
El 21 de octubre de 1879, Thomas A. Edison logró encender una bombilla eléctrica que permaneció iluminada durante más de trece horas. Aquel objeto de vidrio sellado, con su filamento de carbono incandescente, no fue solo un avance técnico: marcó el inicio de una transformación profunda en la vida humana y en las estructuras sociales y económicas de su tiempo; una verdadera revolución en la forma de vivir.
Edison no solo creó una bombilla, sino también un sistema completo de generación y distribución eléctrica. Es decir, la bombilla fue la punta de lanza de una infraestructura nueva. La luz en hogares y escuelas permitió leer, estudiar y trabajar de noche, lo que facilitó el acceso a la educación y al desarrollo personal, especialmente en sectores que antes lo tenían restringido.
Con la electrificación nació una segunda ola de la Revolución Industrial: la automatización, la maquinaria eléctrica, el transporte urbano con tranvías y trenes eléctricos, y posteriormente, la electrónica. Ya no era necesario interrumpir el trabajo por falta de luz solar ni depender de lámparas de gas o de aceite, que eran ineficientes y riesgosas. La iluminación eléctrica también contribuyó a la expansión de las ciudades: calles, estaciones de tren, puertos y edificios públicos comenzaron a iluminarse, aumentando la actividad nocturna y reduciendo significativamente los índices de criminalidad.
Se eliminaron chimeneas y conductos de ventilación asociados al uso de combustibles, y se comenzaron a instalar cableados eléctricos subterráneos y sistemas de iluminación centralizada. Edison creó la central eléctrica y diseñó incluso el medidor para cobrar la luz. Convirtió la electricidad en un producto y en una necesidad. Su visión fue empresarial y sistémica: cambió la lógica del mundo moderno.
Ahora se podía trabajar de noche, fabricar en cadena, iluminar escaparates y vivir bajo un ritmo 24/7. La exposición constante a la luz artificial, sin embargo, trajo consecuencias inesperadas: la alteración de los ritmos circadianos afectó el sueño y el equilibrio biológico de millones de personas, un fenómeno que continúa siendo objeto de estudio en el ámbito médico.
Este avance técnico derivó en una fuerte disputa entre Edison y Nikola Tesla. Mientras Edison defendía la corriente continua (DC), Tesla promovía la corriente alterna (AC), mucho más eficiente para el transporte a largas distancias. En su intento por desacreditar a Tesla y frenar la adopción de la corriente alterna, Edison organizó demostraciones públicas en las que electrocutaba animales para mostrar su “peligrosidad”. Perros, gatos y hasta un elefante fueron utilizados con este fin. Estas acciones, aunque crueles e impactantes, no impidieron que la corriente alterna terminara imponiéndose como el estándar mundial.
Nikola Tesla, visionario adelantado a su tiempo, sostuvo además ideas fascinantes sobre la posibilidad de extraer energía directamente de las estrellas, concebidas no como simples cuerpos celestes, sino como fuentes inagotables de radiación y poder cósmico. Su intuición sobre la existencia de una energía universal —una especie de éter cósmico vibrante— lo llevó a teorizar sobre sistemas capaces de captar esa energía estelar y transformarla en electricidad utilizable. Dichas teorías nunca fueron plenamente desarrolladas ni demostradas, y hoy permanecen como especulaciones envueltas en misterio y controversia científica.
Décadas más tarde, en 1931, cuando Edison estaba en su lecho de muerte, su amigo, mecenas y admirador Henry Ford hizo una solicitud inusual: pidió que se capturara su último aliento en un tubo de ensayo. Ese frasco fue sellado y conservado como símbolo del final de una era. Para Ford, ese aire contenía el espíritu de una mente que había cambiado el mundo.
Hoy, cada 21 de octubre —el mismo día en que Edison encendió su bombilla— se conmemora el Día Mundial del Ahorro de Energía, un momento oportuno para reflexionar sobre el uso responsable de esta sorprendente tecnología que transformó el planeta.