
El actual régimen mexicano tiene varios rasgos distintivos, uno de ellos es que sus decisiones frecuentemente se oponen a la inteligencia. En el sexenio anterior hubo muchos ejemplos de decisiones gubernamentales ajenas a la razón y al sentido común. ¿Cómo explicar de otro modo la decisión inesperada de eliminar la construcción del nuevo Aeropuerto Internacional de Texcoco, aunque el costo de esa ocurrencia fue superior a 300 mil millones de pesos? Hoy, cuando se acerca la fecha de inauguración del Mundial de Futbol, vemos como la infraestructura aeroportuaria de la Ciudad de México es completamente insuficiente para atender la demanda y reconocemos la estupidez de esa decisión.
Los ejemplos de enemistad de la 4T con la inteligencia se multiplican. ¿Cómo olvidar los ataques violentos e insultos que lanzaba el anterior presidente contra los científicos y los intelectuales acusándolos de conservadores y aliados de los neoliberales? ¿Cómo olvidar la rabia con la cual el tabasqueño se expresaba contra los asesores, los expertos, las universidades, los diagnósticos, las evaluaciones, el rendimiento de cuentas, la transparencia, la calidad, la planeación, etc.
La negación sistemática de la evaluación de los programas sociales es una actitud contraproducente. La evaluación es una actividad que informa de los logros y las fallas en la realización de una empresa, lo cual permite conocer los avances y las fallas de esa empresa y corregir la dirección del trabajo. En educación, la evaluación informa a los maestros que es lo que aprenden y lo que no aprenden sus alumnos, de manera que el docente, desde su posición, pueda actuar para reforzar aprendizajes en las áreas de menor aprendizaje del alumno. Toda tarea pública (o política pública) requiere evaluación, no realizarla equivale a caminar a ciegas en el trabajo.
Por lo mismo fue otra estupidez del régimen suprimir el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE), que era pieza clave para asegurar el progreso de los aprendizajes en la educación. La supresión del INEE no se fundamentó en la inteligencia y el sentido común sino en creencias y doctrinas: para eliminarlo, se arguyó la idea falsa de que la educación mexicana estaba sometida a un patrón neoliberal, economicista, tecnocrático, etc. Y que parte de ese patrón era aplicar evaluaciones impersonales, estandarizadas y criterios cuantitativos que permitían que los alumnos y las escuelas compitieran entre sí, que se diera la competencia entre estados y naciones, etc. La OCDE, el FMI, la UNESCO, afirman los portavoces del régimen, son organizaciones internacionales unidas en torno al proyecto neoliberal.
La estupidez se prolongó y profundizó cuando el gobierno federal decidió imponer en educación básica un nuevo modelo educativo, populista-comunitario, que desprecia el conocimiento y valora exclusivamente la actividad. Esta nueva educación no cuenta con instrumentos objetivos de evaluación de manera que la opacidad es una característica notable de la actual educación. No hay realmente evaluación en educación básica y los alum nos son aprobados año con año automáticamente.
El actual régimen se autoproclama de izquierda, es decir “de izquierda dentro de la democracia”. Sin embargo, los líderes de la 4T jamás volvieron la vista hacia experiencias “de izquierda” exitosas en el primer mundo, como los regímenes social-democráticos de Europa, como Alemania, Finlandia, Suecia, España, etc. De haberlo hecho, hubieran podido comprobar que el progreso económico con justicia no se logra repartiendo cantidades discretas de dinero en efectivo a la población sino fortaleciendo el poder fiscal del estado y elevando la eficacia y calidad de los servicios básicos (Salud, educación, cuidados) que se ofrecen a la sociedad. Esa observación hubiera tal vez impedido la distorsión monstruosa que ha tenido nuestro desarrollo que ha concentrado los limitados recursos públicos que México tiene en el reparto de dinero en efectivo a las masas con fines electorales y clientelares sacrificando la calidad de los servicios básicos.
El régimen actual adoptó una actitud ante la cultura que tiene poco de inteligente. El populismo moralista del presidente anterior, la exaltación retórica del pueblo pobre como moralmente superior, la identificación con las comunidades indígenas, lo llevó al extremo de declarar la guerra a la cultura moderna y a sus valores asociados. Este sujeto confundió modernidad con neoliberalismo y la identificó con una serie de valores negativos, con un orden social egoísta, opresor, inhumano, etc. Evidentemente no se puede hacer una defensa incondicional de la modernidad, pero concebirla solo como un orden opresivo es absurdo. La vida moderna tiene virtudes y vicios y negar las virtudes y reconocer solo los vicios es una actitud poco inteligente.