
En un editorial previo, propuse que en este espacio revisaría las diez razones para ser científico que escribió en uno de sus últimos libros el maestro Ruy Pérez Tamayo y en esa ocasión hablé de la tercera: para no tener horario en el trabajo (Crónica, 5-08-24). En una siguiente oportunidad me enfoqué en la séptima: Para hablar con otros científicos (Crónica, 10-2-25). En esta ocasión me voy a referir a la sexta: Para que no me tomen el pelo. La expresión de “que te tomen el pelo” se refiere a que te engañen.
En este capítulo, Ruy comenzó diciendo que para “quienes adoptan la profesión de científico resulta fácil extender a la vida el espíritu de la ciencia”. Comentó que ese espíritu de la ciencia se encuentra claramente resumido en el lema de la Real Sociedad de Londres, con la expresión que dice: Nullius in verba, que quiere decir “no aceptar nada apoyado solo en las palabras”. Hans Rosling, un médico sueco especialista en estadística, decía algo similar en forma diferente: “cuando el conocimiento humano no está basado en datos, es sistemáticamente erróneo”.
El espíritu de la ciencia está fundamentado en el escepticismo, que significa no aceptar como verdad lo que no tenga una demostración clara, objetiva y reproducible. En la vida diaria estamos constantemente expuestos a mentiras, con frecuencia disfrazadas de ciencia, con el objetivo de vendernos productos o bien, obtener nuestro voto en apoyo a un candidato para un puesto público. Una marca de shampoo dice en el envase que tiene “carbono activado” y “agentes termo-refrescantes para acción inmediata”, lo que sea que eso quiera decir. Existe una industria millonaria que vende productos de belleza con la “demostración científica” de que su utilización previene las arrugas, para lo cual, por supuesto, no tienen un solo estudio que lo demuestre. Muchos políticos mienten sistemáticamente afirmando cosas para las que no muestran un solo dato que las sustente. Pero, si lo repiten seguido, la población se los cree.
En medicina es en donde con más frecuencia escucha uno aseveraciones que no tienen evidencia que las sostenga. Un amigo mío dice que, si por las noches te dan calambres en las piernas, puedes evitarlos si pones dentro de tu cama, a nivel de los pies, una barra de jabón zote (sic). Casi en cada reunión social a la que asisto en algún momento alguien recomienda un remedio para alguna enfermedad, sin evidencia científica que lo respalde y con el argumento de “a mí me funcionó” (N de 1). Durante la pandemia fuimos testigos de esto a nivel extremo, inclusive por los responsables de la salud (¿se acuerdan de la ivermectina?).
Para que uno empiece a tomar en serio una propuesta como razonable deben de existir datos que muestren una asociación causal entre el fenómeno A y el B. Entre el medicamento y la mejoría o entre la exposición al supuesto agente causal y el desarrollo de la enfermedad. Se necesita no solo asociación temporal, sino también de efecto, dosis, respuesta, comparación con el placebo y reproducibilidad. Si estos principios del espíritu científico los aplicas a todo lo que ves en los comerciales o escuchas en los noticieros, te darás cuenta de que, en efecto, todo el tiempo te quieren tomar el pelo. Cuando aplicas este mismo espíritu científico a las enseñanzas religiosas, te metes en un problema del cual los posibles resultados son, o dejas de creer en esas enseñanzas o le sacas la vuelta y dejas de pensar en el asunto.
Dr. Gerardo Gamba
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán e
Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM