Opinión

No nos moverán, el 68 como herida y redención

Mujer sobreviviente del 2 de octubre del 68
Luisa Huertas Especial

1.

 2 de octubre no se olvida / es de lucha combativa. Diez palabras que han resonado en la plaza pública por casi sesenta años. La consigna canónica de la insumisión cívica nacional. El viejo reclamo histórico al que nuestra cinematografía no ha sido en modo alguno ajena, y al que ha regresado una y otra vez a lo largo de las décadas. El movimiento estudiantil de 1968, la matanza de Tlatelolco, y sus múltiples secuelas, han dejado una cicatriz profunda en la memoria audiovisual de México.

 Desde el testimonio documental desgarrador, épico y preciso de El Grito (Leobardo López Arretche,1969), filmado por estudiantes del CUEC en las movilizaciones y asambleas de aquel año axial; hasta la denuncia estridente y superlativa de Rojo Amanecer (Jorge Fons, 1989), que abrevó más del gore y menos de la precisión histórica para relatar un drama de suyo trágico y desolador.

Entre ambos extremos, con mayor o menor fortuna, se ha sucedido un desfile de intentos por llevar el 68 a la pantalla que van del esfuerzo por traducir los sucesos al lenguaje y los códigos de las series televisivas de gran formato para plataformas de streaming, al rebuscamiento cursilón.

Al primer caso pertenece Un extraño enemigo (Gabriel Ripstein, 2018). Montada sobre un muy elaborado guion a varias manos que ahondó más en las redes del poder político, la corrupción y el autoritarismo en México, y menos en los entretelones generacionales y culturales del movimiento estudiantil.

Del segundo podemos considerar dos ejemplos un tanto fallidos: Borrar de la memoria (Rafael Gurrola, 2010) mezcla de thriller político y romance de audacias a la Costa‑Gavras que, al apelar a la memoria colectiva del 68, paradójicamente se auto condenó al olvido; y Tlatelolco, verano del 68 (Carlos Bolado, 2013) un romance histórico asfixiado en el cliché de Romeo y Julieta al que se acude para contar el 68 mexicano a partir de la relación entre dos jóvenes de clases sociales opuestas, con una atmósfera sobre dramatizada propia de las telenovelas, la cual no hace lucir -como hubiera merecido- un muy elaborado diseño de producción y otros elementos no menos afortunados, como su banda sonora o algunas de las actuaciones.

2.

Tuvieron que pasar casi seis décadas para que surgiera una película que regresara al tema con una profundidad emocional como nunca antes se había visto, al prescindir de la denuncia o el rigor documental y apostar en su lugar por la ficción que explora los más profundos sótanos de la condición humana, con la tragicomedia mexicana del 68 como telón de fondo. La primera, además, que al no concentrarse en la narración de los hechos mismos -sino en sus secuelas más profundas y de largo plazo- logra imponerle al relato de marras el peso y la perspectiva histórica que hacia falta. No desde el recuento de los muertos o la coreografía de la violencia in situ, sino desde el ámbito íntimo de lo familiar, que es donde toda tragedia cobra pleno sentido y auténtica dimensión.

No nos moverán, la ópera prima de Pierre Saint-Martin Castellanos, evoca en el título al célebre cántico de protesta que atravesó a toda una generación, y alude a su vez a la inquebrantable obstinación de su protagonista: la licenciada Socorro Castellanos, una vecina del edificio Chihuahua en edad de jubilación, cuyo hermano fue uno de los activistas del movimiento detenidos por el ejército la noche del 2 de octubre, torturado y asesinado en los días posteriores.

El crimen habrá de permanecer indocumentado e impune. No así de prescribir en la memoria adolorida de la licenciada Castellanos, a quien medio siglo después aún la mueve esa misma voluntad de venganza -apasionada, irracional y trágica- que Shakespeare dibujó en Hamlet o en Titus Andronicus. Un personaje, en efecto, de talla shakespeariana, necesitaba la fuerza y el dominio actoral de Luisa Huertas para ser interpretado. Estamos ante una de las piezas histriónicas más detalladas, expresionistas y profundas que registre el cine mexicano en las últimas décadas.

Un primer plano continuo sobre la protagonista, propio más una lupa que de una cámara, nos permite adentrarnos en la profundidad psicológica y el desaliño extremo de esta abogada vengadora, cuyos días postreros trascurren en bata y pantuflas, sobrellevando las cuitas familiares, rodeada de ceniceros rebosantes de colillas, anforitas de licor, pilas de papeles con expedientes legales, y triques de todo tipo que hacen de su departamento-despacho en la Unidad Tlatelolco una metáfora precisa de su vida, sus ayeres y sus errancias.

Saint-Martin se atreve a reexaminar aquel dolor nacional desde una óptica sorprendentemente fresca y original: una combinación de thriller noir con matices de humor fársico, y melodrama de intimidades claustrofóbicas que rompe con la sobriedad habitual de este tema. El resultado es un filme atípico en el corpus del 2 de octubre, que toma la sed de justicia y venganza acumulada por años y la convierte en una reflexión tragicómica sobre la memoria, el duelo y la posibilidad del perdón, que no del olvido.

3.

Filmada en blanco y negro, hay un notable temperamento estilístico en todo su desarrollo. Desde pequeños guiños de empatía gremial: en un paneo de la cámara por la habitación del hijo de la protagonista vemos la caja con el DVD de Temporada de Patos (Fernando Eimbcke, 2004), la gran película mexicana de las adolescencias filmada por completo en un departamento de la Unidad Tlatelolco; hasta la aún mas evidente referencia al ultra bizarro y enigmático personaje del Cowboy en Mulholland Drive ( David Lynch, 2001), en este caso reencarnado en la figura de El Vaquero (Alberto Trujillo), el matón a sueldo que Socorro Castellanos contrata para consumar su venganza; o bien pinceladas surrealistas a la Buñuel, como aquella en el que el departamento de la protagonista es invadido por una parvada de palomas. Buena parte de los logros visuales de la cinta se las debemos a la fotografía de César Gutiérrez Miranda.

A los aciertos visuales contribuye como un elemento adicional el álgebra del resto de los personajes que apuntalan y diversifican la trama principal:

Esperanza (Rebeca Manríquez) la hermana de la protagonista, una suerte de Casandra muda, embadurnada de cremas, que, pese a sus atrofias emocionales y sus desatinos domésticos, será la única que intentará disuadirla de llevar a cabo sus planes de venganza; Sidartha (José Alberto Patiño) a la vez asistente y mandadero de Socorro e intendente del edificio, mitad patiño (como su apellido) y mitad contrapeso humano de la licenciada Castellanos, que alcanza con todo justicia el rango de un magnífico papel coprotagónico dentro de la cinta; el hijo desempleado, deprimido y disfuncional (Pedro Hernández) que vive arrimado en casa de la madre; su pareja argentina (Agustina Quinci) el otro personaje que contribuye notablemente a enriquecer la historia con otros matices domésticos; y el agónico licenciado Candiani (Juan Carlos Colombo), amigo fiel, consejero y querencia mayor de la licenciada Castellanos que, pegado al teléfono, a un cigarro y a un tanque de oxígeno, nos recuerda que no sólo él, México entero envejeció, transcurrido más de medio siglo de los hechos que dan pie a esta historia.

 Tanto tiempo que ya no queda casi nada por contar, tanta historia de por medio que ya son pocos los que aún quedan de entre quienes la vivieron en carne propia para relatarla después. Y, sin embargo, No nos moverán nos recuerda que aún se puede recontar, resignificar y reivindicar uno de los puntos neurálgicos que explican a nuestro presente.

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