Opinión

Anclado en los años maravillosos (los setenta)

En 1986-87, año sabático, tuve el privilegio de compartir cubículo con Andrea Ginzburg, notable economista, que tenía la sencillez de los sabios. Una tarde, le comentaba cómo, a mi entender, el debate político y cultural en los años setenta era mucho más rico e interesante que el de esos momentos.

Me respondió con una frase extraña sólo en apariencia, mientras esbozaba una sonrisa debajo de su tupido bigote:

-Para mí, Harry Belafonte es lo máximo.

Abundó:

-Todos pensamos que los años de nuestra juventud fueron los más extraordinarios y maravillosos, y de alguna forma queremos volver ahí. Piensa tú, hay quienes tienen nostalgia por los tiempos de la Segunda Guerra Mundial: “Entonces sí estaban claras las trincheras”, dicen, “los buenos de un lado y los malos del otro”.

Por supuesto, Andrea tenía razón. Hay una suerte de idealización de los años de juventud. Todos las tenemos. Está bien, ocasionalmente, rememorarlos con nostalgia, pero no es correcto anclarnos en ellos y, peor aún, cerrar los ojos ante las realidades del presente.

El asunto viene a cuento porque hay suficientes evidencias como para afirmar que el presidente López Obrador se ha quedado anclado en una visión formada en los años setenta, que ha cerrado los ojos ante muchas realidades contemporáneas, y que eso explica muchos de los problemas que se han generado durante su gobierno.

Esto no significa, como han escrito muchos facilones, que AMLO tenga como referente a Echeverría o que quiera repetir su gobierno. En muchas cosas es lo contrario. Aunque López Obrador se haya afiliado al PRI en los setenta, eso no quiere decir que de manera automática haya aprobado todo lo que los gobiernos de entonces hacían. Por eso es conveniente recordar cómo pensábamos los jóvenes progresistas mexicanos en aquellos años: un poco cuál era nuestra cosmovisión.

En primer lugar, estaba la preocupación por la enorme desigualdad que vivía el país. Y se solía atribuir esa desigualdad sólo parcialmente a la falta de desarrollo económico suficiente. Había otros factores que se consideraban igualmente importantes, si no es que más: por un lado, estaba la explotación capitalista y, por el otro, lo que denominábamos como “dependencia frente al imperialismo”.

De ahí surgía un concepto, que venía de años anteriores: el de “liberación nacional”. Sólo afianzando nuestra soberanía, podía México revertir esa situación de dependencia. Y ese particular nacionalismo estaba teñido por un momento histórico: la nacionalización del petróleo. Una curiosa simbiosis entre un sustantivo y un verbo. Pemex, orgullo nacional.

Algunos también hacían frente a la dependencia por el lado cultural. Eso se notaba mucho en la música. Si bien el rock era importante e influyente, a veces se le oponían (el verbo no es casual) la trova cubana, la música latinoamericana de protesta, los ritmos tropicales y la música popular tradicional no comercializada (es decir, ajena a las estaciones de radio y a la TV).

Se vivía plenamente el mundo de la guerra fría, y había una suerte de presión para estar de un lado o del otro. La retórica del gobierno lo colocaba en un “justo medio”, que se expresaba solamente en algunos puntos de política exterior: la dependencia, se decía en círculos universitarios, obligaba a alinearse con EU.

Eran épocas de intervención estadunidense en varios países de América Latina. El golpe en Chile es tal vez el caso más sonado. El compromiso de EU con la democracia era sólo de dientes para afuera. “Es un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra”, era el lema para justificar a algún dictador.

Paralelamente, quienes, por razones de justicia social o por contraposición a EU, sentían De ahí, la idea de que la solución sería el socialismo, tenían la tendencia a justificar la represión, los excesos y los fracasos de los países que se decían socialistas y que en realidad eran dictaduras de diverso calibre. .

En ese sentido, el compromiso generacional con la democracia era endeble. Como en México no la había, se veía como algo deseable, pero esencialmente como un vehículo, no como un fin en sí mismo. “Es democrático en el programa” era una manera de decir que algo no había sido decisión de las mayorías, pero, como las beneficiaba (o así se consideraba), eso lo hacía automáticamente democrático.

Junto con eso, estaba la ambición por el desarrollo. Y el desarrollo significaba esencialmente industrialización. A los pocos ecologistas de entonces se les solía argumentar que priorizar la protección al ambiente significaba mantener la miseria del campo y el sufrimiento del campesino. Pasaría tiempo para que cundiera la idea de desarrollo sustentable: al menos en la primera mitad de los años setenta eso era para la mayoría un oxímoron: una contradicción de términos.

A mediados de los años setenta se supo que México tenía grandes reservas petroleras. Hubo entre los jóvenes división de opiniones, pero muchos coincidieron con López Portillo en que vendría la abundancia: sería el detonador del ansiado desarrollo, y a partir de la empresa que el visionario creó luego de la nacionalización.

Se solía pensar en lo colectivo más que en lo individual. Las libertades personales y la realización de la personalidad a menudo estaban supeditadas a los Grandes Proyectos. El feminismo era incipiente -y sólo entre ciertos sectores urbanos y escolarizados-, y los derechos de las minorías sexuales, tema de una estrechísima elite.

De finanzas se solía saber poco o nada. Pero la devaluación de 1976 resultó traumática, y en la explicación ganaron las corrientes conservadoras, que la atribuyeron al exceso de gasto gubernamental en la época de Echeverría.

Han pasado más de 40 años de aquellos años que quienes fuimos jóvenes entonces vemos con agrado, a pesar de que en muchas cosas fueron terribles (demagogia rampante, falta de democracia en todos los niveles, guerra sucia, ausencia de muchas libertades individuales que hoy consideramos básicas). A lo largo de esos años cambió México y cambió el mundo.

A través de enormes luchas y de reformas consecutivas, México pasó a ser una democracia, en la que hay alternancia, los votos cuentan y se cuentan. Se forjaron grupos de la sociedad civil, antes casi inexistente, en muchísimos campos y áreas de la vida. El país se industrializó, se abrió comercialmente y sus exportaciones de más valor son productos industriales, no materias primas. El nivel de vida subió.

En esos años aparecieron otros problemas, como el control de varias zonas del país de parte del crimen organizado, con su estela de violencia; el aumento de la contaminación del aire, la tierra y las aguas a niveles alarmantes. Junto con ello, la llegada de la democracia no resolvió el problema de la desigualdad social.

A nivel global, desapareció el bloque soviético, China se volvió capitalista, desaparecieron las dictaduras militares en América Latina (salvo, paradójicamente, las que decidieron seguir supuestos socialismos del siglo XXI), el mundo unipolar de Estados Unidos duró un suspiro. La economía mundial se integró cada vez más. Las antiguas industrias dejaron, a través de crisis, su lugar a otras. El software desplazó al petróleo.

Pero si uno cerró los ojos a esos cambios, seguirá distribuyendo el mundo entre buenos y malos (donde está EU), apostando al petróleo como baluarte de la soberanía, poniendo a la ecología, el feminismo y los derechos civiles como últimas cartas de la baraja, amando los Grandes Proyectos, buscando formas elementales de paliar la pobreza, despreciando la democracia porque al cabo el presidente es el tlatoani, y creyendo que la paridad del peso frente al dólar es lo que más importa en la economía del país. También cerrará los ojos ante los problemas, nuevos y no tan nuevos, que surgieron en los últimos 40 años.

Y así nos va.

Posdata: Por cierto, si escuchan Banana Boat Song del padre del calipso, Harry Belafonte, los fans de Freddie Mercury se llevarán una sorpresa.

Los años setenta

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