Opinión

Ayotzinapa, filtraciones, doble moral

La doble moral es una forma de hipocresía. Ahora proliferan improvisados especialistas en ética periodística que condenan la publicación sin censura de algunos segmentos del informe del gobierno sobre la muerte de los normalistas de Ayotzinapa pero que, hace unos cuantos días, aplaudían la divulgación de otras filtraciones.

El periodismo da a conocer acontecimientos de interés público, aunque incomoden a variados actores políticos. La ética, para la cual no existen parámetros únicos, orienta el desempeño de cada informador y medio de comunicación. Las filtraciones son un recurso del periodismo que se encuentra siempre en el filo entre lo aprovechable y lo impublicable. Difundir una filtración implica satisfacer los propósitos, cualesquiera que sean, de la persona o la institución que proporcionan material informativo hasta entonces desconocido. Publicarlo o no, depende de la evaluación que el periodista y sus editores hagan del interés público que pueda tener esa información. La mejor manera de difundir una filtración es cotejarla con otras fuentes, describir su contexto y explicar, así, por qué se justifica su publicación.

La periodista Peniley Ramírez y el diario Reforma publicaron el sábado segmentos sin testar del Informe sobre el Caso Ayotzinapa que presentó en agosto pasado el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas. Aquel documento estaba repleto de tachaduras para no revelar datos personales y/o proteger algunas vertientes de esa investigación. Los que ahora se difundieron, sin tachones, son fragmentos de dicho Informe en donde se revelan mensajes que habrían intercambiado algunos jefes y operadores del grupo criminal que asesinó a los normalistas. Tales mensajes refuerzan la versión de que hubo elementos del Ejército que fueron cómplices, o quizá incluso ejecutores, de la desaparición de algunos de esos estudiantes.

Numerosos medios de comunicación, a menudo sin recato ni reparo algunos, difunden imágenes de hechos criminales y mensajes de grupos del crimen organizado sin que nadie o casi nadie cuestione esas transgresiones éticas. La violencia gráfica y verbal se ha vuelto parte del espacio público. Los medios no deben ni pueden ocultar los hechos criminales, pero un resultado de esa estridencia sin matices es la normalización de la violencia.

La periodista Ramírez publicó en su columna de Reforma, y en su cuenta de Twitter, imágenes de mensajes atribuidos a miembros del grupo de delincuentes “Guerreros Unidos” sobre el asesinato de los normalistas. Se trata de expresiones colmadas de vulgaridades y de desprecio por la vida de otros acerca de hechos que, en lo sustancial, han sido conocidos: los 43 jóvenes fueron asesinados por decisión de jefes del grupo criminal que, además, ordenaron la desaparición de los cuerpos. Eso se sabía desde el informe del procurador Murillo Karam en noviembre de 2014. Las capturas de pantalla que publicó Ramírez reiteran el salvajismo de los asesinos y, sobre todo, apuntalan la presunción sobre la participación de miembros del Ejército en la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Desde el sábado, en las redes sociodigitales abundaron reproches a la publicación de esas informaciones sobre todo porque, según se dice, “revictimizan” a las familias de los normalistas. Ese es un argumento subjetivo y discutible. Los familiares, y antes los estudiantes asesinados, ya fueron víctimas de una banda de criminales. Las versiones sobre esos homicidios han sido ampliamente conocidas. La publicación de las supuestas conversaciones entre varios criminales (y en algún caso, según parece, con un soldado) no aporta detalles peculiarmente escabrosos. El señalamiento sobre la “revictimización” es utilizado para descalificar a la periodista y al periódico porque difundieron detalles de la investigación que el gobierno quería mantener reservados.

La periodista Peniley Ramírez ha destacado porque, con frecuencia, publica informaciones que son resultado de cuidadosas búsquedas de documentos. Gracias a ello, tan solo en los meses recientes ha difundido informaciones sobre la adquisición irregular de medicamentos por parte del gobierno, contrataciones opacas en la CFE y en Pemex, o los negocios de la empresa petrolera que le facilitó su casa en Houston al hijo del presidente. Ramírez ha sido una periodista incómoda para quienes preferirían que no fueran conocidos abusos e ilegalidades como esos.

Al difundir porciones de un documento que el gobierno publicó incompleto, Ramírez contribuyó al conocimiento público del enrevesado asunto de Ayotzinapa. Hubiera sido pertinente que le diera contexto a esas transcripciones, para que los lectores tuvieran más elementos de juicio, aunque es difícil hacerlo en el limitado espacio de una columna periodística. También se puede advertir que esa periodista da por ciertas las conversaciones así transcritas, sin dudar de su verosimilitud.

El subsecretario Encinas se mostró indignado por esa publicación y exigió que se investigue quién filtró el documento. Su Informe sobre el llamado Caso Ayotzinapa (que en realidad es el Caso Iguala porque allí fueron secuestrados los normalistas) fue, desde su presentación, bastante singular. No es un Informe que se presenta a alguna autoridad, o a alguna instancia investigadora, y del cual se ofrece a los ciudadanos una versión pública. Se trata de un documento desde el inicio formulado para que se hiciera público, pero con docenas de expresiones e informaciones censuradas. La Comisión que encabeza el subsecretario tiene notorios recelos para decir la verdad.

Las filtraciones son un recurso auxiliar del periodismo, pero nunca sustituyen a la investigación capaz de aprovecharlas, verificarlas, confrontarlas, ubicarlas en su circunstancia, jerarquizarlas y publicarlas. Los segmentos publicados por Ramírez obligan a intensificar la línea de investigación sobre la posible participación de elementos militares en el ocultamiento y quizá el asesinato de estudiantes de Ayotzinapa.

Habría que tomar con tiento esas revelaciones porque, aún cuando fuesen auténticas, las conversaciones de delincuentes confesos no son necesariamente creíbles. Pero la ominosa posibilidad de que en la ejecución de estudiantes haya existido complicidad de militares, tiene que tomarse en serio. Esa investigación no ser opacada por la doble moral de quienes hoy apuestan por la censura, intranquilos porque los indicios sobre una posible participación de miembros del Ejército en los crímenes de Iguala pudieran entorpecer la apuesta del gobierno a favor de la militarización. 

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