
Hay un elefante en la sala de la 4T. Durante varios años se habían resistido a ver que estaba ahí, pero ahora no hay manera de negar su existencia.
Una de las razones -aunque tal vez no la principal- por la que los ciudadanos eligieron en 2018 a Andrés Manuel López Obrador fue su promesa de eliminar la corrupción rampante, que durante el gobierno de Enrique Peña Nieto había alcanzado cotas muy altas. La promesa: barrer de arriba hacia abajo.
AMLO llegó incluso a empuñar un pañuelo blanco, a mediados de su sexenio, para afirmar que la corrupción había sido erradicada. El único caso que se aireó fue el de Segalmex, que a la fecha se caracteriza por la falta de sentencias, aunque el organismo haya sido ya disuelto. Los temas centrales del debate eran otros: el control de la pandemia de COVID-19, el manejo de la economía, los apoyos sociales, la estrategia de seguridad y los ataques a las instituciones creadas en los años anteriores y que hacían de contrapeso al gobierno centralizado.
El gobierno de Claudia Sheinbaum inició con los mismos temas centrales en la opinión pública con los que había finalizado el de López Obrador (salvo que el desabasto de medicinas ocupaba el lugar de la pandemia). La intención declarada ha sido la de avanzar sobre las reformas institucionales que consoliden el poder de Morena y sus aliados en áreas como la judicial (ahora reforzada con los cambios a la Ley de Amparo) o la electoral (en ciernes). En materia económica, a pesar del estancamiento, la baja inversión y los aumentos de precios de los productos de la canasta básica, los cambios en la política de ingresos -y, en menor medida, los apoyos sociales directos- han mantenido el consenso hacia la presidenta y su gobierno.
El único cambio visible ha estado en el tema de seguridad, porque se acabó la política de “abrazos, no balazos”, que había redundado en una consolidación del poderío de los cárteles del crimen organizado en distintas zonas del país.
Ligados a este cambio, poco a poco han aparecido distintos casos en los que se ha evidenciado una colusión entre algunos políticos del régimen y las redes del crimen organizado. Esa es corrupción de la más profunda. Y no ha pasado desapercibida de la opinión pública.
Adicionalmente, la confianza de sentirse con el poder consolidado ha hecho que varios morenistas y aliados terminen por perder el pudor y ahora exhiban sus nuevas, y a menudo inexplicables, riquezas. Los señalamientos se multiplican, evidenciando una corrupción bastante extendida y diversa. Un tema que casi no existía en la sensibilidad social mayoritaria, ahora ya existe. Cada vez más gente ve al elefante.
Esto significa que, si el gobierno quiere mantener sus altas tasas de popularidad, tendrá que abordar con seriedad ese problema. De otra forma, le significará una erosión que puede resultar significativa. Eso sólo se hace con castigos ejemplares a los corruptos importantes.
El hecho de que varios casos de sospechas fundadas de corrupción se ubiquen en el entorno político cercano al expresidente López Obrador complica las posibilidades de maniobra de la presidenta Sheinbaum, quien se ha mantenido con fidelidad absoluta hacia su predecesor.
En ausencia de contrapesos institucionales, quedando solo -prácticamente- el posible contrapeso de las urnas, es importante que se vean los castigos a la corrupción, porque de otra forma aquello quedará visto como una colusión.
Otra posibilidad es tomar plenamente el camino del cinismo. Se pueden utilizar varios pretextos: uno es alegar que no hay pruebas fehacientes; otro, decir que se trata de una estratagema de la derecha, ansiosa por retomar del poder. O manejar el sofisma de que ahora se roba poquito y además se salpica. Y ya agarrando la inercia, blindar las cosas para ir eliminando el contrapeso de las urnas a través de las nuevas reglas y la cooptación de los órganos electorales (como sucedió hace unos meses, casualmente, en Poza Rica, recientemente golpeada por las inundaciones).
El elefante está a la vista. La pregunta ya no es, entonces, si se va acabar la corrupción, sino si se intentará al menos, como se hacía antes, hacer la finta de que se la combate a fondo, castigando a los más voraces (o menos astutos). Si la respuesta es negativa, y se avanza por la vía del cinismo, eso puede significar una serie de tropiezos electorales o, alternativamente, la instauración de un sistema de mera simulación democrática, cada vez más pálida.
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