
La tradición mexicana de exhibir rango o riqueza es tan antigua como el tesoro de Moctezuma o la fanfarronería de los conquistadores, para no hablar del boato virreinal. En la arquitectura la ostentación se convirtió en barroquismo. Si los agustinos eran lisos y sencillos (Acolman) , los franciscanos (San Francisco Javier), paradójicamente, recamaron de oro altares y ornamentos.
Todos conocemos la historia de Juan Velásquez de León uno de los capitanes de Cortés quien con el oro de la guerra se mandó fundir una descomunal cadena con la cual se envolvía el pecho y el cuello: “La fanfarrona”, le decía. Y con ella y su esposa Zicuetzin, cristianizada como Elvira, se ahogó lastrado por el botín en el lodazal de la Noche Triste.
Castigo divino, justicia poco poética.
Para al parecer la justicia contra los fanfarrones, exhibicionistas de su opulencia o al menos de su nueva riqueza, su incurable rastacuerismo y en múltiples ocasiones hasta su disfraz de María Antonieta, llega por los caminos menos pensados. Uno de ellos, la escandalera tuitera; otro, el recordatorio del dogma juarista sin Juárez.
En las fuentes consultadas yo no he hallado la cita exacta de la “justa medianía”. Si conozco estas líneas en el mismo sentido y también de Don Benito:
“…A propósito de malas costumbres había otras que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes, como la de tener guardias de fuerza armada en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador abolí esta costumbre usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados y sin aparato de ninguna especie porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de su recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro…”
Igualito.
Pero el teatro no tiene como únicos componentes la escenografía y el vestuario. Básicamente es una representación de la vida. Por eso los muertos en la función de las cinco, están vivos en la de las ocho. No es verdad, como tampoco los discursos políticos. Puro teatro.
En estas condiciones me parece inútil el escándalo por los lujos orientales de un junior ( un día lo vi en un restaurante japonés en abierto combate contra los “hashi” --palillos-- ). Y junto a ese ruidajo también la inconsecuente censura a los demás excesos de algunos connotados (y no tanto) morenos mareados por el éxito repentino.
Actúan contra el credo asumido, se dice sin tomar en cuenta la intrínseca falsedad, la teatralidad del evangelio de Cien Preceptos, transgredidos casi todos, todos los días, no nada más los de la austeridad. Puro teatro, puro cuento útil para divulgar un recetario de propaganda cuya veracidad nadie debería asumir.
Austeridad no significa traer doscientos pesos en la billetera; es no construir refinerías sin refinación ni darle a Iberdrola el mejor negocio español en México desde la conquista.
Llaman la atención algunos textos públicos. Por ejemplo este de mi estimado David Aponte:
“…La nueva clase política en el poder, liderazgos de Morena, ha tomado como propio el manual de comportamiento de los partidos del llamado neoliberalismo, y ha olvidado la filosofía de su fundador, Andrés Manuel López Obrador”. ¿Filósofía? Ni que fuera Hegel.
O el texto de Sabina B.:
“…Lo malo no es la prosperidad y sus señales. El reloj Rolex en la muñeca del burócrata de tercer nivel. La bolsa de ropa Prada del líder del partido de los pobres. El hotel de 4 mil dólares la noche del legislador. El rancho de duque del líder sindical. Qué barato vende la Izquierda la oportunidad de hacer Historia cuando no se atreve a ser impecable”. Pero sí implacable.
¿La izquierda, la Historia? Como siempre, fraseología sin axiología.