, una de las gestoras culturales de más trayectoria y prestigio en nuestro país. Ery Camara, por su parte, quien representa la riqueza y la vigencia de la migración africana a México, se mantiene desde hace años como su curador en jefe.
Precisamente esa semana se inauguró en el Antiguo Colegio de San Ildefonso una muestra que da cuenta de esta conmemoración: 150 años de la fundación de una escuela que no sólo formó a muchas generaciones de mexicanos ilustres pero también de mexicano a secas– sino que en muchos sentidos se convirtió en un espacio notable para la construcción de nuestra identidad cultural e intelectual en el tránsito convulso del siglo XIX al XX. Ahí estudiaron o dieron clase los Ateneístas, la generación de los Siete Sabios, la de los Contemporáneos, y la generación de Octavio Paz y la revista Taller; ahí inició el movimiento muralista; ahí estudiaron Frida Kahlo, Alejandro Gómez Arias, José Emilio Pacheco, y ahí también se verificó un capítulo de la historia dramática de 1968. Escribo esta entrega en reconocimiento a esta celebración.
En la dedicatoria a su libro de miscelánea literaria titulado El hacedor, Jorge Luis Borges describió un encuentro imaginario entre él y Leopoldo Lugones, por quien sentía una profunda admiración, pero que sin embargo, apenas tuvo oportunidad de conocer, dado que éste se suicidó en 1938. La imaginación de Borges le permitió imaginar una escena ficticia: el gran poeta Lugones revisando sus textos y aprobándolos complacido: “Mi vanidad y mi nostalgia han imaginado una escena imposible ‑escribe‑. Así será, me digo, pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.
Yo por mi parte he imaginado una escena imposible. Pablo Neruda y Octavio Paz invitados a leer en el anfiteatro Simón Bolívar del Antiguo Colegio de San Ildefonso, en un Coloquio de homenaje al idioma español organizado por Bertha Cea, en el marco de los 150 de la fundación de la ENP.
Neruda, como sabemos, murió en el 73. Pero como bien dijo Borges, el día de mañana se confundirán nuestros tiempos, y entonces de algún mudo será justo afirmar que Pablo Neruda estuvo alguna vez en el anfiteatro Simón Bolívar, y nos regaló esta homenaje a las palabras:
“Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo las derrito...Amo tanto las palabras...Las inesperadas...Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen...Vocablos amados...Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío...Persigo algunas palabras...Son tan hermosas que las quiero poner en mi poema...Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas...Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto...Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola...Todo está en la palabra...Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita dentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció...Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces...Son antiquísimas y recientísimas...Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada...Qué buen idioma es el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos...Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo...Todo se lo tragaban con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas...Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra...Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes...el idioma. Salimos perdiendo...Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron oro...Se lo llevaron todo y nos dejaron todo...Nos dejaron las palabras”.
La gente le aplaude, Neruda de la mano de Bertha Cea regresa a su lugar, y entonces el maestro de ceremonias le sede el micrófono al último orador de la noche: Octavio Paz. El poeta mexicano, egresado de la Escuela Nacional Preparatoria, resume su afición por las palabras en unas líneas contundentes y radicales.
Dales la vuelta,cógelas del rabo (chillen, putas),azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas, ínflalas, globos, pínchalas, sórbeles sangre y tuétanos, sécalas, cápalas, písalas, gallo galante, tuérceles el gaznate, cocinero, desplúmalas, destrípalas, toro, buey, arrástralas, hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
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