Opinión

México ante el espejo rojo

Investigan muerte de hombre en la colonia Morelos
La violencia entre los grupos delictivos en Sinaloa sigue al alza/CUARTOSCURO/ La violencia entre los grupos delictivos en Sinaloa sigue al alza/CUARTOSCURO/ (JOSÉ BETANZOS)

La realidad mexicana contemporánea ofrece un panorama en el que hechos aparentemente aislados se revelan como piezas de un entramado profundo de descomposición institucional, crisis ética y desigualdad estructural. La estrategia nacional de combate al crimen organizado, aunque distinta y renovada respecto de la última administración, no ha logrado revertir los patrones de violencia en estados como Guanajuato, Sinaloa, Chihuahua o Jalisco, donde la violencia homicida permanece como un signo persistente.

La magnitud de las desapariciones y la multiplicación de fosas clandestinas están presentes como heridas abiertas que no solo afectan a quienes las sufren directamente, sino que producen un efecto corrosivo sobre el sentido mismo de ciudadanía y comunidad. La sociedad mexicana vive en una constante tensión entre el miedo y la resignación, mientras las instituciones no logran reconstruir su capacidad de generar confianza. Cada cuerpo no identificado en una fosa clandestina es un símbolo del fracaso del Estado como garante de la vida y de la dignidad humanas.

El asesinato de la maestra pensionada en Veracruz, Irma Hernández Cruz, añade una capa ética y social al diagnóstico. Más allá del acto criminal en sí, el hecho desnuda la precarización económica de los sectores jubilados y la incapacidad del Estado para garantizar un retiro digno a quienes dedicaron su vida al servicio público. La reacción institucional, construida bajo la narrativa de un infarto es indicativa de una lógica defensiva que prioriza el cuidado de la imagen gubernamental, antes que el esclarecimiento de la verdad. Esa lógica es corrosiva porque reafirma la percepción de impunidad y distancia a los ciudadanos de las instituciones. El Estado, en lugar de presentarse como garante de la justicia, aparece como un ente que protege su imagen a costa de la verdad.

A ello se suma la paradoja económica que vive el país: un crecimiento prácticamente nulo en los últimos años que coexiste con datos que señalan una reducción en los índices de pobreza. Este fenómeno no es menor. La disminución estadística de la pobreza, que en buena medida se explica por las transferencias directas y programas de apoyo social, puede ofrecer alivio a los hogares más pobres, pero no constituye por sí misma una estrategia de desarrollo integral. La falta de dinamismo económico genera una estructura social y laboral frágil, dependiente de las transferencias públicas y carente de oportunidades reales de movilidad social.

Al mismo tiempo, esta paradoja erosiona el contrato social porque, sin un crecimiento que genere empleos de calidad, la precariedad se mantiene y se perpetúan las desigualdades que, en buena medida, alimentan el crimen y la violencia. El caso de la maestra asesinada se convierte entonces en un microcosmos de esta fragilidad: una mujer que, tras décadas de trabajo, debe asumir un empleo riesgoso para sostener su vida, quedando expuesta a la violencia de la calle y al abandono de un sistema que debería protegerla.

En este contexto, las críticas a funcionarios, legisladores y políticos del partido gobernante por sus viajes y ostentación de riqueza se vuelven particularmente hirientes para la ciudadanía. La exhibición de lujos injustificables en un país con las carencias estructurales de México revela una desconexión profunda entre las élites políticas y la realidad cotidiana. La ética republicana que debería guiar el ejercicio del poder público queda subordinada a una lógica patrimonialista.

Este tipo de conductas, más allá de su eventual ilegalidad, generan un agravio simbólico: los representantes se presentan ante los ojos de la sociedad no como servidores, sino como beneficiarios de un sistema que permite el enriquecimiento a la sombra del poder, sobre todo cuando su principal promesa fue actuar en sentido inverso.

Todos estos elementos pueden vincularse mediante una interpretación que señale el déficit de legitimidad del Estado mexicano. La impunidad que acompaña a la violencia, la precariedad económica estructural, la corrupción real o percibida y la incapacidad para reconstruir el tejido social no son fenómenos aislados, sino expresiones de un mismo problema: la debilidad estructural de las instituciones y la crisis ética de quienes las dirigen.

Cuando el ciudadano común percibe que el Estado no es capaz de protegerlo ni de ofrecerle oportunidades de vida digna, cuando observa que las reglas se aplican con selectividad y que los poderosos gozan de privilegios mientras la mayoría sobrevive en condiciones precarias, la confianza se erosiona y la cohesión se resquebraja. Este es el caldo de cultivo perfecto para que la violencia se normalice, para que la corrupción encuentre justificación, y para que el crimen organizado se ofrezca como una alternativa frente a un Estado que parece incapaz de ejercerlo.

Se trata de reconocer que el problema es filosófico y político en su raíz: el Estado mexicano ha dejado de ser, para amplios sectores de la población, la instancia que encarna el bien común. En su lugar, aparece como un aparato distante, muchas veces indiferente, y otras tantas, corrupto o ineficaz. La solución no pasa solo por rediseñar estrategias de seguridad o por ajustar las políticas sociales; requiere una profunda regeneración ética del ejercicio del poder, la reconstrucción del contrato social y la generación de condiciones materiales que permitan a las personas vivir con dignidad.

Mientras esto no ocurra, las diferentes y múltiples violencias seguirán siendo el rojo espejo de nuestra descomposición, las fosas clandestinas continuarán multiplicándose, las maestras seguirán muriendo en el olvido, y la ostentación de unos pocos será el recordatorio constante de un sistema que traiciona sus propias promesas.

Investigador del PUED-UNAM

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